XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 11,25-30: Soy manso y humilde de corazón

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Za 9,9-10; Sal 144,1-2,8-14; Rm 8,9.11-13; Mt 11,25-30 

“En aquel tiempo, dijo Jesús: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos, así te ha parecido mejor.

Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo más que el Padre y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. 

Lectura del Profeta Zacarías: 

     “Así dice el Señor: Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica.

    Destruirá los carros dé Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra”. 

Zacarías, en este himno triunfante, inserto en la segunda parte del libro, logra rebasar, por su sencillez, el marco de la historia concreta mediante un diseño atemporal plagado de expresivos símbolos. Para saborearlo hay que superar el tiempo y el espacio y degustar el sabor mesiánico que exhala. Parece un conjunto de creencias, provisto por la tradición y ligado por la intuición, en este caso, la "inspiración" profética.

El canto se sitúa en un momento en que el pueblo se halla ya bastante estabilizado, después del exilio. Presenta un rey pastor, misterioso personaje, en cuatro cánticos mesiánicos (9,9-10; 11,4-14; 12,10-13,1; 13,7-9), con evidente paralelismo con los cuatro poemas del Siervo de Yahveh del II. Isaías; la expresión "mira a tu rey" evoca el "mirad a mi siervo"; los dos son escogidos por el Señor, para, en una misión universal, liberar al pueblo e implantar la justicia en la tierra (Is.42; 53; Zac. 9,9s). Ambos personajes tienen la misión de realizar las promesas mesiánicas. Tal vez, tomando de modelo al gran estadista Alejandro Magno, refiere la victoria fulgurante de Dios en la era mesiánica (9,9-10); pero este rey mesiánico no se parece a ningún otro rey humano, pues, conquista y domina el universo sin armas ni violencia, sino con el amor y la justicia. Zacarías sueña con un esperado "príncipe de la paz" que entra en Jerusalén montado en un asno en gesto de humildad y de paz, para restablecer los dominios del reino de David. Jesús aplica esta profecía de Zacarías a su mesianidad (Mt 11,28-30; 21,5).

El profeta invita al pueblo a alegrarse y regocijarse: la palabra del Señor es capaz de repatriar a los desterrados, de vencer y pastorear a su pueblo fiel y al "resto" de las naciones. La "hija de Sión" o "hija de Jerusalén" de la metonimia tradicional, apunta a los habitantes de Jerusalén y a los judíos, descendientes de Abraham repatriados hace poco tiempo.

La Iglesia tiene la misión de implantar el reino de Jesús en el mundo y, hoy, en este ambiente descreído y laicista, sólo puede conseguirlo, montándose en el pollino e imitar al Maestro en la renuncia al poder, en la pobreza, en la equidad y la justicia, el amor y la justicia. Ha de estar en continuo servicio, no poner la prioridad en las jerarquías y las formas, adaptarse a los tiempos y al hombre y adoptar en todo momento el modo de actuar de Jesucristo, que es manso y humilde de corazón: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que Yo os aliviaré”.¡Es necesario cabalgar de nuevo sobre el pobre asno de paz, concordia y amor! Es trabajar con firmeza para que desaparezcan del planeta todos los carros militares, cañones, cohetes..., para que el acero se reconvierta en herramienta agrícola, que are, coseche, siegue y elimine el hambre del mundo.

El cristiano ha de esforzarse para implantar los principios de la era mesiánica, el triunfo revolucionario a través del pacifismo expresado en el hecho simbólico de entrar montado en un asno. Pasan los años y los siglos y un nazareno entra en Jerusalén montado en un borrico y, salvo unos niños y unos pocos "humildes", nadie entiende el gesto realizador de promesas y esperanzas. Es el rey Mesías revestido de la entrega del Siervo Paciente, que, con ese signo, da cumplimiento a los designios salvíficos de Dios, Padre. Es un verdadero signo de paz en la salvación mesiánica, simbolizada por la fertilidad de los campos y la multiplicación del pueblo; significa la humilde sencillez que entraña el pacífico reino celestial. 

SALMO RESPONSORIAL:

      Te ensalzaré, Dios mío, mi rey, bendeciré tu nombre por siempre jamás. Día tras día te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.

     El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos: 

        Hermanos: Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

       Por tanto, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero, si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. 

El Apóstol explica aquí de un modo minucioso e integral la actitud de ser cristiano. Todo el capítulo octavo de esta carta se centra en "la vida del Espíritu". Las palabras "carne" y "espíritu no equivalen aquí a cuerpo y alma, sino al hombre en general de la mentalidad griega u occidental,

San Pablo dice que quien vive bajo la Ley, actúa según "la carne", mira sólo al propio yo, para ganarse el favor de Dios; y el que vive en el Espíritu, es el hombre libre. El Espíritu de Dios habita en los bautizados, está presente en los creyentes en Jesucristo, origen de la libertad. El Espíritu resucitó a Cristo y pues habita en los bautizados, significa que también ellos tienen la misma vida de Cristo, ahora y después de la muerte. Por eso, dejando los propios intereses y la preocupación por el cumplimiento de la Ley, hay que vivir según el Espíritu, conducirse en una vida espiritual alejados de "las obras del cuerpo". La antítesis carne-espíritu hace referencia a la dualidad del hombre apoyado en su egoísmo o en la gracia de Dios, que viene de Cristo. "Espíritu" significa la conexión trascendente con Dios; y "andar según la carne, quedarse con los propios recursos, sin acudir al don gratuito de Dios; es practicar la autarquía que llevó a Adán a la desobediencia. Así, la "carne" tiende a la "muerte", al aislamiento de Dios, lleva al rechazo consciente de la oferta de salvación.

La vida del cristiano es "tensión": el pecado lo lanza a la muerte, pero, el espíritu lo proyecta a la vida, en razón de la Gracia Divina que elimina su frustración existencial. No se trata, pues, de dos clases de hombres, los buenos y los malos, sino de la división que padece el hombre en sí mismo. El cristiano, conducido por el Espíritu, ha de operar su salvación día a día y dar muerte a las obras del cuerpo, de la "carne", para resucitar con Cristo a una vida eterna en Dios. El que vive en el espíritu sale de la esclavitud y entra en la filiación. Es un hijo de Dios y puede llamarlo Padre.Tiene la vida y la paz. Paz, en el sentido judío de cúmulo de todos los bienes deseables. "Espíritu" supone una unión con Cristo Resucitado y con el Padre que resucita a Jesús, por lo que la condición del cristiano se entronca en la de Cristo Glorioso.

Si nos dejamos llevar por el Espíritu, seremos efectivamente hijos de Dios; y si somos hijos, también seremos herederos de aquella gloria que ya posee Cristo, el Señor, que es "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29). El cristiano vive en relación con Dios y el Espíritu. Su orientación debe ser la lucha contra todas las motivaciones de la carne, de pecado, a las que los restos de su debilidad lo inclinan y extirpar los desórdenes del hombre pecador. El cristiano ha de realizar en sí mismo el misterio pascual de la crucifixión, destruyendo el mal con Cristo, para resucitar y vivir con él. 

El evangelio de San Mateo pone, hoy, en consideración esta importante oración de Jesús, que se halla dividida convenientemente en tres estrofas; aunque, dada su coherencia temática, debemos interpretarlo como un todo. Jesucristo formula la acción de gracias a su Padre, desde la unidad de la Trinidad Divina, porque ha recibido la misión de revelar el Padre a los pequeños y llevarlos a la comunión con Él.

En su trasfondo bíblico, es el himno de Daniel (2,23) que Jesús toma y se aplica al hacer esta oración. Los tres "niños" (Dn 2,18; cf Lc 10,21) se oponen a los "sabios" babilónicos; gracias a sus plegarias, se les ha concedido la "revelación" del misterio del Reino, que no se ha dado a los sabios y doctores. Mateo reúne aquí tres dichos, que Jesús pronunció seguramente en diversas ocasiones, pero que dan testimonio claro del Maestro y de su misión en el mundo.

Comienza Jesús dando gracias al Padre, pues, como se desprende del contexto e informa San Lucas (10,21), los discípulos acaban de llegar de su primera misión; así,  Jesús, al decir "estas cosas", se refiere a su predicación del reinado de Dios. La acción de gracias hace referencia al rechazo que los doctos muestran por la palabra de Jesús; eran los sabios y los profesionales de la Ley y lo rechazan, no lo entienden. El misterio del Reino no es accesible a esta clase de sabiduría humana. La acción de gracias significa en este caso la aceptación y entrega al plan de Dios. Y este plan sólo pueden acogerlo los que se acercan a Dios conscientes de su insuficiencia y pequeñez, con la pobreza sustantiva al ser humano, con la actitud humilde y la ansiosa búsqueda de la Infinitud que colma la propia vida. Son actitudes que, sin duda, también pueden adoptar las gentes doctas, e, incluso, los doctores de la Ley, como vemos que hizo Nicodemo (Jn 3,1ss).

Dios no admite, ni tampoco el hombre, la petulancia y la soberbia arrogantes; la autosuficiencia es el mayor obstáculo, para captar el misterio de Dios. El designio de Dios puede ser aceptado o rechazado por el hombre, pero no puede ser discutido. De los "sabios y prudentes", por su cultura y formación, cabría esperar una mejor comprensión del Evangelio, pero el orgullo y su autosuficiencia se lo impide; creen saber las ciencias humanas y divinas, y, por eso, Dios confunde su sabiduría (cfr. Is 29, 14; I Cor 1, 19); rechazaron a Jesús con todo ahínco. Y la "gente sencilla", que llama Jesús "pobres" en las bienaventuranzas (Lc 6,20; Mt 5,3), los que no tienen ni bienes ni cultura, los últimos, los despreciados son los primeros, los acogidos, los que reciben el don de la Revelación. Dios ha decidido gratuitamente -"así te ha agradado"- manifestar "estas cosas" a los "pequeñuelos". Por eso, dice San Lucas que "en aquel momento se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo..."; la exclamación gozosa de Jesús y su alabanza al Padre procede del mismo Espíritu de Dios.

Es una revelación que sigue esquemas inesperados; insistiendo más en la paradoja, Jesús no dice simplemente "Padre", sino que añade "Señor del cielo y de la tierra". Esta es la maravilla: el Dios del cielo y de la tierra tiene preferencias por los humildes y los pequeños. Quiere que "estas cosas", es decir, el Evangelio, la nueva comprensión de Dios y de su voluntad que ofrece Jesús en sus palabras y hechos, vaya a los pequeños.

En la época de Jesús, los cansados y los oprimidos eran los que penaban bajo las intolerables y complicadas prescripciones de la ley farisaica y se sentían perdidos ante la doctrina sutil y difícil de los rabinos. Los escribas los habían sobrecargado con un número incalculable de prescripciones del legalismo judío. Jesús impone a su vez un yugo, pero fácil de llevar (1 Jn 5,3-4; Jr 6,6), porque Él también forma parte libre y voluntariamente de los pobres, porque es manso y humilde de corazón. La pobreza de Cristo da unidad a todo el pasaje. Frente al intelectualismo de los sabios Él se dirige a los ignorantes, como uno de ellos, pues afirma que todo lo que Él sabe proviene del Padre, a los que se encurvan bajo el yugo de la ley, y por sus faltas, son considerados pecadores, los invita a liberarse del complejo de culpa y de víctimas, pues el yugo del legalismo es una carga que impide el encuentro con Dios, desvía a los pobres y débiles y falsifica sus relaciones con Dios.

El yugo, que designa con frecuencia en el judaísmo el cumplimiento de la ley, ya no es opresor y duro, sino aquella gozosa paz prometida a los humildes y pobres, garantía de la salvación definitiva; el yugo ya no es un sistema legal para interpretar y oprimir, sino el seguimiento a Jesús, el Hijo, que revela la voluntad de Dios y la realiza plena y definitivamente. “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados”. Jesús los invitaba a buscar en otra parte, a dejar aquello e ir al evangelio y a su ejemplo, a la verdadera voluntad de Dios, sin duda exigente, pero rectilínea y simple y al alcance de todos. Para motivar su invitación y ofrecer su ejemplo, Jesús se define "manso y humilde de corazón". Humilde indica la actitud de Jesús, dócil en todo a la voluntad del Padre, docilidad interior, libre y querida. Manso indica la actitud de Jesús respecto a los hombres: decidida, valiente, no violenta; misericordioso, tolerante, pronto al perdón, y, a la vez, exigente. Los agobiados son hoy los desechados y dejados en la pobreza, los despedidos y parados, los que no pueden sobrevivir con su salario o con ese ridículo sueldo que cobran, los débiles y maltratados, los emigrantes ocultos en vehículos o expuestos al peligro de las pateras.

La Biblia tiene su origen en un acto de justicia social: la toma de postura de Dios en favor de los oprimidos. En el texto de hoy Jesús confirma autoritariamente esta imagen de Dios, la cual se convierte así en la única imagen válida de Dios. Jesús nos revela a un Dios que toma partido en favor de los oprimidos por las cargas que les imponen los sabios y entendidos. Se trata de un acto de justicia social. La imagen de Dios que Jesús revela tiene su confirmación y constatación en Jesús. Nos hallamos ante un texto de trascendencia incalculable e indispensable, porque da respiro y libertad a la vida tan desgraciadamente atormentada por códigos y leyes.

Jesús en su oración alcanza el nivel de disponibilidad, de confianza, de atención filiales -que nosotros debemos procurar-, debido a los lazos especiales que le unen a Dios: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Lo mismo que Jeremías se sabía "conocido" por Yahvé (Jr 1,5), Jesús se siente también "conocido" con un entendimiento que penetra el más íntimo secreto de sus disposiciones de confianza, de disponibilidad y cariño de hijo. Al mismo tiempo, Jesús sabe que él "conoce" a Dios, su acción misteriosa, su oculto designio, hasta el punto de identificar el carácter "paternal" de esta obra, de este proyecto. Esta oración excepcional testimonia la conciencia que tenía Jesús de los lazos especiales que lo unían a Dios; se reconoce "paternalmente" seguido, acompañado, ayudado por Dios, como sólo se puede expresar con el término tan humano de "Padre".

Gracias a este texto la mirada del creyente deja de tener el aspecto cansino y agobiado de un animal humano de carga. Si Jesús da gracias al Padre, justo es que nosotros entonemos un canto de acción de gracias a Jesús por hacernos tal revelación de consuelo y esperanza. El discípulo de Jesucristo debe también, a imagen suya, aceptar y cargar con el yugo, hacerse Cristo entre su pueblo, entre la gente desorientada de este mundo nuestro. El discípulo hallará la paz y el alivio no porque Jesús no sea exigente:"El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mi"; "bienaventurados...", sino porque es manso y humilde de corazón; porque Jesús lo ama y lo llena de la alegría de entrar en el Reino, de sentirse salvado y aliviado y acogido por El; así, esta relación personal hace que el yugo sea suave y la carga, ligera.