XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 18,21-35: No siete, sino hasta setenta veces siete

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Si 27,33-28,9; Sal 102,1-4.9-12; Rm 14,7-9; Mt 18,21-35

 

«En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: ¿Cuántas veces tengo que perdonar mi hermano las ofensa que me haga? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Y les propuso esta parábola: El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar sus cuentas con sus empleados. Al empezar a tomarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran con su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía y que le pagara así la deuda. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero el empleado al salir encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y agarrándolo lo estrangulaba diciendo: Págame lo que me debes...
Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo con el que no perdona de corazón a su hermano».
 

 

Lectura del libro del Eclesiástico:

 

       «El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?

      Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin y cesa en tu enojo, en la muerte y corrupción y guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos y no te enojes con tu prójimo, la alianza del Señor y perdona el error». 

 

Esta perícopa alecciona sobre la honestidad del pensamiento y conducta con relación a los demás. El sabio detesta la hipocresía del que delante se muestra complaciente, y, detrás, traiciona y critica; también el Señor la detesta; del hipócrita, nada bueno se puede esperar. El mal se vuelve contra el que lo hace; en el mismo mal, hay una especie de venganza contra quien lo comete; en verdad, «el furor y la cólera que se apoderan del pecador»; se convierten en expresión de la venganza del mal por la inquietud y falta de paz interior que arrastran.

La segunda parte del texto (28,1-7) se refiere a las relaciones con el prójimo en situaciones conflictivas, expuesta con notable pulcritud y coherencia en su razonamiento. El que se venga y no perdona, sólo puede recibir venganza; está probado, que la venganza, la ira, la inmisericordia, el resentimiento y el rencor carecen de sentido; y, por tanto, que lo razonable es perdonar. En la mente del sabio, no cabe la venganza, sino sólo el perdón. En efecto, quien se siente ofendido, antes de dejarse llevar por la ira debe mirarse a sí mismo y verá la mueca de una cierta sonrisa irónica: "El que es sólo carne, conserva la ira" en su pobreza mental de pequeñez abocada a la muerte y al polvo. El destino del hombre y los mandamientos de la alianza del Altísimo recuerdan de consuno, que todos somos iguales, especialmente en el desconocimiento del futuro y en la incapacidad de desembarazarnos del lastre de nuestros pecados.

El valor real de la ayuda al enemigo en su necesidad (Ex 23,4; Pr 25,21) no se desconoce totalmente en el AT. El Sirácida desecha expresamente el espíritu vengativo y  prevee el perdón al que sabe perdonar. Anticipa ya lo que se dice en la petición del padrenuestro (Mt 6,12.14s; Mc 11,25s; Lc 6,37). Pero la "salud" implica también pedir perdón por los pecados; pues, según la mentalidad oriental y bíblica, el perdón de los pecados conlleva, frecuentemente en consecuencia, la curación de las enfermedades (cf. Is 6,10; 57,18s; Jr 3,22; 17,14; Sal 30,3; 41, 5; 103,3, etc). De ahí que se creyera en general, que la enfermedad era un castigo por los pecados cometidos (Jn 9,2).

Late aquí la idea de retribución inmediata; no hay que vengarse, porque se teme la venganza divina; se perdona al otro, porque se persigue la forma de obtener el perdón de Dios en tiempo oportuno. Esta forma de ver las cosas no debe sorprendernos. La ley del talión se cimentaba igualmente en el principio de la retribución inmediata: así se comprende que la primera reacción importante contra el talión se formule aún dentro del mismo marco doctrinal. Hay que esperar al NT, para ver cómo la doctrina del perdón se libera de semejantes referencias.

El hombre piadoso que reconoce su debilidad se acuerda de los mandamientos del Señor y no se enoja fácilmente contra su prójimo. La normal convivencia humana exige comprensión con el otro. Perdona y serás perdonado. Esta es la gran doctrina de este relato del viejo autor, que resume la esencia de la Alianza, tanto Vieja, como Nueva. La disponibilidad al perdón es nota esencial en el cristianismo. La apertura para saber entender al otro es rasgo esencial humano y cristiano. “Si no amas al hermano que ves, nunca podrás amar a Dios al que no ves”, recuerda San Juan en el NT. Es lo mismo que dice Job a sus visitantes, en aquella época.

 

SALMO RESPONSORIAL:

    «Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

    No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos».

 

 

Lectura de la carta del San Pablo a los Romanos:

 

    «Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor.
    En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos».

 

En este capítulo 14, San Pablo aborda un problema específico de la comunidad de Roma: las tensiones internas por tendencias ideológicas opuestas. Los tradicionalistas se abstenían de carnes y respetaban el calendario litúrgico legal; otros se amparaban en la libertad de los hijos de Dios para justificar su conducta más liberal frente a estas prescripciones. Unos y otros se acusaban mutuamente de laxismo moral y de infantilismo espiritual, respectivamente. Los "fuertes" de espíritu más abierto deben comprender a los "débiles" que todavía guardan las tradiciones judaicas; unos y otros deben atenerse a su propia conciencia y no condenar a los demás; pues todos somos del Señor y nadie es esclavo del otro ni puede juzgar y decidir sobre su vida. El Señor es el que juzga y a quien debemos atenernos tanto en la vida, como en la muerte. A él sólo pertenecemos, ya que sólo él murió para destruir nuestra muerte y resucitó para darnos vida abundante.

Para salvar la unidad, acude al principio teológico de que la fe nos hace libres, pero en el respeto a la conducta de cada uno, edificar en lugar de destruir y tender siempre más a lo que une que lo que separa. Porque el hecho de la unión con Cristo es más profundo que las discrepancias en la forma de unión; la comunidad cristiana ha de vivir de modo ejemplar siempre bajo el respeto, la comprensión y el amor en Cristo; insta a los romanos a ejercer la caridad a pesar de opiniones divergentes, que afectan concretamente a prácticas religiosas. Este consejo es siempre válido frente a todas las tensiones dentro de la Iglesia, aun en acciones, como el vivir y morir, que parecerían individuales y sólo personales. La pertenencia al Señor en la vida y en la muerte está por encima de todos los puntos de vista individuales. Somos y pertenecemos al Señor Jesús. Nuestro centro está en El y no en nosotros. Es un recuerdo del absoluto señorío de Cristo sobre los hombres. Pero no de forma extrínseca o impositiva, sino porque le hemos entregado con la fe y el amor, nuestro ser y somos suyos.

 

En toda circunstancia, hay que actuar para el Señor, que es el Señor de los vivos y de los muertos; en materia de vida y de muerte, todos comparten una condición común. No importan, pues, las divergencias en cuestiones de ascesis o de práctica con tal que en todo quede asegurado al servicio al Señor. El Apóstol no aspira a que los fuertes y los débiles compartan las mismas opiniones: no es ese el nivel en que debe realizarse la unidad, sino mucho más profundamente: en la conciencia de cada uno, está el ser servidor del mismo Dios.

La sociedad moderna se orienta cada vez más hacia el pluralismo: es decir, que los cristianos van a encontrarse frecuentemente separados entre sí, no sólo en torno a cuestiones profanas, políticas o sociales, sino incluso en torno a temas morales, religiosos o litúrgicos. Pero, esa evolución no inquieta al cristiano, ni quiere mantener contra todo una uniformidad absoluta. Tal actitud corre el peligro de perder de vista que la unidad cristiana está en otro nivel y olvida hacer todos los esfuerzos posibles en el nivel de la fe. Sólo la fe está comprometida y la gloria de Dios es lo único que le importa y a lo que él sirve.

La Muerte y Resurrección de Cristo es el fundamento de su señorío; y no atañe sólo a Él, sino también a nosotros; es algo, que funda toda una forma de vivir del hombre, y, por tanto, también de su conducta. Tenemos, en el contexto ético de esta carta, un resumen de toda la soteriología de San Pablo. El ser Señor de Cristo significa que tenemos relaciones totales con El, las cuales determinan toda nuestra existencia, porque se ha creado un vínculo de amor y de unión con Él. Es esta la base de la ética cristiana, no el temor ni ninguna otra motivación.

 

 

El Evangelio según San Mateo, hoy, refiere el diálogo de Pedro con Jesús, sobre el perdón, iluminado con la parábola de un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados.

El judaísmo ya conocía el deber del perdón de las ofensas, pero era todavía una conquista reciente que no conseguía imponerse. Las escuelas rabínicas exigían a sus discípulos que perdonasen, pero según unas tarifas precisas, unas cuantas veces; de ahí, la  pregunta de Pedro, preocupado por saber, cuál era la tarifa de Jesús.

Con la parábola, el Maestro le contesta que el perdón está fuera de toda tarifa, pues es el signo del perdón recibido de Dios. El perdón ya no es únicamente un deber moral con tarifa, sino la referencia, el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es la característica del perdón cristiano, que perdona, como ha sido perdonado, se apiada del compañero, porque él antes obtuvo compasión (vv. 17,33; Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). Llega a ser así una especie de virtud teologal que prolonga, para el otro, el provecho del perdón dado por Dios (Col 3,13; Mt 6,14-15; 2 Co 5,18-20).

Pedro, la piedra-cimiento del edificio, Iglesia, pregunta por los límites del perdón de las ofensas entre hermanos. Preguntar es propio del discípulo, deseoso de aprender. En un claro indicio del carácter didáctico de su evangelio, Mateo prodiga las preguntas de los discípulos al Maestro y, en concreto, de Pedro.

         La pregunta y la respuesta barajan las mismas cifras que expone Génesis 4,24, al apuntar la venganza como base de actuación: "Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete". Estas cifras colocan el perdón en la base de actuación superadora de la venganza.

La respuesta del Maestro tiene un desarrollo gráfico en la parábola que añade. No se trata de una parábola pura, pues el versículo final ofrece la explicación: Lo mismo hará mi Padre celestial con aquel de vosotros que no perdona de corazón a su hermano. El sentido se concreta en la siguiente equiparación dinámica: “Aquél de vosotros que no perdona a su hermano se comporta, igual que el empleado incapaz de perdonar una pequeña deuda a un compañero suyo, después de que, a él, se le ha perdonado una enorme deuda. El perdonado no sabe perdonar; los perdonados por Dios no saben perdonar al hermano. En conjunto, la parábola aporta, pues, un elemento nuevo; el discípulo de Jesús no debe poner límites al perdón, porque sabe con creces lo que significa ser perdonado.

Jesucristo enseña a Pedro, que no se pueden poner límites al perdón, hay que perdonar siempre, perdonar a los demás indefinidamente, porque únicamente el perdón sin límites se parece al perdón de Dios, porque todos hemos de tener conciencia de haber sido perdonados sin medida por Dios: así proclamamos la Buena Nueva del perdón de Dios. El perdón que propone Jesús es la renuncia incluso a la compensación justa por daños y perjuicios; ser discípulo de Jesús es ser diferente, pues equivale a poner en marcha la utopía. El discípulo se sabe perdonado por Dios y vive desde la experiencia de ese perdón; se sabe envuelto en gracia. Por eso, lo que brota del discípulo nunca serán exigencias, sino donación, perdón y gratuidad. El perdón de Dios es el motivo y la medida del perdón fraterno. La pauta es Jesucristo: "que os améis mutuamente como yo os he amado" (Jn 13,34).

Dios es Padre de perdón y misericordiosa. La Cruz es el signo eminente y sublime del perdón a la humanidad pecadora. En su dimensión penitencial, la Iglesia ejerce el perdón de Dios, pero la fraternidad del cristiano perdonado no es real y significante para el mundo, sino, en la medida, en que imparte efectivamente el perdón y edifica la paz. La nota más expresiva de la misericordia de Dios, que se manifiesta no sólo en su perdón, al mal uso de nuestra libertad, sino en toda su acción con el hombre, es la imposibilidad de poder ser pagada de alguna manera; es auténtico amor a fondo perdido; Dios nada gana con querernos.

La tradición bíblica presenta un Dios que ama a un pueblo que no se lo merece ni tiene ninguna otra oferta y cualidad o valor antecedente. Dios nos ama, porque quiere; no existe otra razón. A nosotros, se nos invita a actuar en gratuidad, amando a los enemigos y dando a quien no nos puede dar. Los hombres no pueden negar el perdón a los demás, porque, a todos, Dios les ha perdonado muchísimo más; no pueden ignorar que su actitud, en lo referente a sus hermanos, compromete su propia situación ante Dios. Si su relación con el prójimo es vivida bajo la maldad, no hay razón, para que su propia relación con Dios se viva de otra manera; pero entonces son ellos las víctimas.

Comerciar con el afecto y con la relación humana "también lo hacen los publicanos y fariseos". La seguridad del amor de Dios, gracia inmerecida e impagable, potencia nuestra entrega más allá de cualquier norma establecida. En una sociedad utilitarista, competitiva y consumista, la gratuidad resulta de difícil comprensión. El creyente se ve también afectado e incluso contagiado por ese entorno. La búsqueda de influencias sociales, el cultivo interesado de las "relaciones públicas", el estar a bien con quien nos puede valer, el hacer favores, para poderlos cobrar, son tentaciones de cada día. Desde el utilitarismo habitual, preguntarse, para qué me puede servir o para qué perdonar a quien no me puede pagar en la misma moneda, suele ser un interrogante que brota de forma espontánea. La referencia a un Dios que se nos da como pura gracia, de manera gratuita, ha de servirnos no sólo, para organizar evangélicamente nuestro corazón, sino también para purificar las acciones de nuestra comunidad y no confundir el proselitismo con el verdadero servicio.

Esta parábola está construida sobre una doble relación. La relación del siervo con el rey y la de los siervos entre sí. El siervo malo debía de pensar que estas dos relaciones son distintas, que su comportamiento para con los demás siervos no tendría importancia por lo que hace a su relación con el rey. Lo contrario es la verdad: ambas son sólo una. Si el rey, en relación a los siervos, está dispuesto al favor, exactamente lo mismo han de hacer ellos entre sí; en definitiva, hay un único juego de relación, único, aunque complejo, el de los hombres entre sí y de los hombres con Dios.