Solemnidad. Natividad del Señor

Lc 2,15-20: Encontraron a María y a José y al niño

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Is 62,11-12; Sal 96,1-6.11-12; Tit 3,4-7; Lc 2,15-20. 

Cuando los ángeles los dejaron, los pastores se decían unos a otros: Vamos a Belén, a ver eso que nos ha comunicado el Señor.

Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Habiéndolo visto, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabando a Dios por lo que habían visto y oído, como se les había dicho. 

       La gente que busca salvación, estalla de gozo por el anuncio que llena toda la tierra: llega el Dios salvador. “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. El mensajero la siente ya presente y ve un pueblo santo, buscado, redimido, surgir de un pueblo manchado e irredento (Is 60,15).  

          El Profeta Isaías anuncia: «El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra: Decid a la hija de Sión: Mira a tu salvador que llega, el premio de su victoria lo acompaña, la recompensa lo precede».  

          El profeta hace su anuncio, para levantar la esperanza del pueblo; está convencido de que Yahvé quiere y puede salvar a su gente. De ahí que, no ceje de gritar hasta que amanezca la salvación precedida por la aurora de la justicia.

          Este capítulo del tercer Isaías vuelve al tema de las relaciones de esposo y esposa, entre Dios y Jerusalén. Yahvé dará a Jerusalén su brillo universal. El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un nuevo impulso a Israel, decir el nombre es llegar a la esencia de la persona (Ex 3,13). Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán a Israel. Es el milagro del Señor.

          Las relaciones que se instauran entre Dios e Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más profundo de la persona: el amor. Muchas veces en la Escritura se oyen estos acentos (cf. Ez 16). La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel y abandonada. Son palabras de honda consolación, dichas al corazón del creyente. El hombre es incluido en el plan de Dios, brilla la luz y la esperanza, porque el amor es intenso y da la vida.

          ¡Qué maravilla! Dios nos ama y se ha unido íntimamente en desposorio, con nosotros. El creyente nunca está solo y abandonado: va siempre acompañado y amado. 

          San Pablo a Tito le Hace hincapié en la bondad de Dios y su amor por todos nosotros. No han de olvidar que, apenas hace nada, ellos y los otros eran paganos. La diferencia del cristiano con un pagano es que la bondad de Dios se ha  manifestado al primero y sigue todavía velada para el segundo. Pero el cristiano, siendo sensible al amor de Dios para con los hombres, no puede despreciar a aquellos ni a nadie. La manifestación de la bondad de Dios ha sido absolutamente gratuita: no son las obras de justicia, sino la gracia de Dios la que hace que hayamos llegado  a ser cristianos (Tt 3,5).

          Magnífica y hermosa tesis de universalismo, consecuencia lógica de la condición humana del Hijo de Dios. Cristo revela la humanidad de Dios y la divinidad del Hombre: «Apareció la  benignidad y la humanidad de Nuestro Salvador" (Tt 3,4). Es el primer misterio que nos trae la Navidad. La divinidad de Dios es, pues, su libertad de ser en sí y para sí mismo, y, al mismo tiempo, con nosotros y para nosotros. La libertad de afirmarse y de darse; de poseerse plenamente, y de hacerse Niño. 

          El evangelio de San Lucas nos propone la revelación de un mensaje especialísimo del ángel del Señor a los pastores. Una antigua tradición los identifica con los pobres de la tierra, los que viven alejados de los pueblos y no pueden cumplir reglamentos de la ley ceremonial de los judíos. 

          La escena tiene lugar en Belén, ciudad del rey David, que fue pastor, llamado por Dios de entre el rebaño; así como Abraham y los patriarcas, que también eran pastores, oyeron la llamada de Dios y recibieron su visita. Relatos más o menos parecidos se han contado en otros pueblos del Oriente Antiguo. Estos pastores, pues, no son simplemente los pobres y alejados, sino más bien aquéllos que están prontos a oír la voz de Dios y a constituir su nuevo pueblo en este mundo.

          Ciertamente, los pastores atentos escuchan la palabra del ángel, sin dilación, corren a ver el signo y encuentran al niño recostado en el pesebre. Lo auténticamente maravilloso reside en que el anuncio les convence, y, aceptando el evangelio, creen que ha nacido el Salvador y alaban a Dios por ello. Nosotros, también, podemos ver en este misterio, con ojos de cristianos, un niño, envuelto en los pañales, indefenso, una criaturita, pero en él, el Cristo, Mesías, que se hace hombre, predica el amor y Siervo de Yahvé, muere ajusticiado. Es el doble signo, el de Belén y el del Calvario. En él, se descorre el velo de la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: Os ha nacido el Salvador, id y ved, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el cosmos. La fe lleva a responder con convencimiento y firmeza, como los pastores, que eran quizá los más pequeños de la tierra, y a creer como Abraham, con la luz de la verdad de Dios. Como ellos, el cristiano debe confiar en la palabra del ángel, creyendo en el Evangelio; ir y encontrar al niño y recibirlo con alborozo, en su nacimiento; y, pues, es el Salvador, alabar y glorificar a Dios. La historia ha comenzado en Dios, que nos ha puesto en camino hacia el niño del pesebre; desde el niño y su evangelio, todo conduce hacia Dios, en su obra salvadora.

          El relato de los pastores, ofrece dos posturas. Una la de los curiosos, que se admiran por lo extraño del suceso. Otra la de María, que conserva todas estas cosas, las medita en su interior y reconoce la presencia de Dios en el enigma de su hijo envuelto entre pañales, reclinado en un pesebre; las guardaba y conservaba en su corazón (cf. v.51; Gn 37,11; Dn 7,28). El corazón, como un tesoro, se  manifiesta en el caso de los pastores en que no cesan de alabar a Dios y proclamar su  gloria. También nosotros como los pastores y María, corremos a ver, lo adoramos y manifestamos su llegada y su palabra evangélica. Tras la celestial revelación, los pastores salen hacia Belén, allí, se les confirma el mensaje anunciado y cuentan lo sucedido y cómo han sido conducidos hasta el recién nacido, el Mesías-Niño. La indicación de que encontraron a Jesús en el portal los convierte en mensajeros de alegría.

          Resalta, en ello, el impulso evangelizador que proviene de la  contemplación de las maravillas de Dios: los pastores cuentan a todos, lo que han visto y oído, y hacen que la gente se admire también de la obra de Dios. Esta expansión del anuncio gozoso es, al mismo tiempo, alabanza de Dios por la obra que ha realizado. La Iglesia, del mismo modo, que María, "conservando todas estas cosas", por su carácter profético y revelador, las cuenta y manifiesta, para que sean permanentemente meditadas, hechas presentes y llevadas en el corazón.

          San Lucas presenta la figura de María, la madre, en actitud contemplativa, frente a la exultación gozosa de los pastores. Por María, comprendemos que, a pesar de la gran manifestación de Dios, el hombre está siempre delante del misterio, realidad que debe acoger con el respetuoso silencio de la fe. La acción de Dios, la Palabra de Dios, obliga a meditar para disponerse a lo que Dios quiere y espera. Nuestra realidad humana no puede intuir todo en un momento, por esto, necesitamos reflexión, oración.

          María, en su intimidad con Dios, se sentía inclinada a la meditación de la Palabra de Divina, aún siendo la Madre de Dios, la llena de gracia. María iba avanzando en la fe, una fe, prototipo de la fe de la Iglesia, en medio de las actitudes humanas auténticas, como es la meditación de la Palabra del Evangelio. 

          Y la Virgen María, curiosamente, aprende de los pastores, de Nicodemo, de los sucesos. Y es que así es la Palabra y el misterio de Dios; todo y todos, cualquier hecho y criatura son trasmisores de un anuncio, de un mensaje de Dios y son instrumento imprescindible para la historia humana.

          El amor al prójimo no significa sólo ni principalmente salir en su ayuda cuando necesita de nosotros, caído, pobre u oprimido. El Mandamiento del amor implica propiamente reconocer al prójimo en sí mismo, en lo que es: necesario para nosotros. Entonces, cuando se encuentre necesitado, no le daremos solamente una  "muestra" de generosidad, sino, nuestra persona, en el ahora y en toda ocasión.

          María amó así, con ese amor total, integro; por esto los pastores y los que la aman, sus hijos devotos, encuentran en su amor el mejor acicate, para amar a Dios y al prójimo; para seguir los pasos de Jesús, para ir llenos de amor: «En esto reconocerán que sois discípulos míos». Ese es el distintivo que identifica el ser cristianos