XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Solemnidad de Cristo Rey

Mt 25,31-46: Se sentará en el trono de su gloria

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Ez 34,11-12.15-17; Sal 22,1-6; 1Co 15,20-26.28; Mt 25,31-46 

«En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre con todos los ángeles se sentará en el trono de su gloria y se reunirán ante él todas las naciones. Separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. Los justos le dirán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?

Y el rey les dirá: En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis…» 

Lectura del Profeta Ezequiel:

      «Así dice el Señor Dios: Yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño, cuando se encuentra las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas; y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor Dios-.

    Buscaré las ovejas perdidas, haré volver las descarriadas, vendaré las heridas, curaré las enfermas;las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré debidamente. En cuanto a vosotras, ovejas mías, así dice el Señor Dios: He aquí que yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». 

          En la literatura antigua oriental, la imagen del pastor y su rebaño, arraigada en la experiencia (cfr. Dt 26,5), responde a los orígenes populares de la civilización nómada; este símbolo aparece con frecuencia en la Biblia, para explicar las relaciones entre los dirigentes y el pueblo (Jer 23,1-4; Zac 11,4-17). El pastor evoca un defensor ante el peligro, un cuidador solícito que procura siempre los pastos propicios a su grey. Jesús, el buen pastor, siempre fiel a su pueblo, no permite que sus ovejas anden errantes sin dirección, sin pastor y sin redil.

          Mediante esta metáfora, el profeta Ezequiel, denunciando, con vigor, las injusticias y los abusos de los malos "pastores" de Israel, viene a decir que el mismo Dios pastoreará el rebaño. Los jefes religiosos y políticos, cuya única razón de ser es la de atender al pueblo, son los responsables del caos que impera entre la grey; no la pastorean, se dedican a buscar su propio provecho, "os coméis su enjundia, os vestís con su lana, matáis las más gordas, y no las apacentáis (v. 3); no la apacientan, se ocupan de sí mismos, abusan de su poder, son crueles y egoístas, no están al servicio de su pueblo... son la causa de la dispersión y el destierro es inevitable. El texto se centra históricamente en la diáspora y en el exilio babilónico de Israel, que tienen su motivación en el fracaso de la monarquía y la incapacidad de los dirigentes, y provocan la corrupción política, económica. Pero, Yahvé, no desiste de su plan de salvación; en el fracaso del hombre, resalta con más brillo la fidelidad de Yahvé, que va a intervenir a favor de su pueblo; será el pastor, que sale a buscar las ovejas descarriadas y dispersas por todas las naciones, las reunirá y las agrupará en la tierra de que se les arrojó, "El Señor es mi pastor..." Sal 33.

          Esta profecía se cumplirá en momentos distintos de la misma historia de la salvación; alcanza sentido, en buena parte, en Jesús de Nazaret, "el buen pastor" (Jn 10), que vino al mundo a "buscar y salvar lo que se había perdido" (Lc 19,10); y, así mismo, cuando llegue el día del Señor, en que se termine este tiempo y llegue la sentencia y el juicio de los justos. Tras juzgar y condenar a los malos pastores, el Pastor separará las ovejas de las cabras, el pueblo será dividido claramente en dos partes, los explotados y los explotadores; unos comen hoy a todo pasto y "empujan a las ovejas débiles con los cuernos hasta echarlas fuera" (v.21). Dios pondrá en su sitio sus ovejas débiles y desechadas y dará exterminio a las panzudas, las soberbias y las regaladas en lujos.  

SALMO RESPONSORIAL:

      «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa». 

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios

      «Hermanos: Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto, primero Cristo como primicia; después, cuando él vuelva, todos los cristianos… Cristo tiene que reinar, hasta que Dios «haga de sus enemigos estrado de sus pies". El último enemigo aniquilado será la muerte… Y así Dios lo será todo para todos». 

          Esta perícopa es ajustada síntesis cristiana del sentido de la historia; contempla el quehacer humano, en cuanto víctima de unas fuerzas y poderes intrahistóricos, cuyo problema reside en el propio hombre, tipificado en Adán, que acarreó el inevitable desenlace de la muerte.

          El capítulo 15 de esta carta aborda la Resurrección de Cristo en toda la realidad, sobre todo en lo que atañe al hombre; es el tema central del párrafo. A los corintios de mentalidad griega, San Pablo les explica la idea esencial de que, si Jesucristo ha resucitado, también los cristianos han de resucitar; la muerte no es la liberación del alma encarcelada, sino un poder que Jesús ha destruido. Presenta, en conjunto, mostrando el camino que aún resta hasta la escatología, el proceso de la humanidad hacia su término. Como en otros puntos del N.T., aquí se acentúa que la fe hace participar ya de la vida en plenitud, aunque tal plenitud todavía no se ha alcanzado en su totalidad.

          El Apóstol ve en la Resurrección de Cristo y sus efectos sobre los hombres, la victoria sobre el pecado que domina a la humanidad desde Adán. Esa victoria se va completando en cada hombre y en cada generación hasta llegar al final. Cristo Resucitado domina y comunica su Vida a quien libremente se entrega y cree en Él. Vida que supera todas las opacidades de pecado y muerte.

          El señorío de Cristo glorioso no se reduce a un sector de la realidad, como dirá en Colosenses y Efesios, el Misterio de Cristo sobre la creación, es modelo de ella y destino final, previsto desde el principio por los designios de Dios e implica que Dios es Todo en todas las cosas; lo que significa que el propio hombre obtiene su máximo sentido, o sea, hace ser Dios al hombre. Este es el último sentido de la Resurrección.

          San Pablo subraya el carácter de nueva creación que tiene la obra de Jesucristo, que, amnistiando con ello, a la humanidad entera del peso de la sentencia que desde el Génesis la atenazaba, culmina con la destitución del poder de la muerte. Una vez realizada esta obra de Cristo, Dios Padre se manifestará como principio de toda vida y meta final de toda la creación y de todo el vivir humano, ya rehabilitado y conducido a plenitud. Jesucristo es primicia, el primer fruto de una gran cosecha y la garantía cierta de la misma; Él es la certeza total y absoluta que el hombre tiene. Llegará un día en que el proceso histórico iniciado por Cristo se manifestará en toda su dimensión y se revelará al fin, con toda claridad, que Dios había sido desde siempre la razón de ser del hombre.

            El santo evangelio, según San Mateo, expone hoy, la última enseñanza de Jesucristo, sobre su venida en gloria y poder, el día final, en que sentado en el trono, el Rey, Hijo del Padre, reunirá a "todas las naciones", para juzgarlas. El juicio del que aquí se habla en lenguaje profético es universal. La promesa y la amenaza va dirigida sin distinción a cristianos y paganos, a los creyentes y a los ateos, a todos los hombres y pueblos. La novedad más significativa del texto reside en la participación de los paganos, de los "goyim", los gentiles que no pertenecen al pueblo judío en la hora final, algo absolutamente impensable en la mentalidad de los judíos contemporáneos de Jesús. La Iglesia celebra hoy la fiesta de Cristo Rey. San Mateo, el redactor final de este pasaje, es quien introduce, con toda seguridad de su propia mano, los títulos de Rey e Hijo del Padre, que la Iglesia primitiva, como expresión de su fe, concede a Cristo Resucitado; pues, Jesucristo no se autodenominó nunca rey ni se atribuyó a Sí mismo las funciones de juez, que son propias del Padre. Precisamente, ese hijo-rey de los vv. 31,34 y 41, sentado como juez escatológico, se presenta como el que tuvo hambre y sed, que fue forastero y anduvo desnudo, enfermo y en la cárcel. De modo, que ese encuentro decisivo y personal de Cristo con los hombres no tiene lugar en un marco de gestos heroicos y extraordinarios, sino en un ambiente del día a día de la vida humana. Con esta imagen profética del juicio final, el evangelista propone un ejemplo impresionante de cómo afrontar hoy la espera responsable de la venida del Hijo del hombre; vivir la propia verdad y fidelidad evangélica es condición esencial para la salvación o perdición definitivas; se juzgan las relaciones cotidianas de acogimiento o rechazo del necesitado, signo objetivo de la presencia humilde y escondida de Cristo Rey. Aquí, Mateo funde, en una maravillosa síntesis, los dos puntos nucleares que dicta el Evangelio: la fe en Jesucristo y el amor al prójimo, expresión de la voluntad de Dios Padre que está en los cielos.

          San Mateo ha explicado que, el que quiere entrar a formar parte del Reino escatológico, debe estar en vigilancia. El Reino de Dios y el modo de entrar en él lo definen las palabras de Jesús: "venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino". Dios no se manifiesta en el poder, sino en la pobreza y el sufrimiento; el Reino de Dios no tiene ejército ni precisa armas en su defensa; sólo es, tiene y exige el amor; en el mundo, en nuestras calles de civilización cristiana, hay gente que tiene hambre, que está desnuda y que es perseguida por causa de la justicia, harta de hambre y de sed, ahí, en el reconocimiento de esos hermanos, está el Reino de los cielos.

          La imagen del pastor que separa las ovejas de las cabras procede de Ezequiel (primera lectura). Esto es importante, para comprender que, evidentemente, se trata de un juicio entre los explotadores y explotados, entre los que cometen la injusticia y los que la padecen. El Señor saldrá en defensa de los pobres, de los que sufren, de los perseguidos por su amor a la justicia. El juicio versará sobre las obras, la actuación será la que distinga a los hombres y muestre sus valores, no las palabras ni los rezos; cualquier otra discriminación o distinción no será valida, no van a pesar la raza, ni el dinero, ni la cultura, ni los honores..., para situar al hombre en un lado o en otro del Señor. Para encontrar la salvación se exigen siempre obras de amor, la ley con la que se va a enjuiciar es la del amor. El cumplimiento del Nuevo Mandamiento o su incumplimiento anticipa ya en el mundo el juicio final; el que ama a Cristo en los pobres y se solidariza con su causa entra en el reino de Dios.

          La descripción del juicio, estructurada en dos partes paralelas y antitéticas, es sobria; la división a derecha e izquierda, entre ovejas y cabras, imagen del pastor que al caer la tarde reúne su rebaño, es convencional y pedagógica. El juicio abarca a todo el mundo, como también el Evangelio debe ser predicado a todos (cfr. 28,19). Las palabras de acogida o rechazo a entrar en el Reino recuerdan las llamadas obras de misericordia. Jesús ha dicho que toda su Ley consiste en amar a Dios y al prójimo, aquí se exige el amor expresado en obras de servicio y entrega a los hermanos necesitados, y por ellas, cada uno será declarado justo o condenado, según haya actuado; en el texto, al preguntar los juzgados con extrañeza, cuándo lo hicieron, el Juez les explica su sentencia: Cuando lo hicisteis conmigo. Los humildes, los "pequeños" son el mismo Jesucristo, la respuesta tiene alcance universal, como el juicio. Esta identificación, en efecto, constituye desde el Éxodo uno de los rasgos característicos del Dios Bíblico.

          Las obras, que, aquí, se examinan no son acciones excepcionales, sino las corrientes, presentes en la vida de todos los días. El amor a Cristo, significa amar a cada uno de los hombres; así, el cristiano manifiesta su amor a Jesús en su caridad con el hermano, con todo hombre; el grado de amor y misericordia, que se haya alcanzado, será el criterio del veredicto. Quien pretende amar a Dios y ser cristiano sin amar al prójimo y reconocer a Cristo en los pobres y explotados, se verá condenado; el que no ama y explota a sus semejantes se excluye del reino de Dios. La caridad aparece como el instrumento esencial de la instauración del Reino de Dios (1 Co 13,13).

          Jesús propone una concepción universal del Reino de Dios. Esta es la intención prioritaria del texto y lo convierte en esencial para la humanidad, por cuanto, al no hacer de la religión condición capital, para encontrar a Dios, cualquier humano puede llegar a Él, siempre que haya hecho de la caridad su vida. El amor la caridad fraterna es la característica esencial, el distintivo del cristiano, como enseña Jesús en el Evangelio. Así es como Jesucristo ha revelado a Dios y como se ha convertido en “humilde” Rey del Universo.