La maternidad, esencia activa

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

De todas las prerrogativas femeninas, la más insigne y sobresaliente es la maternidad. La mujer se encuentra en el plano del misterio humano. Insondable arcano es su oficio de madre, recóndita la función palpable y sensible de su maternidad. Misterioso que sobre el dolor del parto y por encima del sufrimiento de la crianza, desee, consienta, busque y soporte la maternidad. Es un hondo enigma, un hecho tan sobrecogedor que se coloca casi en lo fascinante y sublime por conocido, cercano y real que se vea.     

Siendo una obviedad afirmar que la mujer biológicamente es diferente al hombre y que sólo ella dispone de los órganos necesarios y apropiados para realizar la maternidad, ciertamente, esta diversidad biológica se manifiesta también, por la íntima unión del soma y la psique, en las expresiones subjetivas y espirituales. Las palabras “esposa” y “madre” tienen valor general y atemporal. La primera palabra que aprende el niño es la de “madre” o “mamá”.

         La maternidad es una realidad exclusiva de la constitución femenina. Por su carácter esencial y complejo, cae bajo variadas dimensiones de gran importancia médica, psicológica, moral, social… La maternología es un apartado de la Ginecología en conexión con el estudio fisiológico y patológico de la gestación y del parto de cuya observación y asistencia se encarga la Obstetricia.

El ser madre requiere unas atenciones y cuidados continuados de su facultad generativa para conservar y mantener la suprema misión de la procreación. De ahí, la solicitud que precisa el afianzamiento y desarrollo de la pubertad. Es importante impartir una educación adecuada y examinar los cambios, irregularidades y alteraciones que pueden afectar la estabilidad física o psíquica de la incipiente mujer. Porque está destinada a la misión más alta del ser humano, de carácter “cuasi” divino. Participa en el acto creador de Dios. Su constitución para traer nuevos seres al mundo es el hecho más extraordinario y maravilloso, casi incomprensible e inimaginable.

Madre es la palabra más dulce que se pronuncia. La madre es amor, abnegación, amparo y finura. Madre significa comprensión, seguridad, sacrificio. Beso y abrazo es madre. Sonrisa y calor es madre. Madre es equilibrio, calor y desprendimiento. Es rosa y jazmín, fragancia y miel. Es ecuanimidad, fidelidad y puerto estable. Es entrega, vela y consejo. Madre es la primera palabra que se aprende. La idea y la voz que prevalece es la de “madre”, para cuyo significado el sánscrito usa mâtar, el irlandés mathir y mater el latín,  con el lexema indoeuropeo ma, en relación directa con el hebreo am que significa madre y que forman el verbo latino amare y el sustantivo amor. No puede extrañar que esta raíz pertenezca a la lengua primitiva; es esencialmente un sonido onomatopéyico que reproduce el sonido labionasal emitido por el niño de modo involuntario al tomar la leche materna. La labial m es el sonido universal en boca del niño, presente en todas las lenguas, para expresar el concepto de madre.

La palabra “madre” tiene valor general y atemporal. La primera palabra que aprende el niño es la de “madre” o “mamá”. La madre es la primera educadora. Ella lo enseña a hablar, a entender y reír; le instila el sentido del amor, de la justicia y la delicadeza. Ser madre es la misión más alta y sublime del ser humano, de carácter “cuasi” divino. Participa en el acto creador de Dios. Su constitución para traer nuevos seres al mundo es el hecho más extraordinario y maravilloso, casi incomprensible e inimaginable. Madre es la palabra más dulce que se pronuncia. La madre es abnegación, querer, amparo y ternura. Madre significa comprensión, seguridad, sacrificio. Beso y abrazo es madre. Sonrisa y calor es madre. Es rosa y jazmín, fragancia y miel. Dámaso Alonso le canta en sus versos:

 

“No me digas

que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,

que se te han caído los dientes,

que ya no puedes con tus pobres remos hinchados…

No importa, madre, no importa.

Tú eres siempre joven,

eres una niña,

tienes once años.

Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña”.

 

La idea de la maternidad conlleva la de engendrar y, en ella, por tanto, a la de la unión sexual de los esposos. De ahí que el término matrimonio indique en su etimología el enlace de hombre y mujer para la procreación, la formación de la familia y su protección.

         Desde el punto de vista psico-físico, la mujer es trasunto, imitación viva de Dios. Así, puede sojuzgar la naturaleza y la vida por medio de la autonomía y la facultad de la inmortalidad afortunada. Es el otro ser, el fundamento esencial de la vida, la compañera en la concordia de la unión matrimonial y social. Es dadora de vida y cocreadora con el Creador.

         La simbología conyugal de Yahvé-Israel y de Cristo-Iglesia vocaciona a la mujer a hacer patente en el día a día su ser transcendente de madre del que fue revestida por la mano generosa de la infinita bondad de su Hacedor. Es una obligación imprescindible que emana de los dones con que Yahvé la ha adornado. Es una cuestión de lógica sencilla: Quien más recibe más debe dar. Y, si hablamos de derechos, justo es que expresemos sus deberes.

La mujer está llamada a extender su natural amor limpio y generoso y la justicia rigurosa al otro, al compañero, inculcarlos en los hijos e implantarlos en la sociedad. Ha de hacer prevalecer -puesto que real y sutilmente siempre dirige a Adán- el ideal de pareja, puro y nítido, infinitamente superior al meramente material, que siempre tienda a Dios y tenga sus raíces clavadas en la hondura y finura del amor del Cantar de los Cantares: Mi amado es mío y yo soy suya…Yo soy de mi amado y su deseo tiende hacia mí (Cant 2,16; 7,11). O aquel amor profundo y trascendente de S. Juan de la Cruz:

 

 ¡Oh noche, que juntaste

Amado con amada, 

amada en el Amado transformada!

 

En este entronque fundamental de la transformación en el amado estriba la estructura del verdadero amor en la entrega sincera y total, sin egoísmos ni reservas. Que la mujer sea sexuada, forma parte integrante de su ser personal. El “soy suya y es mío” expresa la fusión íntima y sustancial del amor; es la comunión vivencial de los dos, de la pareja en un nuevo ser integrador, excluyente de coacciones y presencias externas, impulsor de vida y portador de valores ineludibles. Este gozoso exclusivismo de la pertenencia del amor indica clarísima la dignidad de la mujer y su perfecta igualdad con el hombre en la unicidad de ese amor. Y este concepto de la unicidad comporta en sí el de perennidad: el amor suplica que se le considere totalmente y siempre “suyo”, busca y desea una pertenencia entera en el pensar y en el obrar, de ahí que llegue al “unum” de dos.

En la revelación del Cantar, se encuentra tamizado, a través de los siglos y de la visión socio-cultural de Israel, el  concepto divino sobre la mujer y el amor: la maternidad y la completa valoración de la relación interpersonal que conduce a la plena integración de la pareja y de esta en Dios. La madre es la esencia del amor y el principio conformante del hogar.

         En definitiva, esta concepción del amor refleja la perfección del paraíso que había concebido Yahvé para la humanidad.