XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 20,1-16: Id también vosotros a mi viña

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Is 55,6-9; Sal 144,2-3. 8-9. 17-18; Flp 1,20-24.27; Mt 20,1-16

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Al encontrarlos, se ajustó con ellos en un denario por jornada. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: Nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros…

¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia, porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos».

 

 

Lectura del Profeta Isaías:

 

    «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón.

    Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-.
Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes».

 

El profeta Isaías II (cap. 40-50), es enviado con la misión de consolar al pueblo destrozado y abatido por el destierro. De ahí, que su libro comienza así precisamente: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...” (40,1-11). Pagados sus errores con el destierro, el Señor se acuerda de su pueblo y le ofrece el posible retorno, la vía de la liberación; el castigo nunca es definitivo en las páginas de la Biblia. Al recibir la llamada del Señor, él que ve a los desterrados como una flor marchita, con cierto escepticismo, pregunta: ¿Qué debo gritar? La respuesta, frente a la veleidad de la palabra humana, la tiene en 40,8: “La palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. El desánimo no debe cundir entre los desterrados, ya que lo que el Señor promete siempre se cumple. El nuevo éxodo exige el acto de acercamiento a Dios, de conversión, que no es una utopía inalcanzable, sino que está al alcance del que tiene verdadero interés de cambio.

En el texto, perteneciente al epílogo, que enlaza con el prólogo del libro del Deuteroisaías, esos imperativos recalcan la urgencia con que se debe afrontar: "Buscad al Señor", "invocadlo". El fundamento está en la perennidad de la palabra divina; y por el hecho de que los planes y caminos divinos no son los humanos, la palabra de Dios es siempre fructífera, como agua que cae sobre los campos. Los modos y caminos de Israel son de duda, falta de fe, escasa confianza y plena amargura, por eso, el profeta lo llama a la esperanza, pues los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse" (40,31), y buscan al Señor. Ya en Amós, la búsqueda del Señor consiste, no hacer numerosos sacrificios, sino en obedecer la palabra profética: a Dios se le puede encontrar en el desierto, aquí y ahora mismo, sólo se requiere la conversión.

La palabra profética sigue resonando en nuestros días; es necesario oír y saberla captar. Muchos intentan sofocarla con sus ruidos, pero nunca lo logran, a la larga, da su fruto, aunque no se sepa cuándo ni cómo. Se necesitan vitalmente la esperanza, la confianza y la fe, para ascender a la altura y evitar el desmayo mundano, y así liberados abrazar con fortaleza la vida nueva. Una condición indispensable de este nuevo estado reside en "buscar al Señor": "Buscad al Señor, porque se deja encontrar" (50,1; 53,5; 57,17). La era mesiánica que se anuncia es de características tan radicalmente nuevas que las decisiones del hombre apartado de Dios no tendrán cabida en ella.

 

SALMO RESPONSORIAL:


    «Día tras día te bendeciré, Dios mío, y alabaré tu nombre por siempre jamás… El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, 
es cariñoso con todas sus criaturas.

     El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente».

 

 

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses:

 

     «Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger.

     Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir, para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida, veo que es más necesario para vosotros. Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo».

 

Esta carta, quizás, una de las más personales de San Pablo, trata de esclarecer la situación de encarcelamiento que sufre; la escribe desde la cárcel, entre las dudas del final de su proceso. Cualquiera que sea la sentencia, sabe ya, que, en su vida y en su muerte, será glorificado Cristo, cuyas llagas padece él ahora en su propia carne (Gál 6,17).

En su prisión,  sin saber si saldrá vivo o muerto, el Apóstol hace una profunda reflexión sobre la vida del que cree en Cristo. En su pensamiento, vida y muerte corporales están asociadas al misterio de Cristo. El cuerpo santificado del cristiano (1 Tes 4,2-4) pertenece a Cristo (1 Cor 6,12-20); así que está asociado a sus sufrimientos, pero también a la resurrección. El trabajo por la fe no es algo perdido, sino que ya está dando fruto.

Como vemos, en Filipenses, primera de las cartas de la cautividad, sobresalen las reflexiones de carácter cristológico. Jesucristo es el sentido, el principio y el centro de su vida, sin Él ya no vive. La expresión, “mi vivir es Cristo” muestra la profunda vivencia de su espíritu (Cf. 2 Cor 5,6-9); incluso, la muerte es una ganancia, pues así se une definitivamente con el Señor. Se siente imbuido totalmente, en unión con Cristo, pero, ante la necesidad que tienen de él sus feligreses, se presta a sacrificar ese disfrute. Ha llegado a desprenderse de sí mismo, hasta en lo referente a su propio camino espiritual, de tal modo que es capaz de sacrificarlo en favor de los demás, por lo que está ya en la mejor actitud de fe, está ya viviendo la vida de verdad.

El amor a Cristo y el amor a los otros, son la esencia de su pensamiento; la entrega al prójimo es razón básica en su proceder. Entre la muerte o la libertad, no sabe qué escoger, pues la muerte cumple su esperanza de la posesión de Cristo, pero su vida en el mundo puede ser todavía útil a la Iglesia. Así pues, queda en manos de Dios y en su voluntad en cualquier caso, ya que todo contribuye tanto la vida como la muerte, al bien de los que se salvan; lo importante es que los cristianos vivan dignamente conforme al Evangelio que enseñó el Señor (cf. Ef 4,1; Col 1,10).

El cristiano es ciudadano del reino de los cielos (Ef 2,19), cuyo Señor es Jesucristo Salvador (Filp 3,20), que nos ha dado su Evangelio. La comunión del cristiano con Cristo es tal, que tanto su muerte, como su vida son una manifestación de Cristo en él; el cristiano está incorporado a Cristo, aunque su vida ya es Cristo, la muerte permite una comunión más perfecta con él. De ahí, que escriba a los Corintios: "... sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión... Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo, para vivir con el Señor" (2 Co 5,6-8).

 

El santo Evangelio según San Mateo hoy expone la parábola del dueño que sale a buscar trabajadores para su viña. Es la primera de las tres inspiradas en la imagen de la viña

Es conveniente tener en cuenta el contexto precedente. Al joven rico que buscaba alcanzar la vida eterna, Jesús le propone repartir sus bienes entre los pobres y seguirlo. Tras la respuesta, Pedro pregunta: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué recibiremos por ello?" Jesús le contesta: "Todos los que hayan dejado esposa... por causa mía, recibirán la herencia de la vida eterna”. Ahora bien, los primeros serán últimos y los últimos, serán primeros". La respuesta va dirigida exclusivamente a los discípulos y significa, que, aun habiéndolo dejado todo, los discípulos son primeros, pero pueden ser últimos. De ahí, que este texto de hoy, de nuevo explicando y dando razón a los discípulos de su llamada, al final, vuelve a repetir la inversión. El núcleo fundamental se halla en el interrogante: "¿No puedo hacer lo que quiero con mis bienes, o vas ver con mal ojo que yo sea bueno?", y, así mismo, en que la recompensa es igual para todos. La parábola pone todo su acento en la liberalidad soberana de la actuación independiente de Dios; juzgada con criterio humano, resulta incomprensible, pero lógica.

Las horas de contratación diurnas se computaban de seis de la mañana a seis de la tarde. Por consiguiente, los primeros jornaleros contratados trabajan doce horas frente a una de los últimos. El contraste entre unos y otros es muy gráfico. Al recibir todos el mismo el pago, se produce el disgusto y la protesta, los primeros comparan y exigen. Se consuma así la inversión. Según Ireneo y Orígenes, los Padres de la Iglesia indicaron la función que desempeña el tiempo en esta parábola. Los sucesivos envíos de obreros muestran las grandes etapas de la historia bíblica durante las cuales Dios llama al hombre: primero fue Adán en la creación del mundo; segundo, Noé, en el final de una alianza universal; tercero, Abrahán y los Patriarcas; cuarto, Moisés, quien recibe la Ley, y quinto, que corresponde a la undécima hora, Jesucristo. También vieron reflejados los principales momentos de la vida humana: unos son llamados a trabajar en los asuntos del Reino desde la infancia; otros, en la adolescencia; otros, en la edad adulta y aún después; y otros, por fin, en lo equivalente a la hora undécima, ya de mayores.

Al estar dirigida a los discípulos, no se trata de una parábola pura. En esta perícopa, Cristo pretende que entiendan el comportamiento misericordioso de Dios, al margen de la estrechez de las concepciones humanas sobre la justicia y los contratos que rigen las relaciones entre los hombres. En el versículo final, en efecto, Jesús ofrece la pauta para su interpretación. El agravio fundamental que se hace al dueño de la viña (Dios) es su falta de "justicia". Es la misma queja formulada por el hijo mayor al padre del hijo pródigo (Lc 15, 29-30), agravio de los "buenos" judíos a la doctrina de la retribución (Ez 18,25-29), el reproche de Jonás ante el perdón otorgado por Dios a Nínive, la ciudad pagana (Jon 4,2). Cada uno de ellos, opone a la justicia de Dios y su comportamiento misericordioso, no esperado por los hombres (Lc 15,1-2), a su propia concepción humana. Aquí, la parábola deja descartado todo problema de injusticia: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. Te doy el denario tratado; toma lo tuyo y vete". El dueño lo explica, si "tu ojo es malo", el injusto no soy yo; lo malo es tu envidia y animosidad contra los favorecidos. Indudablemente, rompe los esquemas basados en conceptos de justicia-injusticia, obligación-derecho, cumplimiento-exigencia. Por su bondad, se compadeció de aquellos hombres e hizo que, sin merecerlo, también llegase a ellos un salario desproporcionado a su trabajo.

Jesucristo encara esta objeción con un argumento "ad hominem": el amo de la viña es "justo", a tenor del modo humano de concebir la justicia, con los primeros, ya que les da el sueldo convenido; con los últimos, es justo al modo divino, pues, con éstos no se había establecido ninguna clase de convenio sobre el trabajo y salario. Este argumento es, no obstante, flojo, porque la injusticia que se le reprocha a Dios no reside en el trato dispersado a los jornaleros tomados separadamente, sino en la comparación entre las dos maneras de actuar. Además, Cristo pasa de un punto a otro, afirmando la primacía de la bondad de Dios. No es que su forma de actuar se oponga a la justicia humana, sino que la trasciende totalmente en el amor. Según esto, el pacto establecido con los jornaleros, que ellos vivencian como derecho adquirido, como exigencia, como superioridad, se muestra como un acto gratuito de Dios (Dt 7,7-10; 4,7), es una gracia del amor gratuito del Padre, gracia que descansa totalmente en la libertad de Dios y que supone la nuestra (Gál 3,16-22; 4,21-31). El que los últimos reciban la misma recompensa que los primeros, no se debe a su mayor aplicación y rendimiento en el trabajo. Aplicando una justicia distinta a los obreros, Dios pone de manifiesto su amor a unos y a otros, de acuerdo con las situaciones de cada uno. La recompensa que Dios otorga al hombre será siempre pura gracia. El hombre nunca tiene derecho a presentar la factura a Dios.

Con una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, intentamos que Dios se parezca a nosotros en cuanto a salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Nuestra tendencia farisea, que Pablo reprocha, surge al exigir normas cuyo cumplimiento diferencie a los buenos de los malos. Dios nos quiere igual por encima de leyes y medidas. Dios es gratuito. Vemos absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual. Las medidas de Dios no son las nuestras; su justicia es muy otra, surge de la libre misericordia y de la incalculable disposición de Dios.

Puede ser que muchos piensen como estos jornaleros, que ellos son buenos y muy trabajadores y, por eso merecen más; pero no son discípulos de Jesús. Por eso dijo: "Si vuestra justicia no sobrepasa la de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5,20). Ser discípulo de Jesús no es ser mejor, sino ser diferente; el discípulo de Jesús no presenta la cuenta ni la hoja de servicios, no exige, no establece comparaciones; es discípulo y basta, todo lo experimenta como don, vive asombrado de lo que es, agradece su salario, sin importarle el peso del día ni la hora; no se mide a sí mismo ni actúa por parámetros de mandatos ni de leyes. Sólo se rige por la talla que ha de dar en el laboreo de la viña del Reino de los Cielos.

En el tiempo en que se escribe el evangelio de Mateo afluían a la Iglesia numerosos paganos convertidos con gran escándalo para la mentalidad judía. Cuestión esta que solamente puede ser comprendida por un corazón que haya comprobado su propia experiencia de pecado; el que se sabe pecador quiere que la gracia de la muerte de Cristo redunde profundamente en todos. Es la proclamación de la misericordia de Dios, la afirmación constante de la gracia. En esto consiste la novedad desconcertante del Evangelio.