XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 25,1-13: No os conozco

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Sab 6,13-17; Sal 62,2-8; 1 Ts 4,12-17; Mt 25,1-13

 «En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parece a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco, de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz, «llega el esposo, salid a recibirlo» Se despertaron las doncellas y tomaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas» Pero ellas contestaron:«Puede que no haya bastante para todas, mejor es que vayáis a comprarlo». Mientras iban a la tienda, llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras, diciendo: «Señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «Os lo aseguro, no os conozco». Así pues, velad, porque no sabéis el día ni la hora». 

Lectura del libro de la Sabiduría:  

     «Radiante e inmarcesible es la sabiduría; fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada. Pensar en ella es prudencia consumada y quien vela por ella, pronto se verá sin afanes. Ella misma busca por todas partes a los que son dignos de ella; en los caminos se les muestra benévola y les sale al encuentro en todos sus pensamientos». 

             Este texto del Libro de la Sabiduría es una pieza preciosa y magnífica. Hace una exhortación a buscar la sabiduría, puesta en boca de Salomón. Se presenta la sabiduría de Dios personificada por una joven hermosa que solicita a su amante para un encuentro feliz. "Fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan". No se comporta como una mujer esquiva y desdeñosa, sino que, al contrario, se hace la encontradiza, para los que la aman, para los que la desean y la buscan. El auténtico conocimiento de Dios no procede de un intrincado ejercicio intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a todo el que, con limpia disposición, lo recibe en su alma abierta: "Se anticipa a darse a conocer a los que la desean.

          La Sabiduría se adelanta a todos las determinaciones y hallazgos del hombre. Por ella, quien consigue algo o descubre y domina un hecho del universo está obligado a comprobarlo y examinar su realidad y su exclusividad. El hombre sabio debe aceptar a sus predecesores y precedentes, fundamento de todo lo que es y posee. La inteligencia consiste en superar el egoísmo y abrirse a la gratuidad de Dios.

               La Sabiduría de Dios madruga más que quienes la desean; cuando despiertan y la buscan, he aquí que la encuentran esperando a su puerta. Dios se presenta al hombre que lo busca y se anticipa a sus deseos; la primera iniciativa para el encuentro la lleva la Sabiduría de Dios, el propio Dios va a los que se hacen dignos de conocerlo. Más aún, el hombre no buscaría a Dios, si Dios no lo hubiera alcanzado antes. En todas las preguntas y deseos, en todas las búsquedas y pensamientos, está ya la Sabiduría de Dios haciendo que pregunten por ella, que la deseen y la busquen. Así que, no es difícil conocer a Dios, si se está dispuesto y no se tiene el interés de ignorarlo. La divinidad, a pesar de que el hombre se empeñe en negarlo, sigue atrayéndolo, ya que es fuente y origen de todos los bienes: "con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables..." (7,11). El mundo también hace ofertas tentadoras que alegran el corazón humano: poder, dinero, dignidades, cargos... Es algo seductor y apetecible, que atrae, pero en el fondo muerde como culebra. No merece la pena afanarse en eso, pues, en lo más profundo del ser, sólo produce acritud, desilusión y vacío: "Dichoso el hombre que me escucha, velando en mi portal cada día..." (Pr 8,34). Sólo el que se abre a la sabiduría, a la divinidad..., obtiene la alegría, la paz, la tranquilidad..., y además todos los otros bienes.

          Lamentablemente, hay incluso muchos cristianos que ni siquiera son capaces de imaginar que alguien esté sentado junto a su puerta, llamando y esperando para amarlos. "He aquí que estoy junto a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, yo entraré en él y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). ¡Cuán necesario se ve hoy que los gobernantes de la tierra respondan y le abran sus puertas de palacios y lujos! El bien común no requiere boato, sino el abrazo de la sabiduría. Otro cantar sería, si se dejaran hechizar y embelesar por tal esposa. La sabiduría exhorta a los gobernantes de la tierra a que la escuchen y, pues, son los responsables más directos del gobierno del mundo, quiere inculcarles una manera completamente nueva y revolucionaria de regir las naciones: “Si os gustan los tronos y los cetros, soberanos de las naciones, respetad la sabiduría y reinaréis eternamente» (6,21).

          La  sociedad está fundada en el poder y en el dinero. Pero, “no podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6,24). Todas estas máximas suelen quedar ignoradas e inoperantes, pues los poderosos no son siempre seguidores de la sabiduría. Sin embargo, Jesús, al asumirlas y presentarse como auténtica sabiduría, dio un vuelco a la historia. Si no se cambia por completo la escala de valores, no se puede captar el sentido profundo de las máximas de la sabiduría. Sólo se acepta lo que agrada y lo que justifica las posiciones a que uno se agarra con obstinación. El hombre justo entronca unos valores que los poderosos consideran ridículos y utópicos. Estos muchos sabios son la salvaguarda del mundo. Son «sabios» los discípulos de la Sabiduría, Jesús de Nazaret. 

SALMO RESPONSORIAL:

     «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua. ¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! …  Velando, medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo». 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses:  

      «Hermanos: No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él». 

          San Pablo afirma la identidad del destino del cristiano con Cristo Resucitado, ante la muerte de algunos cristianos.

          Los tesalonicenses estaban afectados sobre manera; les resultaba un problema que, antes de la segunda venida de Jesús, algunos cristianos de la comunidad ya hubiesen muerto; les entristecía pensar que quizás éstos quedarían fuera de la llamada universal que haría cuando volviese. San Pablo, consolándolos y avivando su fe y esperanza, les pide que recuerden sus enseñanzas sobre la resurrección de los muertos. Han de rehuir los comportamientos de los paganos, ignorantes de la resurrección de los muertos; los cristianos viven en la esperanza; creen que Jesucristo ha vencido la muerte y que van a resucitar con Él; la fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna es para ellos una verdad esencial y muy cierta, pues, “a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará consigo”. Toda la vida del cristiano se encuentra orientada por la resurrección de Cristo. Los que han muerto, con Cristo en el bautismo, resucitarán también con Él y Dios los toma en su seno. Aprovecha San Pablo, para enseñarles el desarrollo de los últimos tiempos del mundo. Su descripción, metafórica, es sin duda clara; los ya muertos y los que vivieren aún en el momento de la vuelta de Cristo, todos serán llevados a la gloria.

          La esperanza en la resurrección se funda en la convicción de que Jesús ha resucitado y que todos los que viven y mueren en Jesús tienen la vida eterna. Cristo es "el primogénito de los muertos" (Col 1,18), el primer resucitado para la verdadera vida; es la cabeza, principio de unidad y solidaridad de todos los miembros para formar un mismo cuerpo. Si Cristo, la cabeza, ha resucitado, también resucitarán sus miembros. La resurrección de Cristo, y de los que son de Cristo es obra de Dios, el Padre (1 Cor 6,14; 2 Cor 4,14). Dios resucitará a los que mueren "en Jesús" porque son de Jesús (Rm 14,8). Pablo apoya su enseñanza en las palabras de Jesús, en la tradición y en el mensaje del testimonio apostólico tal y como se formula en el "apocalipsis sinóptico" (Mt 13 y paralelos).

          Respecto a la venida del Señor al fin de los tiempos, distingue Pablo dos grupos: "nosotros, los que vivimos" y "los difuntos". Afirma que los vivos no aventajarán en nada a los que ya hayan muerto. Todas las ideologías humanas de liberación marginan a los difuntos, la última opresión que padece el hombre y la más terrible es la muerte, si no se puede vencer la muerte, tampoco se alcanza la liberación total. La fe en la resurrección de los muertos es una garantía de la dignidad de los vivos; esta fe prohíbe a los cristianos sacrificar a los hombres de hoy en beneficio exclusivo de los hombres del mañana.

          El Apóstol describe la venida del Señor y la resurrección de los muertos con símbolos tomados de la literatura apocalíptica. Cree, como todos los fieles de su generación, que la venida del Señor es "inminente"; aunque no se funda en ninguna palabra de Jesús y lo único que puede decir en nombre del Señor, es que "el día llegará, como un ladrón en la noche" (5,2; cf. Mt 24,36.43.44). Sabemos que vendrá, pero no se sabe cuándo. Creer es vivir según las enseñanzas evangélicas.          

          El santo evangelio, según San Mateo, pone hoy, en consideración la parábola de las vírgenes prudentes.

          La parábola es una exhortación a la responsabilidad y la preparación; es sabido que Dios, Padre, nos invita a la gran fiesta, la celebración del conocimiento de Dios; no se puede dejar perder la "sabiduría radiante", que es "inmarcesible, y fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan".

          En su contexto, late la celebración de una boda. Era costumbre que, tras pasar el día en bailes, a la caída de la noche, se realizaba la cena de boda; entre antorchas encendidas, se llevaba a la desposada a casa del esposo, que se retardaba tratando con los padres la dote de la novia. Cuando se anunciaba la llegada del esposo, las mujeres, dejando a la novia, salen a su encuentro con las antorchas.

          El Maestro, tomando una circunstancia de la vida corriente, extrae una enseñanza teológica. Expresa una concepción de la peripecia humana que conduce a la relación con la Divinidad. Se trata de un concepto general de la historia, de su sentido y dirección, que no se debe reducir ni confundir con la muerte individual de las personas; la vigilancia ante la ignorancia del día y de la hora no se refiere a la muerte; la llegada del Hijo del Hombre no tiene relación alguna con el día de nuestra muerte. Es, pues, totalmente errónea la interpretación del texto como una exhortación a estar preparados para la muerte; no encierra tremendismos ni terrores, sino una concepción religiosa y positiva de la historia. El acontecer humano tiene sentido e invita a vivir sabiendo que lo tiene, por eso, hace la invitación a velar. El riesgo que hoy se corre, como sucedía a los contemporáneos de Mateo, consiste en pensar que el futuro divino se demora, porque no existe. Este es uno de los problemas del hombre actual; ahí radica su convulsiva búsqueda del placer y el aferrarse al goce del mundo presente. La parábola muestra ese rotundo error limitante, estéril y falto de horizonte, que ese aferramiento es denigrante y grave. El discípulo de Jesús debe vivir con la mirada en el horizonte que sale y viene de Dios.

          Las jóvenes necias, por su escasa previsión, reciben una dura sentencia condenatoria sin haber hecho nada malo, no maltratan a las compañeras, ni a los criados, como el mayordomo infiel. Tenemos aquí el problema clásico de la omisión y la neutralidad. El teórico "no hacer nada malo" es también un modo de hacer el mal; algo parecido a negar auxilio en carretera; es no dar de comer al hambriento, es no vestir al desnudo. La neutralidad no existe, el hombre siempre se encuentra comprometido con alguien y con algo. La cuestión importante está en no olvidarlo, ser consciente y responder siempre consciente al deber. Exige una vida de fidelidad al don recibido y de servicio a los demás, especialmente a los pequeñuelos.

               Ahora bien, la parábola debió tener una primera aplicación al propio ministerio de Jesús; en Cristo, se ha hecho presente el Reino de Dios, es el Esposo que invita a la celebración de bodas y ello exige una actitud personal de disposición antes de que se cierre la puerta. La comunidad de Mateo y la Iglesia en todo tiempo, han de responder a su llamada -siempre urgente- de tomar una decisión ante Jesucristo y vivir preparado a recibirlo en cualquier momento y en cada hermano. Los primeros cristianos vieron a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes, compuesta de buenos y pecadores; en este sentido esta parábola tiene mucha semejanza con la red que recoge toda clase de peces, buenos y menos buenos (Mt 13,48), a la sala de banquetes, donde se reúnen justos y pecadores (Mt 22,10), al campo, donde crecen tanto la buena, como la mala semilla (Mt 13,24-30). La Iglesia es, pues, semejante a un cortejo de hombres que caminan hacia el Señor, unos llevan encendidas las lámparas de su vigilancia, otros no se preocupan de alimentar su fe. Los primeros procuran vivir sin dispersarse en mil cosas fútiles, han escogido a Cristo y permanecen fieles; los otros se contentan con una pertenencia puramente sociológica. La discriminación sólo se hará al término del periplo de la Iglesia sobre la tierra, en el día de las nupcias de Cristo con la humanidad que disponga de aceite y lámpara.

          La parábola suscita un interrogante. ¿Qué sería si las prudentes hubieran prestado el aceite y todas llevaran sus lámparas encendidas?, ¿castigaría el Esposo a las que compartieron el aceite? Si Jesús intentara decir eso, habría que hablar de una contradicción y constatar inmediatamente que el mismo Jesús exhorta muchas veces a repartir nuestro aceite. Así pues, hay que pensar que Jesús se refiere a alguna exigencia que no se resuelve con el préstamo del aceite; en el marco de la fe, como en el de la realidad humana, hay multitud de valores que son ardua adquisición personal, exclusivos y no compartibles. El aceite y la lámpara significan aquí algo propio e intransferible, que forma parte de la identidad personal, algo subjetivo que configura al hombre y sin lo cual el hombre no es, e, incluso, resulta irreconocible para el mismo Dios: "No os conozco".

          ¿Qué significa tener aceite y la lámpara encendida? La liturgia sugiere una cierta identidad entre el aceite de la parábola y la Sabiduría (Sb 6,13-17), y entre las lámparas apagadas y la aflicción atosigante ante la muerte (1 T 4,13-17). Evidentemente, Dios no puede hacer nada por un hombre sin luz y sin esperanza y no porque a Dios le falte misericordia, sino por la imposibilidad radical de poder llamar hombre a una vida sin luz y sin sentido; es imposible salvar al que no quiere, al que se niega voluntariamente, al que no tiene la mínima luz, y se autoexcluye inevitablemente de la fiesta del Padre. De andar vigilantes ante esa seria posibilidad avisa la liturgia de estos domingos. No obstante, cabe el optimismo. Es fácil tener luz, porque Dios nos hizo en ella y marcados por ella: "La sabiduría se anticipa a darse a conocer a los que la desean...", "ella busca por todas partes a los que son dignos de poseerla".

          Hemos de estar alegres y llenos de gozo, porque somos invitados a la celebración, llamados al gran banquete de bodas en la casa de la novia con las lámparas encendidas; hay que multiplicar y renovar el aceite de nuestras lámparas, la verdadera sabiduría, que es Jesucristo, que nos aconseja: "Que así resplandezca vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a Vuestro Padre del cielo" (Mt 5,16).