El Crucifijo
Autor: Camilo Valverde Mudarra
El Todo el que pone en entredicho el crucifijo muestra sin duda alguna su ignorancia o su mala voluntad. Y, como resulta que todos esos, que han firmado esta parida, no son babosamente tontos, hemos de concluir, que arrastran una maldad incalculable con la clara intención de subvertir rodear y destruir la identidad secular de España. Por otra parte, ocuparse del crucifijo en las escuelas, significa la bobería de unos individuos instalados en la mamandurria de la política alejados de los cuatro millones y medio de parados y por ende, de las propias preocupaciones del que no tiene el agobio de buscar y llevar a casa el pan de cada día.
La excusa, para instar al Gobierno a la supresión de los crucifijos en los centros docentes se ampara en la equivocada sentencia del Tribunal de Estrasburgo, so pretexto de que vulnera el derecho a la libertad religiosa. Los ateos, cuya increencia es dudosa, no pueden escudarse en la libertad religiosa, para zarandear la sociedad. El crucifijo es un signo de perdón y de amor, que no puede perjudicar a nadie; es el símbolo sagrado del cristianismo y un hecho esencial de la cultura europea; y es que la vida del hombre está llena de signos y no se puede concebir la vida humana sin los símbolos, que la envuelven; en su rechazo, late toda una intención malsana de unas mentes minoritarias infectas; quieren abolir la religión cristiana y arrasar la tradición secular y los valores que han conformado nuestros hábitos ancestrales y creencias europeas; quieren implantar lo grosero, cerril y radical; quisieran eliminar todo vestigio de nuestro catolicismo, quemar nuestro pensamiento y sustituirlo por la Alianza de Civilizaciones. El desmentido es sólo una estrategia, la ley se hará realidad en cuanto lo demanden las contingencias electoralistas.
El crucificado, como el Nacimiento o Belén, son elementos culturales hondamente arraigados en nuestras costumbres y el pesebre-cuna como la cruz, representan dos momentos culminantes de la vida de Jesucristo en la tierra; su mensaje no ofende a nadie, no entraña ninguna incitación a la violencia, al odio, a la venganza, a la opulencia insolidaria o al racismo, muy al contrario, ambos transmiten humildad, perdón, fraternidad, entrega sin límites y un amor infinito. Sólo la mala intención y fines turbios y electorales pueden ocasionar la idiotez de pedir una ley para su desaparición.
Aquí, las cosas andan al revés: una minoría se impone a la mayoría; desvaría, cobra y zarandea a la sociedad y eso se le permite y consiente por conveniencia y debilidad. Es ridículo y costoso que ese tal Juan Tardá no tardase en arrastrar con él a todos los diputados del grupo socialista en el Congreso, para obviar toda la tradición cultural de Occidente; debe serles tan rentable como callarse ante el avance de simbología de otra religión mucho menos homologable y en cuyo nombre se han cometido y cometen tantos o más desmanes que cometió la cristiana en la Edad Media. Esto no es más que la actitud legislativa propia de fanáticos, fascistas, hitlerianos y torquemadas de inquisitiva mentalidad.