XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 4,22-33: Señor, sálvame que perezco  

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

1R 19,9-13; Sal 84,9-14; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33 

«Después apremió a sus discípulos a subir a la barca y pasar a la otra orilla… De madrugada se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, al verlo andar por el mar, se asustaron, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida: Tranquilos, soy yo, no tengáis miedo!

Pedro le dijo: Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua. El le dijo: Ven. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, se asustó, y, al empezar a hundirse, gritó: Señor, sálvame, que perezco. En seguida Jesús le tendió la mano, lo agarró y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cuando subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios». 

Lectura del libro primero de los Reyes: 

     «En aquellos días, al llegar Elías al monte de Dios, el Horeb, se refugió en una gruta. El Señor le dijo: Sal y aguarda en el monte, que el Señor va a pasar. Surgió un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después llegó un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó un susurro.

   Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta». 

El ciclo de Elías (caps. 17-22) dibuja la figura de este profeta en parangón con Moisés. Elías vive tiempos de honda crisis religiosa y de persecución, el pueblo tornadizo quiere cambiar de Dios, llevado por la influencia demoledora de Jezabel, mujer del rey, junto con los cultos cananeos y con los sacerdotes de Baal, dios de la fecundidad. Elías lucha con denuedo, ante el desastre. La impía reina Jezabel lo persigue con dureza y Elías tiene que huir; rehace el camino de Moisés y peregrina al lugar de la gran experiencia religiosa. A través del desierto, llega a una cueva del Horeb, donde Dios se manifestó a Moisés; allí, en la montaña del Sinaí, Elías busca a Yahvé y espera, en la pobreza de la cueva, recibir como el mismo Moisés, la teofanía del Señor y su palabra divina. Allí experimenta la presencia de Dios y escucha su palabra, que le confirma su misión: No puede abandonar la lucha, debe continuar la grave tarea.

Los vientos que en Palestina vienen del Oeste llegan a constituir auténticos y temibles torbellinos que provocan fuertes tempestades; a la vez, la región ha sufrido, en su historia, violentos terremotos. La Biblia ve en ellos la expresión del poder del Creador que viene a ayudar o a juzgar a un pueblo. Si el huracán, el terremoto y el fuego abrasador fueron señales de la presencia de Yahvé en el Sinaí, cuando la promulgación de la ley (Ex 19), ahora Yahvé se revela al profeta Elías en el susurro de una brisa. La teofanía es diferente y se acomoda a los nuevos tiempos, que inaugura Yahvé por medio de los profetas. La brisa es el símbolo del espíritu de Dios y de la fuerza renovadora que ejerce  mediante la palabra profética de sus enviados.

Dios le habla en un "Susurro", un silbido de tenue silencio, que a Elías le llena de inquietud, pero está cargado de significación positiva, creadora y salvífica del Señor que ha mantenido en Israel un resto de fieles creyentes. El silencio que rodea la venida del Señor es el momento capital de la revelación del Señor a Elías. Descubrir a Dios en la sencillez y en lo pequeño es una labor a la que el creyente de hoy debe darse con entereza; invita a discernir la presencia del Señor en el "susurro"; no hay que esperar el golpe impetuoso de un viento huracanado, un terremoto o un fuego caído del cielo, ni grandes manifestaciones esplendorosas e imponentes. Elías siente un suave susurro y no un viento huracanado. La voz de Dios no es fácil de distinguir y captar; si no se está en atención dispuesta, puede pasar de largo; estando tan próximo, tan cerca que lo tenemos, que está a nuestro lado como un susurro que penetra imperceptiblemente toda nuestra vida y el mundo entero. Por eso, se debe salir de la cueva de las seguridades y los temores, y, quizás, emprender, como Elías, un peregrinaje largo y difícil. No es un ir de acá para allá, Dios es accesible en todas partes: "Se acerca la hora y es esta, en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. A partir de ahora, se dará culto verdadero, se adorará al Padre en espíritu y en verdad" (Jn 4,21-23). Se trata de una peregrinación interior. Y siempre se verá a Dios en la oscuridad, como Elías, que "se cubrió el rostro con el manto". Quien quiera abarcarlo en su totalidad y agarrarlo con la mano, tal vez se quedará con sus propias ilusiones y sus sueños.

El Señor se suele revelar en la leve brisa del vivir cotidiano, en ese esfuerzo continuo, prolongado por construir un mundo más justo, más igual y más humano, más ecológico, más fraternal... En la brisa Elías encontró al Dios de la liberación; fortalecido, confirmó a sus hermanos en la fe al Dios de la historia, tras destruir el culto a los baales, dioses que tienen hoy muchos seguidores en este mundo del bienestar tendido en la riqueza.  

SALMO RESPONSORIAL 

«Voy a escuchar lo que dice el Señor. Dios anuncia la paz.
La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la Justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra».

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos: 

«Mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza y sangre, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según lo humano, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén». 

Los primeros capítulos de la carta de San Pablo a los romanos explican la justificación del hombre, sobre la afirmación general de que Dios imparte su misericordia siempre y sin límites. El Apóstol se mueve entre la desolación, porque su pueblo, según la carne, rechaza el misterio de Cristo, y la esperanza en la certeza de la salvación.

El texto de hoy, constata el hecho de la separación de Israel, "los de mi raza y sangre", el pueblo del Mesías. Se reconoce desciende de Israel, linaje escogido y predestinado desde antiguo a hacer presente a Dios en la historia del mundo. Por lo cual, no va a lanzar diatribas contra el pecado del hombre, sino que se centra en exaltar la misericordia de Dios, como contraposición a la rebelión de Israel, modelo de desvíos y  rebeliones; insiste en la desobediencia de Israel, pero destaca que Dios, perdonando el pecado de Israel, está por encima de la miseria humana y sólo actúa con su misericordia, a pesar de la tragedia de Israel.

Normalmente, el hombre recibe inmensos favores de Dios, pero no responde a ellos, porque está en su egoísmo, en su autojustificación, en su miopía y sus cosas y se cierra a la iniciativa de Dios. Eso fue lo que hizo el pueblo judío respecto al Mesías Jesús. Pero, Dios no se arrepiente de su ofrecimiento y saca al hombre pecador del propio estado de miseria en que él mismo se enreda; y ello no por méritos del hombre, sino por puro amor e iniciativa divina, por las mismas razones que le han impulsado a llevar a cabo el plan de salvación. Es un principio de amor integral y desinteresado.

San Pablo, en esta perícopa, muestra hasta qué punto siente el destino de su propio pueblo. Así, afirma que está seguro de que nunca se va a separar de Cristo y quiere subrayar su entrega a los demás. Y hasta se haría un "Proscrito", quiere decir literalmente, "yo pediría ser un anatema en Cristo por mis hermanos". El anatema no es una simple excomunión. En el AT, la palabra "herem" implica la destrucción total de los enemigos de Dios y de sus bienes (cf. Dt 7,26). En el NT, comporta la idea de maldición, el que está marcado por el anatema no está solamente excluido de la comunidad, sino que él mismo es un maldito. Para él, como apóstol, es un gran dolor ver que la fuerza del Evangelio, la ley santa y última que busca el pueblo judío, es rechazada, que haya llegado a constituir una comunidad donde abundan los gentiles, pero escasean los judíos. Ocurre que quienes dan menos crédito a la razón de una idea, son los que precisamente están llamados a heredar y vivir su manifestación. San Pablo asegura que Israel ha heredado todo lo necesario, para llegar al conocimiento de Jesús, como en una evolución progresiva; ha heredado el linaje humano, la presencia de Dios, la alianza, el culto al Dios verdadero, la ley, los Patriarcas, y, sin embargo, ha permanecido fuera de los bienes del Evangelio. Para Pablo es incomprensible e inaudito el rechazo de su pueblo, siente una profunda tristeza, aunque quede un poco de esperanza.

El mayor de los privilegios que Israel ha recibido históricamente es Jesucristo y tampoco ha sido suficiente, cuando el reconocer en Jesús a Dios Salvador es, tanto como aceptar al Dios del AT, la fe en la promesa. Por eso, aunque parezca de otra manera, Jesús no ha fracasado, porque los judíos no lo hayan aceptado a través de la historia. Ello viene a ser una advertencia seria, para el que se dice cristiano, heredero de la verdadera promesa que es Jesús el Cristo.

El cristiano tiene que constatar la riqueza del pueblo judío, amado por Dios y, por lo mismo, amarlo también, y, así, ha de sentirse apenado, como S. Pablo, de que no le haya llegado y penetrado la fe en Cristo. Esperemos al menos, que la caridad y la oración nos unan y refuercen los vínculos con ellos. 

EL EVANGELIO, según San Mateo, relata hoy, el episodio de Jesús que camina sobre las aguas.

En este relato, como en la multiplicación de los panes, los discípulos son los protagonistas. Estos pasajes directamente relacionados con la teología del discipulado, muestran la postura del que quiere acercarse a Jesús. La fe implica la superación de toda duda. La fuerza del viento y el peligro prefiguran la dificultad que presupone el reino de Dios y el esfuerzo necesario para vivir y vencer las dudas. Pero la idea dominante de Mateo reside en Jesucristo, que domina los vientos, la tempestad y las mociones de los hombres; los discípulos descubren una vez más la enérgica soberanía que cubre la personalidad de Jesús y su palabra de vida. El progresivo manejo de la realidad presente y futura, con que Jesús actúa y habla, exige un continuo ejercicio de aprendizaje y escucha de los discípulos, para cumplir con fidelidad, luego, el ministerio al que están destinados.

Jesús enseña con las palabras y, como todo auténtico maestro, con su conducta; en la escuela de la vida enseña a sus discípulos la aventura de su seguimiento y las formas y conceptos que han practicar. La pedagogía de la vida, en contacto con Jesús, es más eficaz que los profundos discursos.

En la multiplicación de los panes, Jesús los incitó a implicarse con la multitud; no era dejarla ir simplemente, era "dadles vosotros de comer"; era estar al tanto de la cuestión social, poner los cinco panes y los dos peces, orar al Padre y, llenos de Dios, acudir y compartirlos. Había para todos, esa comida produjo plenitud, bienestar "hasta quedar satisfechos". Los discípulos comprendieron, con sorpresa, sus enormes posibilidades, que ellos colaboradores y ministros del Reino han de resolver los problemas de los hombres.

La lección de hoy está, en que Jesús "apremia" a sus discípulos a que suban a la barca y se separen de la gente, mientras él la despedía y oraba. También en esta ocasión quiere ayudarles a autodescubrirse y a entender su auténtica relación con Él. La propia verdad puede ser dura, pero siempre resulta liberadora. Aquí, han de alejarse solos y van a comprender que tienen dentro la duda y el miedo y necesitan reconocer la presencia de Jesús. Jesús se revela a la comunidad de sus discípulos en medio de las dificultades y los confirma en la fe, liberándolos de sus temores y de sus dudas.  

Al caminar sobre el mar, al estilo de una teofanía, Jesús se revela a los discípulos que lo confiesan Hijo de Dios. Antes lo llamaron el Mesías, ahora, el Hijo de Dios, la fe ha progresado. Los milagros evangélicos no tienen la finalidad de demostrar la divinidad de Cristo, sino la predicación y anuncio del Evangelio; este milagro lo provoca la necesidad en que se ven los discípulos y, como consecuencia de la ayuda y remedio de Jesús, surge el reconocimiento de su filiación divina. La marcha de Jesús sobre las aguas lo coloca al mismo nivel de Yahvé en el A.T. que es el Creador y Dominador de las aguas. El hecho en sí mismo habla de la divinidad de Cristo. A la vez, les muestra la necesidad de la oración. El Hijo de Dios recurre con frecuencia a rezar, a lo que dedica largas horas, "subió al monte para orar, entrada ya la noche..."; verdadero Dios y verdadero hombre tiene que acudir asiduamente a la oración, como todo mortal, para dar el ejemplo necesario a sus seguidores.

El caminar sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino de Cristo. El episodio, que es exclusivo de Mateo, responde a un doble objetivo: Jesús enseña a Pedro, que posee realmente los poderes que le permitirán vencer el mal y que esa victoria no dimana de un poder mágico, sino de la fe. Quiere que los Apóstoles comprendan que podrán vencer esas fuerzas del mal, a condición de que ese poder conferido sobre tales energías se corresponda con una fe y una adhesión inquebrantables en Jesucristo.

La otra lección de esta perícopa gira en torno a Pedro. Pone a prueba la palabra de Jesús, que ya les dijo,"Yo soy". Pedro duda y teme; su fe es débil y muy imperfecta, "hombre de poca fe"; la verdadera fe se apoya totalmente en Dios, con una confianza absoluta en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La duda equivale a falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios. La actitud de Pedro personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús, porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, se da el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham, no teme lo desconocido y se fía exclusivamente de la palabra de Dios.

Pedro representa el prototipo de discípulo por su amor a Jesús y por la insuficiencia de su fe. No es que haya captado mejor que otros su relación con Jesús, sino que comporta la situación de "todo" discípulo, la duda parece ser un integrante continuo en los que quieren vivir su fe día tras día. Si la fe conlleva una gran carga de duda, también contiene la promesa del apoyo de Jesús a todo el que cree. Dios no solamente rehabilita al hombre por la muerte de Jesús, sino que también lo acompaña en su camino (cf Rm 5), lo salva.

El hombre ha de enfrentarse a sus temores y dudas, en las frustraciones y pesares, en las angustias y cansancios. Jesús es la verdad liberadora; su presencia está asegurada todos los días hasta el fin del mundo. Cuando invita a no tener miedo, cuando da la mano, cuando la tormenta se serena y calma, se recibe la gracia de comprender la propia misión que se funda en la fidelidad absoluta. Y el discípulo conoce a la vez su propia verdad y la Verdad Salvadora.