Fiesta. Exaltación de la Cruz

Juan 3,13-17: Todo el que cree en Él tiene vida eterna

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Nm 21,4-9; Sal 77,1-2.34-38; Flp 2,6-11; Jn 3,13-17 

«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así será levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Porque, tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que quien crea en É no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no mandó su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».

 

Lectura del libro de los Números

«En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo rodeando el territorio de Edom. El pueblo estaba extenuado y habló contra Dios y contra Moisés…

Entonces el pueblo acudió a Moisés diciendo: Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes. Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte; cuando una serpiente mordía a uno, miraba la serpiente de bronce y quedaba curado». 

Este pasaje 21,4-9 de la serpiente de bronce, posible­mente sea un relato etiológico, esto es, elaborado o adaptado por el pueblo, para dar explicación a la causa de la curación,  una histo­ria creada para explicar el origen de la ser­piente de bronce que existía y recibía culto poco ortodoxo en el templo de Jerusalén, has­ta los días del rey Ezequías, que la mandó destruir (2 Re 18,4). En todo caso, la narración está bien enmarcada en el contexto cul­tural de Canaán, donde se practicaba el cul­to a las serpientes, como símbolos de la fertilidad o como amuletos que protegían frente a las fuerzas maléficas y curaban las dolencias y las enfermedades. Así, lo ha eviden­ciado la arqueología, que ha descubierto y desenterrado serpientes de bronce de este tipo en Guezer, Jazor, Meguido y, reciente­mente, en Meneiyeh, la actual Timná, si­tuada cerca del mar Rojo en el golfo de Acaba, la misma área geográfica en que sucede este relato.

La serpiente de bronce alzada sobre un as­ta, le ofrece al evangelista Juan un símbolo oportuno, para indicar, de modo plástico, la fuerza salvífica y el poder curativo que se difunde sobre todos los cre­yentes a partir de Cristo alzado en la cruz (Jn 3,14). ¿Por qué nos habéis sacado de Egipto pa­ra hacernos morir en este desierto? (Nm 21,5), es la queja que hemos oído repetirse ya una media docena de veces en el libro, desde que el pueblo abandonó el Sinaí; y siempre da lugar al mismo paradigma teológico en cuatro fases: 1°. El Pecado, por la impaciencia y murmuración del pueblo contra el Señor y contra Moisés (Nm 21,4-5). 2°. El Castigo, por hablar contra el Señor. Dios les envía serpientes venenosas que les mordían y mataban. 3°. Conversión del pueblo e intercesión de Moisés (Nm 21,7). 4°. La salvación, que siempre concede Dios, Padre, a todo el que se arrepiente y vuelve pidiendo perdón a sus brazos. Así, Yahvé mandó alzar sobre un asta una serpiente de bronce y cuantos la miraban se curaban (Nm 21,8-9).

La conversión y la renuncia al pecado y al mal reporta el inmediato perdón y el acto de reconciliación con Dios, que reparte su bendición e imparte su salvación. Cuando los israelitas arrepentidos vuelven con obediencia y oración ferviente, el Señor los llena de su misericordia y los perdona setenta veces siete.  

SALMO RESPONSORIAL

«Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; inclinad el oído a las palabras de mi boca…  madrugaban para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios Altísimo, su redentor.

Lo adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían: su corazón no era sincero con él ni eran fieles a su alianza. El, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor». 

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses:  

«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: «¡Jesucristo es Señor!», para gloria de Dios Padre». 

Esta perícopa, parece ser que no fue escrita por San Pablo, sino que tiene aspecto de himno, quizás litúrgico, inserto por el Apóstol en esta carta, para apoyar su exhortación moral a la humildad y sencillez, a la renuncia al orgullo, para que eviten las disensiones y se respeten unos a otros; han de conservar la unidad, "porque Dios nos ha amado". Y, tras esta motivación concreta, pasa a hablar del proceso de la Encarnación, sacrificio, exaltación y resurrección de Jesucristo.

Este himno cristológico primitivo, posiblemente arameo, nacido en contexto bautismal, es una buena síntesis de toda la cristología; va precedido por la exhortación a vivir en la humildad, como Cristo, que la vivió totalmente. Es el modo de ser, que San Pablo pide a los filipenses; les exhorta a llevar una conducta ejemplar, a vivir sus relaciones mutuas más en consonancia con el Evangelio, a rechazar la vanagloria y a huir de todo renombre y triunfo, por lo que les pone ante los ojos "a Cristo arrostrando la muerte y muerte de cruz"; aceptó esa humillación, que señala el himno, "encarnándose", viviendo día tras día la existencia humana y aceptando sus limitaciones, hasta la muerte. "Siendo rico, se hizo pobre", apunta en la segunda carta a los corintios (8,9). Teniendo todo derecho a la gloria divina, por ser de "condición divina", Jesús se dejó despojar de toda gloria y se hizo manso y humilde a causa de su amor, pues "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,20), aunque el autor del himno señala más la obediencia de Jesús. Esta obediencia invirtió la mala acción de Adán. El tentador encandiló a Eva con la promesa de que su desobediencia los haría iguales a Dios: "seréis como dioses" (Gn 3,5). Jesús, segundo Adán, por el contrario, obedece. El primero desobedece, para ser un dios, el segundo obedece para ser hombre. Se somete incluso al libre juego de los egoísmos y de las injusticias de los hombres. "Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz".

Las mismas líneas maestras de este precioso himno a Cristo Señor se encuentran también en el relato de la Pasión; en el evangelio no quiere que la gente sepa que Él es el Mesías, es el secreto mesiánico. Después, declara sin rodeos su identidad ante el Sumo Sacerdote: "Te conjuro por Dios vivo a que nos digas, si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios".Y Jesús contesta afirmando su relación con Dios absolutamente única y le advierte, que llegará un día en que lo oculto se manifestará: "Y veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo". En su oración al Padre, pide: “Aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Expresa su total disposición, su absoluta obediencia, lo que el Apóstol expone a los filipenses, para explicar la humillación de Cristo, pues esta carta descubre en la obediencia el camino de la verdadera gloria:"toda lengua proclame, que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre", así también al final de la Pasión, el centurión proclama: "Verdaderamente este hombre era hijo de Dios".

Así recomienda San Pablo a los filipenses: "tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús"; la misma obediencia a la realidad humana y al Padre, aunque esto pueda costaros la vida, "hasta la muerte". La vida de Jesús es asumir la situación de los otros y ver, cómo desde dentro de esa situación se puede crear la relación filial con el Padre y fraternal con los hermanos. Es el himno de la liberación, Dios toma partido por los pobres, porque el himno no dice sólo que el Hijo se hace hombre, sino, se hace esclavo, lo más pobre y pequeño que podía hacerse. Y muere no de viejo, sino en cruz, muerte condenada y de esclavo. Es el himno a la esperanza de los pequeños y oprimidos porque el Hijo se ha puesto de su lado. Este himno alude al Siervo Paciente, aquí, completa la imagen adoptando la contraposición "Señor-esclavo" y el dúo "humillado-exaltado", típicamente bíblico (Lc 1,52; Mt 23,12; Lc 18,14; 2 Cor 11,7). 

Fiesta de la “Exaltación de la Cruz”

El término "exaltación" se define como la acción de elevar a alguien o algo a gran auge o dignidad en realce de sus méritos o circunstancias. En la vida cotidiana, se anuncian y celebran "exaltaciones" de diferente signo. Hoy en el punto nuclear de la Liturgia de la Palabra tenemos el símbolo de la Cruz identificador de nuestro cristianismo. Es el mayor símbolo del fracaso, que nunca debemos colocar en un rango superior al que le dio Jesús; para los primeros cristianos, la cruz era todavía algo tan horroroso que tardaron mucho en representar a Cristo clavado en ella, fue en la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma.

La veneración de la Santa Cruz procede de los tiempos del primitivo cristianismo en Jerusalén; al encontrarse la Cruz de Jesucristo se inició la tradición de celebrar esta fiesta. Luego, a principios del siglo VII, cuando tropas del Islam saquearon Jerusalén, se llevaron las sagradas reliquias de la Santa Cruz; pocos años más tarde, fueron recuperadas por el emperador Heraclio y, en recuerdo de su rescate, se estableció el 14 de septiembre día de la exaltación de la Cruz. La Santa Cruz es trono para Jesucristo; Rey que venció al pecado y la muerte, no al modo humano, sino al misterioso modo divino.

Refiere la tradición, que el emperador vestido con las insignias de la realeza, quiso llevar en exaltación la Cruz hasta su primitivo emplazamiento en el Calvario, aunque su peso se le fue haciendo cada vez más insoportable. Zacarías, obispo de Jerusalén, le indicó que para llevar a la Santa Cruz a cuestas, debería despojarse de sus vestidos reales e imitar la pobreza y humildad de Jesús. Así, Heraclio, con pobres vestidos y descalzo, logró llevar la Cruz hasta la cima del Gólgota. A fin de evitar nuevos saqueos y pérdidas, la Santa Cruz fue partida; una parte se llevó a Roma, otra a Constantinopla, una tercera se quedó en Jerusalén y la cuarta se hizo pequeñas astillas para repartirlas por diversas iglesias del mundo entero.

Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1,7; Col 1,13-14;1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación, porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cf 2 Co 8,9); en su vida oculta, cuando repara nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2,51 ); en su palabra, que purifica a sus oyentes (cf Jn 15,3); en sus curaciones y en sus exorcismos, por los cuales "el tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; cf Is 53,4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf Rm 4,25).

La "cruz" representa el sufrimiento generado por el pecado de la humanidad que, en su soberbia, cometió el tremendo error de la desobediencia al Creador. La Cruz es, en otro sentido, el padecimiento que ha de soportar el discípulo que sigue a Jesús y cumple el mensaje del Evangelio. Es la cruz de Cristo y es nuestra cruz, hecha con la madera misma de nuestro ser, la que nos tiene preparada la vida; la vida nos crucifica también. Es la obediencia, la sumisión a lo que nos toque, la renuncia a nuestra voluntad, por la del Padre. A la vista de Cristo crucificado, el ser humano puede adoptar una consideración distinta sobre la enfermedad, la desgracia y las contrariedades del diario vivir. Un Dios que se encarna y se abraza a la cruz, sólo, por amor infinito hacia el hombre caído y desvalido, proporciona una visión especialísima ante los golpes y el sufrimiento. Por eso, el creyente ya no ve la cruz como derrota y esclavitud, sino como signo de vida eterna y de esperanza final, si toma esa cruz como signo inevitable del que se entrega a hacer un mundo más justo, humano y habitable, es porque desea erradicar para siempre el mal y el dolor e inundarlo de paz y misericordia.

"Tanto amó Dios al mundo". Esta es la credencial del amor de Dios. Jesús tiene que ser levantado en alto. Así, al levantar la vista hacia el crucificado, encontramos la salvación. El designio del Padre es que tengamos vida eterna; es sinónimo de plenitud, de un tiempo y un mundo nuevo; designa una existencia feliz en Cristo. Jesús levantado en alto lo hace posible, para todo el que cree en él. No mirar al crucificado, no creer, supone no curarse, es excluirse uno mismo de la salvación, es exactamente, como dice San Juan, preferir las tinieblas a la luz. Tras la crucifixión, viene la resurrección; es la razón del gozo en esta fiesta de exaltación de la cruz.

 

 

Hoy, coincidente con esta fiesta de la Cruz, es también el Domingo XXIV de T. Ordinario, cuyo Evangelio según San Mateo 18,21-35, refiere el diálogo de Pedro con Jesús, sobre el perdón, que ilumina con la parábola de un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados.

El judaísmo ya conocía el deber del perdón de las ofensas, pero era todavía una conquista reciente que no conseguía imponerse. Las escuelas rabínicas exigían a sus discípulos que perdonasen, pero según unas tarifas precisas, unas cuantas veces; de ahí, la  pregunta de Pedro, preocupado por saber, cuál era la tarifa de Jesús.

Con la parábola, el Maestro le contesta que el perdón está fuera de toda tarifa, pues es el signo del perdón recibido de Dios. El perdón ya no es únicamente un deber moral con tarifa, sino la referencia, el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es la característica del perdón cristiano, que perdona como ha sido perdonado, se apiada del compañero, porque él obtuvo compasión (vv. 17.33; Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). Llega a ser así una especie de virtud teologal que prolonga, para el otro, el provecho del perdón dado por Dios (Col 3,13; Mt 6,14-15; 2 Co 5,18-20).

En la respuesta, enseña, que no se pueden poner límites al perdón, hay que hacerlo siempre. El perdón del que habla Jesús es la renuncia incluso a la compensación justa por daños y perjuicios; ser discípulo de Jesús es ser diferente, pues equivale a poner en marcha la utopía. El discípulo se sabe perdonado por Dios y vive desde la experiencia de ese perdón; se sabe envuelto en gracia. Por eso, lo que brota del discípulo nunca serán exigencias, sino donación, perdón y gratuidad. El perdón de Dios es el motivo y la medida del perdón fraterno. La pauta es Jesucristo: "que os améis mutuamente como yo os he amado" (Jn 13,34).

Dios es Padre de perdón y misericordiosa. La Cruz es el signo eminente y sublime del perdón a la humanidad pecadora. En su dimensión penitencial, la Iglesia ejerce el perdón de Dios, pero la fraternidad del cristiano perdonado no es real y significante para el mundo, sino en la medida en que imparte efectivamente el perdón y edifica la paz.  La nota más expresiva de la misericordia de Dios, manifiesta en su perdón al mal uso de nuestra libertad y en toda su acción con el hombre, es la imposibilidad de poder ser pagada de alguna manera; es auténtico amor a fondo perdido; Dios nada gana con querernos.

La tradición bíblica presenta a un Dios que ama a un pueblo que no se lo merece ni tiene ninguna otra oferta y cualidad o valor antecedente. Dios nos ama porque quiere; no existe otra razón. A nosotros, se nos invita a actuar en gratuidad, amando a los enemigos y dando a quien no nos puede dar. Los hombres no pueden negar el perdón a los demás, porque, a todos, Dios les ha perdonado muchísimo más; no pueden ignorar que su actitud en lo referente a sus hermanos compromete su propia situación ante Dios. Si su relación con el prójimo es vivida bajo la maldad, no hay razón para que su propia relación con Dios se viva de otra manera; pero entonces son ellos las víctimas.

Comerciar con el amor y la relación humana "también lo hacen los publicanos y fariseos". La seguridad del amor de Dios, gracia inmerecida e impagable, potencia nuestra entrega más allá de cualquier norma establecida. En una sociedad utilitarista competitiva y consumista, la gratuidad resulta de difícil comprensión. El creyente se ve también afectado e incluso contagiado por ese entorno. La búsqueda de influencias sociales, el cultivo interesado de las "relaciones públicas" el estar a bien con quien nos puede valer, el hacer favores, para poderlos cobrar, son tentaciones de cada día.