XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 16,21-27: He de ir a Jerusalén y padecer mucho

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Jer 20,7-9; Sal 62,2-6 8-9; Rom 12,1-2; Mt 16,21-27  

«En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho por parte de los sumos sacerdotes y escribas y que debía morir y resucitar al tercer día. Pedro, llevándolo aparte, se puso a reconvenirlo :¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede suceder. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Apártate de mí, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.

Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Si uno quiere salvar su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿O qué podrá dar a cambio para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces dará a cada uno según su conducta». 

Lectura del Profeta Jeremías: 

   «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar «Violencia», y proclamar «Destrucción».

   La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía». 

La perícopa de belleza literaria exquisita y de gran profundidad en su contenido, alude a la última y más intensa “confesión” de Jeremías, en que se dibuja la suerte del “yo” sufriente, la de la ciudad de Jerusalén y la de los pobres de Yahvéh perseguidos a causa de su fidelidad a Dios. Jeremías escribe sus "confesiones", género nuevo en Israel, que surge del impacto  interior producido por la llamada de Dios en su alma delicada (Jer 16,1-13). El profeta se halla profundamente afectado por una psicología depresiva. En el reinado de Joaquín, una violenta diatriba contra el culto del Templo le había envuelto en un proceso por sacrilegio del que salió absuelto (Jer 26,24), pero profundamente afectado. En su depresión, maldice el día de su nacimiento, exterioriza su desaliento ante el odio que le rodea y no duda en comparar el llamamiento de Dios con una tentativa de seducción.

Normalmente, las narraciones de vocación destacan la decepción de quienes han recibido la llamada: Tentación de abandono en Moisés (Ex 32.), desaliento de Elías (1 R 19.), desencanto de Jonás (Jon 4.), depresión de Jeremías (Jr 20.), etc. Es que se hace especialmente lacerante sentirse excluido de una comunidad por haber predicado las exigencias y testimonios que impulsan la vida del espíritu.

La actitud vacilante del profeta ante la misión y obligaciones de  su vocación viene a coincidir con la del pueblo, indeciso y turbado. La autenticidad vocacional se prueba en la medida en que el hombre acomoda su voluntad personal a la de Dios y llega a comprender, incluso en su crisis o desequilibrio psicológico, la distancia insuperable que le separa de Dios.

Jeremías, elegido por Dios “desde el seno materno”, consagrado “antes que naciese” y constituido “profeta de las naciones” (Jer 1,5), sufrió continuamente en el cuerpo y en el espíritu el rechazo y la persecución, el sufrimiento físico y la lacerante contradicción del silencio de Dios. La profecía, verdadera encarnación de la palabra de Dios, envuelve toda su existencia; su vida se hizo sufrimiento, marginación social y soledad (15,10.17; 16,1-5); las persecuciones y las acusaciones que soporta (11,18-19; 20,10), las torturas, la cárcel y su condena a muerte (20,1-6; 26,11; 37,15-16; 38,1-13), expresan concretamente la suerte reservada a Dios mismo y a su palabra. En la crisis y la prueba Jeremías se siente defraudado ante Yahvéh que lo ha fascinado como se seduce a alguien inexperto, con promesas falsas (Jer 1,18-19): “Me sedujiste y me dejé seducir, me has agarrado y me has vencido” (20,7). El profeta se ha sentido “seducido” (verbo hebreo: patáh) por Dios, como “se seduce (patáh) a una muchacha soltera...” (Ex 22,15). Ahora, se encuentra solo y abandonado, objeto de burla de toda la gente y en manos de sus enemigos que se ensañan contra él.

A Jeremías, el profeta a quien nadie quería hacer caso se le encomienda una dura, triste y casi inhumana tarea: anunciar la caída de Jerusalén y de Judá. Durante su vida, anduvo junto a los suyos por una ruta que conducía de forma inexorable al desastre. El pueblo se obcecaba jugando al borde del precipicio, y el profeta le avisaba con ahínco y sin descanso, preocupado sinceramente por la ruina de sus paisanos, que no quisieron creerlo ni oírlo, sino que lo marginaron, lo despreciaron, le amenazaron y lo acusaron de traidor. Y, al fin, su palabra se cumplió: el pueblo fue desterrado a Babilonia. Él reconoce que también es responsable de esta situación por haber aceptado el ministerio profético: “me dejé seducir”, pero la responsabilidad mayor es de Dios ya que la iniciativa de la misión profética ha sido suya y él es el más fuerte: “me has agarrado y me has vencido”. Al borde de la blasfemia Jeremías acusa a Dios de engaño y de cobardía. El ministerio profético le ha traído solamente “insulto y burla”, porque, muy a pesar suyo, ha de predicar solamente desgracias para sus conciudadanos.

Nunca se pueden confundir las reflexiones personales de cualquier hombre, profeta o no, con la voluntad de Dios, que se manifiesta de todos modos, incluso deseando evitarlas, hay que anunciarlas por necesidad interior, por imperativo divino. Es imposible delimitar la acción conjunta de Dios y el hombre y marcar las fronteras de lo divino y lo humano.

Jeremías vivió profundas contradicciones por la obediencia a la palabra de Dios, y llegó un momento en que tuvo la tentación de abandonar. Pero Dios, que aparentemente calla, precisamente en ese instante está presente en su interior, como fuego devorador, imposible de contener. La palabra de Dios arde como un incendio que penetra sus huesos y no la puede detener. Esta confesión profética es la dramática experiencia del martirio cotidiano del hombre de Dios. En el umbral de la desesperación, cuando cree que ya todo está resuelto, se encuentra aprisionado entre su libertad y el poder de la Palabra, Jeremías experimenta de nuevo la fuerza de la Palabra que lo arrastra y lo transforma. Vuelve a asumir su misión, y, desde el dolor incomprendido, continuará anunciando sin cesar la Palabra. Aquella misteriosa palabra que es su muerte y su vida.

         Jeremías al final de sus días vio cumplirse todas sus profecías, todo cuanto Yahvé le había anunciado. Sin quizás percatarse de ello, desahogándose ante un papiro, construyó en el engarce de la revelación la más consoladora experiencia de lo divino. Él sembró y regó, para que otros recogiéramos los frutos. Así son los caminos de Dios. El cristiano, por el hecho de serlo, no ha superado todas las dudas y crisis de fe; su vivir y su hacer están llenos de continua inseguridad. Pero también es cierto que, al mismo tiempo, el Señor está ahí, a su lado, dándole fuerza, para cumplir su tarea de amor al prójimo en el camino de la fidelidad al Padre. El NT es el testimonio de la verdad; la cruz es la clave donde se unen la debilidad y la fuerza de Dios. Y este es el hecho que vive Jesús en su dialéctica existencial, muerte-vida. 

SALMO RESPONSORIAL: 

«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, m¡ alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. ¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!...
Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene».
 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos:

«Hermanos: Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto». 

Este texto, que inicia la segunda parte de la carta a los Romanos es de contenido "parenético" o "moral". El Apóstol indica el comportamiento que ha de adoptar el cristiano en su vida concreta, con los demás y consigo mismo. Fundamentalmente, presenta una larga exhortación de carácter práctico, ético, a los cristianos de Roma, a fin de explicarles, que vivir el Evangelio impone alejarse de las formas y estilos de vida paganos; la fe es vida, y solamente tiene sentido, si se vive en Jesucristo. El fundamento de toda ética cristiana es el nuevo ser del hombre en Cristo. Este hombre nuevo vive conforme a su nuevo ser, no por obligación, temor o imposición, sino porque es vital, la fe lo constituye en su totalidad, es una persona nueva, no sólo en el aspecto intelectual, sino en todas las dimensiones de su vida, que queda por entero inmersa en Dios, Padre, por Jesucristo en el Espíritu.

De hecho, existe la triste posibilidad real de no seguir ese camino. Pero el Apóstol insiste en la raíz de la que emana toda la conducta práctica del cristiano, expresada con terminología sacrificial: "hostia viva" y litúrgica. Ser cristiano en el mundo es un culto, y un culto a Dios. El culto auténtico debe ser vuestro (griego: logikén lautría)”. Para Pablo la vida cristiana tiene sentido cultual, valor de sacrificio que Dios acepta (cf. Eclo 35,1-3; Jn 4,23). La oblación genuina del cristiano no reside en ritos ajustados a formalidades externas. Dios rechaza el culto que no se basa en la coherencia de la justicia y la caridad (cf. Os 6,6; Is 1,-10-20; Jer 6,20; 7,21-26; Miq 6,6-8). Solamente en la donación a través del amor, la rectitud y la justicia, se rinde culto apropiado y aceptable al Señor. Sabe que las obras no van a justificar ni crear la relación del hombre con Dios, pero sin esa actuación del hombre no se da la fe. Los moralismos están fuera de la perspectiva paulina; no se obsesiona por "una" única manera de proceder. El único criterio es la voluntad de Dios, que exige docilidad a la sabiduría que viene del Espíritu y una constante y decidida renuncia a sí mismo.

El cristiano no se ha de regir por la ley del mundo, sino precisamente por la voluntad de Dios, por «aquello que es bueno, conveniente y acabado», buscar y elegir siempre lo mejor. El discernimiento correcto (verbo griego: dokimázein) exige sobre todo un cambio de mentalidad, un esfuerzo por salir de la inercia del “mundo presente” (griego: aiónios toútos), en sentido bíblico, el mundo de la fragilidad, lo transitorio y pecaminoso, superando los criterios mundanos (Sant 4,4) y proyectándose en el descubrimiento continuo, dinámico y comprometido de la voluntad de Dios que siempre abre al hombre nuevos horizontes de futuro. Supone, por tanto, un cambio radical en la existencia y se pone a prueba en un discernimiento crítico constante entre la voluntad de Dios y la voluntad humana. Así que no hay ya, después de la salvación de Jesús, un templo específico de culto, sino que el culto es la vida del hombre; no hay tampoco un sacerdocio exclusivo, sino que el sacerdote es el hombre cristiano; y finalmente tampoco hay ofrendas materiales, sino que la ofrenda es el actuar del cristiano según el hecho salvador de Jesús.

La "nueva mentalidad" es el nuevo estilo de obrar traído por Jesús. Hacer nuevo al hombre, hacerlo cada vez más hombre en profundidad, ésa es la tarea del creyente. La vida cualitativamente superior del cristiano pasa por una «metamorfosis» renovadora semejante a la venida de los nuevos cielos y la tierra nueva, renovación, que, inserta en el fondo del corazón, debe afectar incluso al más trivial de los actos; los cristianos han de sentirse instrumentos en manos de Cristo y, en Cristo, formar un solo cuerpo que realiza una sola obra. La coexistencia con el mundo hace que tal renovación de la mente se convierta en tarea de toda la vida del hombre que vive en Cristo. Este cambio interior hace que nuestro modo de obrar vaya desechando los criterios del mundo, aquellos que le apartan de la palabra del Evangelio y se conforme cada día más a la forma de ser y actuar de Jesucristo. 

         El EVANGELIO, según San Mateo, relata hoy que Jesús adiestra a sus discípulos sobre su camino hacia Jerusalén, para cumplir su destino, de acuerdo con la voluntad del Padre plenamente aceptada. Jesús les revela el significado de la tragedia dolorosa y humillante que va a acaparar la historia: El Mesías dona su vida; les hace una síntesis de la catequesis cristiana: pasión, muerte y resurrección, forman parte del plan de Dios.

Pedro, de nuevo, no comprendiendo las palabras del Maestro, trata de disuadirlo. La lógica de la posesión y del éxito choca con la de la donación y el amor. Ahora, Jesús le da a Pedro el título de “Satanás”, pues el Apóstol no habla por inspiración del Padre, sino tentado por el enemigo de los designios divinos (Mt 4,10). Satanás es "el que divide", el que intenta separarlo del camino señalado por el Padre y aceptado por amor. Paradójicamente Pedro, roca y fundamento de la comunidad mesiánica, hoy se hace obstáculo y piedra de tropiezo para el proyecto de Dios. Es la ambigüedad y el camino de maduración de todo discípulo. Pedro todavía no acepta la mentalidad de Jesús, porque no entiende el valor fecundo del sacrificio, de la renuncia, del fracaso por amor. Quiere imponer a Jesús la vía humana. Pero, Jesús le ordena: “Colócate detrás de mí Satanás”, literalmente en griego: hypáge opíso mou satana y no como corrientemente se traduce: “apártate de mi Satanás”. Jesús exhorta a Pedro a “colocarse detrás” de él, es decir, lo invita a volver a ocupar su lugar de discípulo, detrás del Maestro. Lo exhorta a pensar a nivel divino y no al de los hombres. El auténtico discípulo es el que sigue el modelo de entrega de Jesús, el que obedece su palabra, el que reconoce los criterios del Padre y rechaza los del mundo. 

Luego Jesús se dirige a todos los discípulos y les habla sobre la donación y la cruz. El discípulo, como Cristo, ha de aceptar el martirio y la cruz, dispuesto incluso a perderlo todo, con tal de ser perseverante y fiel a la palabra del Maestro e imitarlo en todo. La expresión, "Negarse a sí mismo", incide en un inevitable contenido ascético. La ascética cristiana estriba en la necesidad del amor que se identifica con Jesucristo. Cualquier motivación ascética se convierte en estoicismo, puro ejercicio de la voluntad o en una forma de pesimismo, si no se sustenta en la imitación de Cristo, que se inmola por el amor más grande y desinteresado. La ascética, que no humaniza, no libera, no nace del amor, no es cristiana, deja de ser cristiana y humana.

La negación que propone Jesús, no consiste en un ejercicio personal impuesto por uno mismo voluntariamente, sino por los demás; significa aquí ponerse detrás, renunciar al propio tipo de vida por el prójimo; es, en definitiva, olvidarse de sí mismo por estar pendiente de los otros. Este modo de ser y de vivir comporta dureza y sufrimiento. Es la cruz que el discípulo debe cargar, cruz que puede ser real y física, porque hay quienes deciden, en ocasiones, venir y matarlo. La entrega y la renuncia cristianas no son un fin en si mismas, sino actitudes existenciales orientadas a “encontrar el tesoro del Reino” (Mt 13,44). El paralelismo “salvar-perder”, “perder-encontrar” revela que solamente quien lo da todo vuelve a encontrarlo todo en una dimensión definitiva. Quien vive para sí mismo está en camino de perderlo todo irremediablemente. La causa de Cristo es la plenitud del hombre. Cualquier militancia o fidelidad exige formas de disciplina, de ascesis, de abnegación. El cristiano, llamado a alcanzar la plenitud definitiva, asume la vida sin egoísmo y en un proyecto de amor, único camino para alcanzar la salvación.

Entretejida en los avatares cotidianos está la cruz que debemos cargar cada día; lo que la vida tiene de abnegación, se transforma en ascética cristiana, en la medida que se motiva por amor y se responde conscientemente a la llamada de Jesús a seguirlo. El "cargar con la cruz" indica el momento en que el reo sale camino de la ejecución y, expulsado de la comunidad, en medio del desprecio general, toma en hombros el "patibulum" camino del calvario. De aquí que seguir a Jesús significa arriesgar la vida por una vía difícil hacia la muerte. El seguimiento exige la disposición de recorrer el camino en solitario y soportar el odio del pueblo y hasta de la propia familia.

"Quién salve su vida, la perderá; quien pierda su vida, la salvará" (Mt 16,25). Salvar la vida es aferrarse a ella, tenerla en más estima de la debida y, por tanto, temer la muerte. Perder la vida no darle más importancia que la justa, estar desligado de ella y, por tanto, estar dispuesto a morir. La paradoja es que quien teme la muerte, ya está muerto (Cf.Mt 8,22); mientras que el hombre que no la teme, ha comenzado a vivir. Una vida auténtica y meritoria sólo es posible, para el que está dispuesto a morir. Por eso Jesús invita a una decisión radical, libre de todo obstáculo, para ganar y realizar la propia existencia a través de la entrega y el sacrificio de sí mismo por su causa.

Jesús asumió las realidades humanas y al asumirlas las transformó. Tomó nuestra carne mortal y la hizo inmortal. Tocó un día el barro del camino y con él devolvió la vista a un ciego. Tocó el pan y el vino para transformarlo en su cuerpo y sangre, y así hizo con otras realidades humanas. También tocó el sufrimiento y lo transformó. La cruz tocada por él se convierte de fracaso en signo de victoria, de humillación en símbolo de triunfo, de muerte en fecundo signo de vida, de locura, a los ojos del mundo, en sabiduría de Dios, en triunfo del bien sobre el mal, en triunfo del amor sobre el odio, del poder santificador de la gracia sobre el poder destructor del pecado. Por eso, al proponer la cruz como una opción fundamental, en lugar de hablar de un sacrificio costoso, debería hablarse de un gozoso amor preferencial. Y más que de amor a la cruz debe hablarse de amor al crucificado.