XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 18,15-20: Ahí estoy yo, en medio de ellos

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Ez 33,7-9; Sal 94,1-2.6-9; Rm 13,8-10; Mt 18,15-20  

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano peca, repréndelo a solas; si te hace caso, habrás salvado a tu hermano;pero, si no te hace caso, llama a uno o dos , para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si rehúsa, díselo a la comunidad, y si tampoco hace caso, considéralo un pagano y publicano. En verdad, os digo, que todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo.

En verdad os digo, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra, cualquier cosa que pidan le será concedida por mi Padre Celestial, porque, donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». 

Lectura del Profeta Ezequiel 33,7-9. 

    «Esto dice el Señor: A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: «Malvado, eres reo de muerte», y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pedirá cuenta de su sangre. Pero si tú pones en guardia al malvado, para que cambie de conducta, y no cambia, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida». 

Ezequiel, que anunció la destrucción de Jerusalén a causa de los pecados del pueblo, raíz última de todas sus desgracias, en toda la primera etapa de su ministerio profético, se afanó por disuadir a los desterrados de Babilonia de la falsa idea de su rápido retorno a la patria, esperanza erróneamente puesta en las promesas divinas. Pero la voz profética, una vez más, se desechó, y, ante la rebeldía de un pueblo sordo y pecador, Ezequiel recibe este mensaje divino: "Te pegaré la lengua al paladar, es Casa Rebelde" (3,26; cfr. 24,15-27). El profeta enmudece, no puede hacer nada, su misión ha fracasado. Y, en ese profundo silencio, llega el fugitivo, un evadido de Jerusalén, con la noticia: “Han destruido la ciudad..., entonces se me abrió la boca" (33,21s). La destrucción de Jerusalén en el 586 a. de C. ha derrumbado la esperanza de los exiliados.

La desgracia y el reconocimiento de su culpa ahogan la esperanza de los israelitas. De la mudez, surge una palabra nueva, de la rabiosa desesperación, una nueva esperanza.

El profeta puede no hacer nada por solucionar los problemas de sus compatriotas, y entonces es responsable de su muerte, por no advertirles de los peligros; y puede también protestar contra el ambiente pernicioso y la mentalidad negativa de su entorno, en tal caso, ellos se perderán, pero el profeta se habrá salvado. De ahí, que la responsabilidad del profeta consista en enfrentarse con el mal y los pecadores y esforzarse por convertirlos. Su propia salvación depende del celo, que ponga en su misión. Ezequiel dice que el profeta es un centinela que vigila la ciudad y otea el horizonte, para avisar a los ciudadanos de los peligros que se avecinan. Por eso, el profeta no debe callar; si calla, pagará con su propia vida. Si un impío está amenazado de muerte y el profeta no le avisa, para que se convierta, el impío morirá, y el profeta será culpable de su muerte; si le amonesta y no se convierte, el impío morirá, y el profeta será inocente.

El centinela por misión está obligado a advertir de los posibles peligros; debe saber hablar a tiempo y callar, cuando es necesario; no puede callar ante el mal. Es su deber incitar al bien, para descubrir nuevos horizontes de perfección, de bondad, de progreso y desarrollo interior y exterior. El centinela salva su vida por el simple hecho de clamar y alertar. El centinela invita a que el otro tome conciencia a su ritmo y en libertad sin forzarlo. No se puede confundir la grave obligación de avisar o proclamar, con el resultado misterioso que es la conversión. Somos responsables ante Dios del advertencia, no de la conversión. La conversión está en manos de Dios y en libertad personal.

El cristiano ha de acentuar su propia responsabilidad.Tiene hoy una gran importancia en esta tierra nueva que se descubre tan bíblica y tradicional. 

SALMO RESPONSORIAL:

      «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos en tierra, bendiciendo al Señor… No endurezcáis el corazón como en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
 

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos:  

      «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás», y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Uno que ama a su prójimo no le hace daño, por eso, amar es cumplir la ley entera». 

El Apóstol exhorta a no deberle nada a nadie. Pero, avisa que hay una excepción, existe una deuda que siempre tiene pendiente el cristiano: "a no ser en el amor". No apunta con ello a las exigencias del amor, sino al deber del amor, amar siempre y amar más y más, nunca se ama todo lo que se debe y se puede.

Aquí, en Romanos, se concibe la moral cristiana como una praxis, según los imperativos de la ley del amor que nunca dice basta, que sobrepasa las exigencias de la justicia y que sintetiza de forma perfecta de toda ley. La moral cristiana, es muy sencilla, su gran punto de referencia es el amor al prójimo. Todos los preceptos de la ética cristiana están profundamente condicionados por el amor al prójimo; todos los mandatos y leyes que definen nuestras obligaciones, para con el prójimo, se "encierran" en un mandamiento supremo: "Amarás al prójimo como a ti mismo".

Amar es cumplir la ley entera. Quien ama a Dios no hará nada que desagrade a Dios; y quien ama al prójimo no hará nada que perjudique al prójimo. Por eso, una falta contra cualquiera de los preceptos va siempre contra la ley del amor. La moral fundada en el amor exige siempre más, porque nunca se pueden considerar cumplidas todas sus exigencias. El mandamiento supremo del amor encabeza y sobresale por encima todos los otros mandamientos.

Si todos los ordenamientos de la ley han sido dados para no dañar al prójimo, el que ama a su prójimo cumple todos los mandamientos. De ahí, que el amor sea la plenitud de la ley. Pero no olvidemos que se trata de una plenitud desbordante, lo que quiere decir, que no se puede amar sin haber cumplido antes todas las obligaciones, todos los deberes de justicia, y que las exigencias del amor nos hacen avanzar más allá de la simple justicia. El que ama no se limita a no perjudicar a nadie.

Ahora bien, siempre se dice: "amar al prójimo como a sí mismo". Esto implica que el hombre tiene que amarse a sí mismo; se puede tomar por cristiana una mística suicida, en virtud de la cual el "yo" no tiene significación alguna frente al "nosotros" social o comunitario, pero este "nosotros" no es más que el disfraz del "egoísmo común" de un grupo dominante y avasallador. Si el amor al prójimo ha de mostrarse, según el modelo del amor a sí mismo, también el amor al prójimo tiene que tener una fuerte impronta personalista. El prójimo no es una abstracción filosófica o literaria, sino una realidad concreta que se tiene enfrente, delante de uno. El prójimo no se escoge, sino que se acepta. En este sentido, la moral cristiana debe denunciar el uso idealista de la palabra "pueblo", con el que cada grupo socio-político pretende designar ese tipo de "prójimo a la medida". El prójimo es, de alguna manera, como Dios: insospechado, sorprendente y completamente "otro".

San Pablo se sitúa en la línea de una lealtad en conciencia, en la presencia de Dios; el amor que sabe ver las propias responsabilidades y ponerse en el puesto de los demás, incluso en el de aquellos contra los que se tienen ciertos prejuicios. Tenemos que despertarnos y vivir el Evangelio. Hay que revestirse de Cristo e ir al encuentro de Cristo.

 El Evangelio, según San Mateo, hoy refiere la enseñanza de Jesús a sus discípulos sobre la corrección fraterna y el perdón y sobre la oración que tiene dos puntos esenciales, que, en la reunión de varios para rezar, siempre está presente Jesucristo y que todo lo que pidan en nombre del Hijo lo otorgará el Padre que está en los cielos.

Esta lección de Jesús conecta con la idea de la parábola de la oveja perdida, en que el pastor, dejando solas las noventa y nueve restantes, sale a buscar la extraviada. Es preciso cuidar la salvación del prójimo, por eso, hay que buscarlo y corregirlo de forma fraterna, cuando se pierde o cae.

El cap. 18 de Mateo, genuinamente eclesial, está centrado en el dinamismo, que debe animar las relaciones de los discípulos de Jesús entre sí; este dinamismo recibe el nombre de perdón. El Señor ofrece al hombre la posibilidad de liberarse del pecado, no solo del suyo, sino también del de los demás por medio del perdón. La doctrina de Cristo sobre el perdón señala un progreso decisivo con respecto al pasado. El Nuevo Testamento multiplica los ejemplos: Cristo perdona a sus verdugos (Lc 23,34); Esteban (Act 7,59-60), Pablo (1 Cor 4,12-13) y otros muchos hacen lo mismo. El deber del perdón nace del hecho de que uno mismo es perdonado por Dios (Mt 18,23-35; Col 3,13). El perdón que se otorga a los demás no es, pues, tan solo una exigencia moral; se convierte en el testimonio visible de la reconciliación con Dios, que actúa en cada uno de nosotros (2 Cor 5,18-20). El perdón corresponde a una actuación inmersa en la misericordia de Dios y en la justificación del pecador. La comunidad cristiana no juzga al pecador, sino que lo perdona. Por consiguiente, la condena sólo se la acarrea él, en cuanto se niega al perdón y a vivir en el seno de la comunidad.

En esta parte del llamado “discurso de la comunidad”, que por primera vez emplea el término "hermano", San Mateo aborda aspectos de la vida de los discípulos. El pecado, que indica la condicional "si tu hermano peca", es probablemente la ofensa de un hermano a otro. De las tres maneras de corrección que inicia la perícopa, las dos primeras entran en los procedimientos habituales de los judíos y en los textos de la Biblia sobre la reprensión (Lev 19,17; Deut 19,15), a la que se confiere carácter de acto de perdón con valor ante Dios. La corrección fraterna debe tener lugar primero en la intimidad, entre dos personas, con tacto y afecto; si el pecador se arrepiente, habrá salvado a un hermano para la vida eterna. Según Dt 19,15, un tribunal sólo puede condenar legítimamente, cuando el delito consta por dos o tres testigos. En este caso, el testimonio, todavía en acto secreto, debe convencer al culpable de la necesidad de hacer penitencia. La última instancia es la "iglesia", es decir, la comunidad de los discípulos de Jesús reunida en un lugar concreto, la cual tiene poder, para expulsar a uno de sus miembros (cf. 1 Cor 5,1-5) y admitirlo cuando se convierta de corazón. "Atar y desatar" tiene el sentido de echar y recibir de nuevo en la comunidad eclesial. Según este texto, Jesús confiere tal poder a la comunidad de sus discípulos, que sólo puede actuar por medio de sus legítimos representantes, de ahí, que este mismo poder lo confiera Jesús de un modo especial a Pedro (16,19).

No es habitual la corrección fraterna en nuestro ambiente social; más bien nos parece una práctica ridícula de ciertos grupos religiosos; también la palabra "pecado" ha perdido fuerza hoy y queda muy reducida a determinadas dimensiones individuales; estas dos consideraciones son actitudes contradictorias al seguimiento de Jesucristo. La Iglesia no es una comunidad de intachables y puros, sino de pecadores, pero es la comunidad de Jesús. Y el seguimiento del Señor no se aviene con toda clase de comportamientos, que desfiguran su rostro y desvirtúan la comunidad. Entre el purismo y el laxismo, debemos encontrar un camino de cohesión para los seguidores de Jesús, a pesar de las propias debilidades y de los propios pecados.

La comunidad es siempre comunión en el Señor y comienza donde dos se reúnen en su nombre. La presencia de Jesús en la comunidad hace que la oración eclesial sea escuchada por el Padre. Por tanto, la misma presencia que confiere ese valor especial a la oración es también la que otorga a la comunidad el poder de "atar y desatar". La comunidad creyente es el ámbito de la presencia viva y activa del Señor

Los versículos finales 19-20, que, en la traducción, parecen no guardar relación alguna con lo anterior, son, en realidad, unas frases de insistencia del Maestro; el texto griego expresa repetición: "Os repito: si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra, para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo"; reiteran con otras palabras la correlación de tierra y cielo, hombre y Dios, de la que ha hablado antes. El ponerse, pues, de acuerdo para pedir algo no tiene en este texto un contenido indiscriminado, se refiere al acuerdo en materia de perdón. El Padre del cielo ratifica el perdón otorgado en la tierra por un hermano a otro.

Las ofensas y perjuicios entre hermanos son escándalos que causan la pérdida de fraternidad, que no se recupera, si el ofendido no imparte el perdón al ofensor. Perdonar es hacer hermanos y unirse para perdonar es quizás la tarea cristiana, más grata a Dios, Padre. Este texto ofrece profundas posibilidades, que entroncan necesariamente con una recuperación del sentido comunitario, en cuanto se refiere a una deseada renovación y revitalización de las formas del sacramento del perdón; pero, sin la viva existencia del sentido de la fraternidad, será difícil que el orden actual pueda cambiar.