El Matrimonio, Institución natural II

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

2. ELEMENTOS  

4. Derechos y deberes.  

En el matrimonio, hay que observar la existencia de las dos vertientes: las obligaciones y los derechos.

Al ser un contrato, se funda, como toda convención jurídica, en una manifestación en forma legal, en virtud de la que los contrayentes se obligan en favor uno del otro al cumplimiento de unas prestaciones de hacer o de abstenerse, de dar o de recibir. En este sentido, del matrimonio, núcleo de la familia, han de surgir unos deberes familiares que envuelven a los esposos e hijos y a todas las personas del tronco de la familia. Esta sociedad les obliga a hacer vida común en la misma vivienda y sólo de modo eventual se podrá suspender la coexistencia a causa de imperiosas circunstancias que se deben resolver con toda prontitud. Los cónyuges tienen obligación de mantener, con su trabajo y una correcta gestión, las necesidades corrientes de la familia y subvenir con la fortuna de que dispongan.

Los esposos tienen el deber de amarse en plenitud y exclusividad tal como lo impone su entrega mutua. Al casarse ponen de manifiesto su decisión de pertenecerse y de afianzar su amor con un lazo duradero y objetivo. El compromiso de ofrenda mutua traza la obligación de llevar a efecto la donación de la propia vida, lo que exige emprender un continuo proceso de crecimiento en el amor, revitalizándolo y adornándolo con mimo cada día con el riego del desprendimiento, de la constante renuncia, atenciones y detalles. El amor auténtico salta desde el corazón noble en acto de la voluntad libre hasta su fin próximo, la persona amada abrazando y buscando el bien de toda ella. Así lo expresa San Pablo: …el marido debe amar a su esposa como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer se ama a sí mismo, porque nadie jamás odia su propia carne, sino, por el contrario, la alimenta y la cuida… (Ef. 5,28).

No se trata de hacer depender el matrimonio de la forma positiva o negativa de dar respuesta al amor, sino de que está siempre demandando, incluso entre cónyuges distanciados o malentendidos, un ejercicio de humildad y de respeto que facilite la disculpa y el abrazo personal. El amor se ha de llegar a convertir en una especial forma de amistad que hará compartirlo todo en profunda generosidad que desconozca la ruindad y el cálculo egoísta.

Su impulso intrínseco ha de saltar constante y permanente para formar un todo compacto ensamblado por aquel supremo amor que S. Pablo denomina “ágape”. Es el amor total, “paciente, servicial, no envidioso, no se pavonea, no se engríe; no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, olvida las ofensas; no le alegra la injusticia, le gusta la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (1Cor 13,4-7). El matrimonio que no se funde y rija por este programa de vida está abocado a la ruina. Por eso, presenciamos todos los días tantos fracasos tantas rupturas, porque los materiales empleados en su construcción han sido ruinosos y frágiles. Necesita seriedad y reflexión, preparación y formación en su nacimiento y frecuente riego con la paciencia, con la disculpa, con la tolerancia, y la alegría en su crecimiento. El ágape altruista y desprendido alejado del yo vive en y para el tú. Busca como de modo natural la dicha y comprensión del otro y, sin idealizarlo, acepta su ser con defectos y debilidades para cumplir juntos el deber cotidiano.

Son bienes del matrimonio los hijos, la ayuda mutua y la fidelidad. En cuanto se refiere a la prole, hay que entender no sólo la generación, sino también su educación y enseñanza. El matrimonio es la institución para continuar y preservar la especie y, por ello, los hijos son su primera e ineludible obligación. En el caso en que no se puedan tener, no se distorsiona la comunión matrimonial, pues el amor conyugal, aún en la infecundidad, perdura en el enriquecimiento y apoyo mutuo; pero si se obra abiertamente contra la fecundidad por fines egoístas y meramente innobles, se atenta contra la institución del matrimonio.

En estas décadas pasadas, al socaire de filosofías hedonistas y materialistas se introdujo la visión de la natalidad como un hecho retrógrado y amenazante para el hombre en su aspecto individual y en el social, lo que ha supuesto una grave distorsión de la realidad cuyas consecuencias fatales están aflorando ya, se ha desequilibrado la población española de modo que hoy se empieza a manifestar una España envejecida que, además de soportar la enorme lacra del paro, se lamenta de la insuficiencia de los recursos sociales en orden a cubrir las pensiones de sus mayores. 

El hombre, ser racional, en un orden social y colectivo, no puede considerar la natalidad como un peligro para la humanidad; ha de comprender, en uso de su razón y prudencia que ninguna potencialidad natural viene a ser, por sí misma, contraria a la persona o al bien común.

La educación es una imprescindible actuación que debe proporcionar los asideros cognitivos y psicológicos adecuados y potenciar, con el ejercicio, el entendimiento y la voluntad que capacite al educando para afrontar, con rectitud, los problemas y las situaciones nuevas que va a presentar la inercia de los acontecimientos de cada especialísimo momento de su presente.

El íntimo entronque existente entre educación y desarrollo individual y social indica la importancia con que la sociedad ha de tratar y suscitar la instrucción materna, familiar y escolar.

La educación de los hijos se integra de modo coherente en los deberes de los cónyuges dentro de la unidad familiar. Raíz educadora del niño en la que ha de encontrar ternura, dedicación y autoridad. Pero, es necesaria la labor conjunta de los padres para lograr lo que es una obligación de justicia a la prole. Y, al mismo tiempo, para educar hay que estar preparado; sin una  sólida formación no se puede enseñar. Y la lección básica que los padres han de dar a sus hijos es la del ejemplo; las palabras vuelan y los ejemplos arrastran. El niño es una esponja y recoge todo lo que ve y oye; su personalidad futura depende del aprendizaje correcto en su primera etapa infantil; las primeras papillas lo condicionan para siempre. En muchos casos, la inhibición, la agresividad, la culpabilidad, la violencia y la irresponsabilidad se genera en una infancia negativa. Allí, se desvía, se impide, obstaculiza y se pierde. El niño que respira un aire justo, responsable, de respeto y tolerancia, de servicio y sacrificio, de amor y alegría, de renuncia a diversiones y egoísmos, será un hombre entero y maduro psicoafectiva y socialmente. La entereza vendrá de la formación de una recia voluntad, que exige la adquisición de hábitos por medio de la práctica de pequeños actos para eliminar veleidades y alcanzar la reciedumbre. Es imprescindible encauzar los impulsos, las tendencias y las pasiones. No se puede hacer dejación de la autoridad; inhibirse y conceder todos los caprichos es deseducar. El mismo hijo busca y pide el principio de autoridad, sin el que se siente desorientado, desprovisto y entristecido.

          La acción educativa de los padres jamás puede sustituirla ni suplirla la escuela que, más tarde, se añade y adiciona a aquella. Es esa segunda etapa en la vida del niño en que se sienta en un aula ante el Maestro que va a procurar y completar su educación con los elementos sistemáticos e institucionalizados que el hogar ya no puede ofrecer. Decimos Maestro con mayúscula. Palabra llena, rica, evocadora y dignísima; del latín magister = maestro; el que sabe, el que enseña, corrige y dirige. Jesucristo se titula Maestro: “Vosotros me llamáis Maestro, y decís bien, porque lo soy” (Jn 13,13).

Una educación completa ha de surgir de los padres que son los principales educadores, cuya finalidad, en la formación del carácter y desarrollo del hijo, estará en inculcarle el amor al prójimo y el recto uso de la libertad. 

          La ayuda mutua es una corriente bipolar de apoyo y corrección en su propio crecimiento y el de los hijos. Es el estar pendiente del otro y los otros. Es el olvido del mío y diluirse en el nuestro. Reír juntos y llorar juntos, fomentando el ensanche de virtudes, la lima de asperezas y el desbroce de obstáculos, patentizando y corrigiendo defectos, enriquece y afirma la unidad de la vida común. Ya lo expresaba el Vaticano II: “Los cónyuges se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal, en la procreación y en la educación de los hijos” (Lumen Gentium 11).

          La fidelidad es la actitud eficiente por la que los cónyuges se comprometen entre sí de modo que, en cumplimiento de su promesa, no se permiten faltar y distorsionar el juramento del pacto matrimonial. La fidelidad se asienta en la lealtad, en el respeto y en la perseverancia, sin veleidades egoístas, en todas las diversas circunstancias de la vida.

          Se viola el deber de la fidelidad con las relaciones externas, con el adulterio. Es una grave ruptura del juramento en el compromiso matrimonial; supone una violación del pacto conyugal con la que se atenta contra la justicia más elemental del contrayente y de la familia y se pisotea el respeto y la dignidad propia y de los otros. La responsabilidad y la rectitud imponen poner coto a las afecciones y situaciones que impliquen formalmente una vía propicia para la infidelidad. Que ello significa ciertamente renuncia a amistades, a diversiones y salidas innecesarias y veleidosas, es cuestión patente, pero en esa reciedumbre y generosidad se encuentra el manantial que riegue a diario la flor del matrimonio.

La fidelidad exige la práctica constante de la entrega por medio de la disponibilidad, de la estima, de la preocupación por el otro, de la comprensión y del aprecio puesto de manifiesto en las obras, los detalles y las palabras.

Al mismo tiempo, los hijos tienen unos deberes que cumplir. Tales deberes se fundamentan en la ley natural: los hijos han de corresponder a todo aquello que reciben de sus padres, el don preciosísimo de la vida, la crianza, el sostenimiento, la educación… Debemos señalar que la historia muestra que la ley natural no basta para llevar al hombre al cumplimiento de estos deberes. De ahí que el amor, obediencia y respeto venga formulada por el antiguo precepto del Decálogo.

Los deberes filiales, correspondientes a los padres, se realizan en la piedad que procede en íntima ligazón con la virtud de la justicia por la que les deben tributar el honor y reconocimiento debidos. El amor y el respeto hallan su mejor expresión en el vocablo “honra”, pues, la verdadera hora engloba el amor y la reverencia. Y la obediencia atañe directamente a la autoridad paterna. Hace referencia a las órdenes lícitas y graves; son aquellos mandatos cuya omisión o realización reporta un grave perjuicio al hijo o a la familia.

En el mundo actual, movimientos evolutivos de la sociedad han implantado formas nocivas para la estabilidad y convivencia familiar. Influjos externos y nuevas circunstancia de vida y trabajo han favorecido la incomunicación y la crisis familiar en estrecha relación con la ruptura de los verdaderos valores de la familia.

          La rebeldía del joven se produce por el intento de superar la inmadurez propia de la adolescencia y la libertad juvenil parte de una actitud de repulsa contra la falsedad y la corrupción, efecto del ímpetu natural de su idealismo, es normal y justa. Pero, la oposición y la rebelión a la formación auténtica de la personalidad y a la construcción de una voluntad robusta y a un sano y recto proceder es entrar en el libertinaje y en el nihilismo destructivo. Fundamentar la libertad, la voluntad y la responsabilidad es el objetivo lógico de una pedagogía de la auténtica libertad.