XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 10,37-42: No perderá su recompensa

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

2 R 4,8-16; Sal 88,2-3.16-19; Rm 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la salvará. El que os recibe a vosotros, a mí me recibe y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá premio de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, porque es mi discípulo, no perderá su recompensa». 

Lectura del segundo libro de los Reyes

«Un día pasaba Eliseo por Sunem y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y siempre que pasaba por allí iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido: Sé que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil y así cuando venga a visitarnos se quedará aquí…

Eliseo dijo: El año que viene, por estas mismas fechas abrazarás a un hijo». 

Este texto se encuadra en los numerosos relatos de “nacimiento” milagroso, respecto a una mujer estéril. Tienen una finalidad estrictamente tipológica: captar el estilo y la autoridad del profeta a través de su acción y del cumplimiento de sus predicciones. En el ciclo de Eliseo, su composición no sigue un orden cronológico ni el material narrativo ha pasado por la revisión de la crítica histórica. Como en las vidas de los santos antiguos, se recogen muchos elementos de carácter legendario.

Cuando Elías resucitó al hijo de la viuda de Sarepta, aquella mujer le decía: “Ahora veo que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor que tus labios anuncian es verdad” (1 Re 17, 24). Eliseo es el continuador de la misión profética de Elías. Por eso el ciclo de su actividad comienza con un traspaso de poderes: al recoger el manto de su maestro recibe el traspaso, queda investido de su mismo poder (2,13ss). Todas las narraciones sobre los milagros de Eliseo del segundo libro de los Reyes tienen un significado parecido; no son únicamente obras benéficas y salvadoras del poder del Señor, sino que también acreditan al profeta, enviado de Dios, como antes se hizo con Moisés o Elías y más tarde con Jesús. Así, el libro del Éxodo, después del milagro del Mar Rojo, señala que todo el pueblo, al ver la gran obra de Yahvé, creyó en él y en Moisés, su servidor (Ex 14,31). Y el Evangelio de San Juan termina indicando que los milagros-signos escritos en aquel libro se han redactado, a fin de que se crea que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios (Jn 20,31).

La liturgia propone este texto veterotestamentario por la gran similitud con los contenidos del Evangelio: "El que os recibe a vosotros, a mí me recibe... el que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua..., tendrá su recompensa..." (Mt 10,40ss). El nacimiento y la promesa de un hijo a unos padres ancianos, como recompensa por su hospitalidad, es un género literario denominado "saga" que ya aparece en las narraciones patriarcales, como en la promesa a Abraham y a Sara (Gn 18,1-15) y en el NT., la promesa de Juan el Bautista. Para una mujer hebrea no existía pena mayor que la de no dar a su marido un descendiente varón. El primogénito era el futuro de la familia e Israel vivía para el futuro, en el que iban a cumplirse las promesas hechas a Abraham. El don de la posteridad es en todo el Antiguo Testamento la máxima bendición de Yahvé. Aquella mujer de Sunán, antes de ver el milagro, ya ha ofrecido a Eliseo una hospitalidad generosa, porque ha reconocido en él a un hombre santo de Dios. Feliz ella, diría Jesús, que ha creído sin haber visto.

El objeto intencional de este relato sobre Eliseo es dar testimonio del profeta, en cuanto portador de la Palabra, auténtica y poderosa de Dios. Aquel designio que se cumplió en Sara y en otras mujeres estériles de infundirles la fecundidad, aquí lo realiza también la Palabra, por la bondad de la pagana sunamita. El profeta comporta la Palabra creadora y vivificante de Dios. Una mujer que no tiene hijos propios proyecta su afecto maternal sobre un extraño. Eliseo, que dejó su familia, por el servicio de Dios, es aquí el beneficiario de ese cariño y protección. Así, el complejo psicológico se resuelve en hospitalidad y acogida. Es un acto de honda espiritualidad; tender la mano al pobre e indefenso es acoger a Dios mismo (Mt 10,40), de modo que esta mujer, con su servicio hospitalario, recibe en su seno el premio de la visita de Dios y descubre en Dios el secreto de su infinita misericordia.

La sunamita, prototipo del ser humano descubre a Dios en el profeta; abre su casa a Eliseo y entra el Señor y su bendición; no busca recompensas, pero su generosidad las conlleva (cfr.Evangelio). Toda mente abierta suele captar a Dios y su mensaje. Eliseo sabe de su esterilidad; el mensajero del Señor ha de saber escarbar en las limitaciones de la realidad humana para diagnosticar las carencias y acudir a las necesidades, hacer el bien y ser útil siempre a la humanidad. Eliseo es el profeta de la compasión y, con tesón, pasó por el mundo haciendo el bien, como Jesús de Nazaret. Es inconcebible una actitud profética sin compromiso social. 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos

     « Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo; fuimos incorporados a su muerte.

Por el bautismo, fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros tengamos una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él, porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre y su vivir es un vivir para Dios.

     Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor Nuestro». 

El Apóstol, en su carta a los Romanos, contrapone la justicia de los hombres y la que Dios concede a quien la pide con fe. El medio de la justificación divina es el bautismo, que confluye en la fe del hombre y la justicia de Dios. Este texto es típico de la Cristología paulina. Y es que no suele presentar San Pablo a Cristo solamente en sí mismo, sino en cuanto atañe a la salvación y hace referencia salvadora al hombre.

Así, en lo tocante a la Resurrección, es curioso señalar, cómo la relaciona con sus efectos en la humanidad. Está lejísimos de interpretar la Resurrección sólo como un suceso concreto que afecta únicamente a Jesús, como premio de su pasión y Muerte. Más bien se fija en la transformación que comporta a los hombres que participan en ella.  

Evidentemente, se trata de una transformación, para la salvación de los hombres. La unión de Cristo y el cristiano se da en el bautismo y en la fe, sobre todo, en aquel modelo de bautismo de adultos, en el que la relación fe-sacramento es más clara que en el de niños. A partir de ahí, el bautizado se entronca con el Señor Resucitado, igual que Cristo se ha hecho uno con el cristiano en su condición humana. Es como arrastrados hacia su destino glorioso, queda cristificado, totalmente incrustado en su resurrección.

Esta condición nueva es descrita en esta epístola, con las imágenes de vida y libertad; especialmente, en el paso "muerte a vida" intenta visualizar la transformación que se produce; lo cual indica la profundidad de la idea. Supera con mucho los límites de una ética o una moral, para colocarse en el plano del ser, que San Pablo describirá otras veces con expresiones del tipo, "nueva creatura", "hombre nuevo", etc.

La tesis principal de esta perícopa es la de la "muerte con Cristo". Para la Biblia, Dios es la vida y su designio es siempre planificación de vida. La muerte física no es un castigo externo fijado por Dios, al pecado del hombre, sino un accidente que la mentalidad judía atribuye al pecado (Gn 3,3-19; Ez 18,23-32; 33,11; Si 25,24; Sb 1,13; 2,23-24). Continuador de ese concepto judío, San Pablo enlaza la muerte natural y la muerte espiritual con el pecado del hombre. Ese vínculo se explica por la soledad humana, que al hallarse solitaria, al enfrentarse a su futuro, se recluyó en el pecado, de modo que se encerró fatalmente también en la muerte, pues, únicamente, una iniciativa de Dios y, por ello, una consiguiente conversión a Dios puede librarlo de ese fatal desenlace. En este sentido, se comprende la relación de San Pablo del pecado con la muerte.

Ahora bien, Jesucristo es el primero en reflexionar en la muerte, sin relacionarla con el pecado, que es la voluntad del hombre de vivir por sí mismo;muy al contrario, Jesús la ve ligada a la fidelidad absoluta y adhesión completa al Padre, con la confianza de que Dios lo librará y salvará. Así, la muerte de Jesús elimina el nexo que, hasta entonces, se había establecido entre muerte y pecado, de manera que su muerte es en efecto la que desliga y libera del pecado, puesto que descubre un hombre capaz de escapar y de ser liberado de la muerte y de resucitar simplemente, porque se pone en manos de su Padre. Así, la muerte no es un accidente en el plano divino de la difusión de la vida, sino precisamente aquello por lo que Dios entrega su vida al hombre.

Para San Pablo, el bautismo nos funde con la muerte de Cristo, en cuanto nos adhiere al Padre y no ya a nosotros mismos; es el rito por el que especificamos la realización de nuestro futuro en la comunión con Dios y nos coloca en la misma posición de Cristo y bajo la influencia de la iniciativa salvífica del Padre. Ciertamente, que el cristiano sigue abocado a la muerte física, pero tiene la posibilidad, gracias al bautismo, de entrar en la muerte como un Dios, puede vencer la muerte espiritual del pecado, que es precisamente alcanzar a Dios en el desprendimiento de nosotros mismos, puesto que no vive más que para dar; el cristiano participa en la vida de Dios, incluso abocado a la muerte; tiene una vida nueva, en que la muerte es un hecho pasado; el que ha muerto está liberado del pecado (v. 7; cf. Col 3,3; Rm 6,10-11).

San Pablo insiste en que la resurrección de Jesucristo no es prenda de una resurrección futura, sino que nos compromete ya en el presente. Estamos ya muertos "con él", enterrados "con él", vivos "con él" en una vida nueva. El cristiano marcha sumergido en el proceso que le conduce a la resurrección; penetra cada vez más en una vida divina por el desprendimiento de sí mismo y por el amor, característica de la vida de Dios. 

El EVANGELIO, según San Mateo, hoy, trae una perícopa que contiene una grave radicalidad; se ha dicho, que son las palabras más duras del Evangelio.

El texto pone en consideración una tremenda paradoja; ha sido interpretado, a veces, para justificar ciertas guerras y luchas de las apetencias humanas e intransigencia religiosa. La palabra de Jesús no es nunca declaración de guerra contra los que no acepten la fe cristiana. Los Hijos del Trueno fueron reprendidos duramente por su propuesta: "¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo que devore esta ciudad?", a lo que el Maestro les reprendió con su absoluta repulsa (Lc 9,54-55).

Por el contexto se distinguen dos partes. Los tres primeros versículos son paradójicos, provocadores, van dirigidos al evangelizador; los tres restantes son tranquilizadores, gratificantes, van dirigidos al evangelizado. Los primeros avisan, inquietan; los últimos dan confianza, serenan. Expresión paradójica es la que presenta una incompatibilidad o contradicción aparente, que se resuelve en un pensamiento más profundo subyacente. La paradoja trata de provocar, preocupar, no es para ser explicada, sino para ser meditada. Mateo propone un caso típico de lenguaje profético, un modo de expresión rápido, intuitivo, desconcertante.

Jesucristo establece gráficamente el criterio extremo, radical de conducta del discípulo; no exige amar menos, sino amar más, porque la idea esencial reside en la opción de amor incondicional a Cristo y, por Él, amar al hombre, no por simple vinculación de la carne, sino por un amor total a Dios, con el amor, con que amó Jesucristo. Tal opción estriba en seguir el camino difícil de la cruz, que es el fundamento del amor auténtico. Un amor que consiste en dar más, que en recibir, que no se cansa, no desfallece, renuncia y, si es preciso, da la vida. Jesús indica a su discípulo que esta disponibilidad, hasta dejarse matar, es la verdadera manera de ser uno mismo, de ganarse, de vivir. Es la idea de San Pablo, el camino cristiano comporta sumergirse, incorporarse en la muerte de Jesucristo, en medio de esa lucha contra todo el mal que llevamos dentro y que está en el mundo, para vivir así una nueva vida, en comunión con Dios. Aceptar "la cruz" no quiere decir de entrada resignarse ante las contrariedades, sino querer vivir según el Evangelio.

La vida cristiana, si es acorde al Evangelio, se convierte en pura paradoja; se ha de optar e ir contra la corriente social, las formas lógicas del ambiente, los hábitos del mundo. El cristiano no puede extrañarse ante las paradojas que plantea Jesús; ha de vivir y captar el sentido de la misión y el mensaje de Jesús. Cristo no trae una religión más entre otras, sino la llegada del Reino, ofrece y muestra el rostro de Dios, el Dios-Padre, que es amor, que espera misericordioso, que perdona siempre, que establece con el hombre íntimas relaciones de igualdad, que no está para castigar, sino para abrazar y salvar; que nos busca; que no deja de querernos, aunque seamos el peor de los mortales; que su amor es incondicional y sin precio, que la postura del hombre ante Dios no puede ser de miedo ni de intentar utilizarlo, sino de una confianza y entrega sin límites.

Seguir a Jesús de este modo, requiere sufrir la incomprensión de los demás, soportar la risa y el desprecio, sentirse raro y fuera de lugar, de un lugar que vive en el placer, el dinero, la fama y el egoísmo. Jesús no impone al discípulo una disyuntiva de amar, no opone dos amores, para que se elija uno; no le impide su sentimientos ni pretende robárselos, le pide entrega y seriedad, hasta donde sea preciso, las circunstancias determinarán el alcance. Jesús no desecha ni sustituye al padre, la madre o el hijo; solamente quiere decir que, cuando la familia, en cualquier nivel que sea, llega a constituir un obstáculo para el reino, es preciso romper y hacer una clara opción por Jesús.

 La elección por Cristo no admite compromisos, ni rémoras ni entretenimientos humanos de familia o del corazón de cada uno. Jesús no ordena una jerarquía o prioridad de sentimientos, primero Él, después la familia; no reclama el afecto de sus seguidores. Jesús no es un líder frustrado y frustrante que quiera acaparar el mundo del sentimiento de sus seguidores. Sencillamente, resitúa el mundo del sentimiento en el marco de una perspectiva, una razón última de ser. Pide que los afectos tengan el objetivo del bien común y no el cerrarse en sí mismos. La idea del versículo es que seguir a Jesús es tomar el camino de sufrimientos públicos y violentos. Anuncia a sus discípulos la misma violencia y el mismo desprecio público que soportó él mismo. Por consiguiente, no se trata de cargar y aceptar tal o cual sufrimiento personal, ni de reconocerse culpable ante Dios, ni siquiera de imitar a Jesús, sino de prever y aceptar la soledad humana y la oposición violenta y cuasi oficial.

El mensaje de Jesús implica unas exigencias superiores, la renuncia de muchas cosas y quereres, que nada ni nadie esté por encima de Él en la escala de valores que el hombre debe hacerse. Al jerarquizar estos valores, Él quiere estar en la cumbre. Y no todos, ni mucho menos, comparten este criterio. Sólo una fe profunda puede aceptarlo. La división de que se habla en el texto había sido ya vivida como experiencia amarga en la Iglesia a raíz del decreto de excomunión que el judaísmo oficial había lanzado contra todos aquéllos que confesasen a Jesús como el Mesías. Esto trajo la división familiar a que alude el texto. Pero, por encima y más allá de este primer nivel, está la experiencia de la Iglesia, de los discípulos de Jesús, que quieren ser plenamente consecuentes con su vocación, con la llamada del Señor y con las exigencias cristianas. La exigencia de renunciar a todo y a todos, aun a lo más querido (8,22), que, a veces, se impone a los discípulos de Jesús, se encuentra con la incomprensión, la división, la lucha. La espada en acción, que es la misma palabra de Jesús (Heb 4,12).

Un bien mayor que la vida, es el Evangelio. Todo el que da su vida, en poco o en mucho, por causa del evangelio, de hecho, está ganando la vida de verdad.