II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Jn 1, 35-42: He ahí el Cordero de Dios

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 1Sam 3,3-10.19; Sal 39,2-4.7-10; 1Cor 6,13-15.17-20; Jn 1,35-42

«En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He ahí el cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? El les dijo: Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde.

Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se lo miró y le dijo:Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa piedra,  Pedro)». 

            Samuel, en el AT, es una figura polifacética, sacerdote, profeta y juez de importancia y grandeza. Vive en un momento de transición, un período histórico de gran convulsión para Israel, en que se produce el paso de la federación de tribus al régimen monárquico. Las guerras con los filisteos se recrudecen. El santuario de Silo, al que  Samuel es consagrado desde pequeño, va a ser devastado y el arca caerá en manos enemigas. El contacto con Dios le hace superar la destrucción que anuncia su propia profecía. Es la apertura de quien quiere acercarse a Dios con deseo de entrega y aceptación de su mensaje (cf Ex 3,4; Is 6,8). Solamente se puede dar un verdadero encuentro con Dios cuando precede una actitud de auténtica disponibilidad. El que escatima la generosidad y pone condiciones sin fin no llega a esa experiencia de lo religioso que caracteriza al hombre de fe.

          La vocación de Samuel, primer profeta, se encuadra en un marco lleno de contrastes: sencillez y sublimidad, serenidad y dramatismo, silencio y elocuencia, quietud y dinamismo. aún era de noche. La llamada de Yahvé a Samuel evoca la vocación de Isaías, que también sucede en el santuario, en medio de una teofanía llena de solemnidad (Is 6); y, asimismo, a la figura del Bautista, como subraya el evangelio de la infancia de San Lucas (1,7.15-17.25); en ambos casos, la llamada se produce en un ambiente sacerdotal, las madres son estériles y los dos niños son consagrados al nazareato. Posiblemente, el paralelismo más profundo radique en que uno y otro tienen la misión de anunciar una nueva etapa de la historia de la salvación. El Bautista es el último de los profetas y anuncia la plenitud de los tiempos. Samuel es el primero de los profetas; anuncia y consagra los comienzos de la monarquía, presididos por la dinastía davídica, de la cual habría de nacer el Mesías. "Es preciso que Él crezca y yo disminuya" (Jn 3,30), son palabras del Bautista perfectamente aplicables a Samuel. Hubo de sufrir Samuel el desgarro que supone romper con toda una época que se ama y que se va, y también el dolor que lleva consigo el alumbramiento de una etapa nueva.

          Con Samuel comienza la era del gran profetismo (cf. Hech 3,24). La situación del pueblo era de extrema penuria en materia religiosa (cf. 3,1). Dios es el que revela y el que suscita. Por mucha que sea la generosidad del hombre para Dios, el verdadero creyente sabe con certeza que toda revelación de Dios, pequeña o grande, parte inicialmente del querer salvador de Dios. Samuel siente que, en la noche, Dios se le revela. Dios descubre su designio en el "lugar" que él mismo elige. La sed del que busca encuentra una respuesta en el momento y lugar que Dios quiere.

          El autor acumula sobre Samuel los trazos característicos de los hombres religiosos para mostrar mejor en él al intermediario de Dios. El encuentro se hace según el querer de Dios, aunque sea doloroso. Samuel se encuentra consigo mismo, desgarrado entre su función y su misión. La fuerza de este encuentro inicial con Dios le hará mantenerse en un camino de fidelidad. 

          En la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios, San Pablo aprovecha la ocasión para recordar los principios fundamentales de la ética cristiana del cuerpo.

          Corinto era una ciudad reconocida por su vida licenciosa. Para indicar un estilo de vida desarreglado, se había acuñado la expresión "vivir a la corintia". En la misma comunidad de cristianos, había habido un caso claro de fornicación (5,1s) y Pablo se extraña de que ella no reaccione (5,2).“Todo, dice, me es lícito, pero, no todo es útil; no me haré esclavo de nada”; hubo algunos de los cristianos que interpretaron mal estas palabras.

          El hombre es el templo del Espíritu Santo; mora en el hombre, respetando y animando sus facultades, en virtud del libre albedrío con que el hombre colabora con el Espíritu. El cristiano, merced a su libertad y con la cooperación del Espíritu, edifica por sí el templo, y se abre a la promoción humana y revelación inesperada de la Divinidad.

          El cristiano ha sido rescatado por Cristo, lo que significa que ya no se pertenece (cf. Rom 6,12-18). Para Pablo, el hombre reducido a sus propios recursos es un esclavo; pero, Cristo ha aceptado, como medio salvífico nuevo, el disponer el Espíritu de Dios en su interior; se ha visto, pues, liberado de la "carne", puesto que la presencia del Espíritu le ha bastado para orientar sus facultades humanas hacia la verdadera salvación. Cristo ha conquistado esa promoción del hombre con su resurrección. Su libertad es también la nuestra, puesto que nos ofrece, por mediación suya, la posibilidad de actuar en Él y ser un hombre nuevo. Cristo nos ha liberado de la "carne" y de la ley, como se rescata un esclavo (cf. 1 Cor 7,23), y, una vez libres, no podemos prescindir de su Espíritu, y por eso "le pertenecemos" y contamos con el don de Dios..., un don que hace florecer nuestra libertad en lugar de aprisionarla.    

          Ante el problema de lo permitido y de lo prohibido, San Pablo argumenta la necesidad de saber lo que está de acuerdo o no con la vida nueva del cristiano transformado por el espíritu (cf. Rom 7-8). No se trata de ninguna espiritualización, sino de tomarse bien en serio el cometido al que uno se ha comprometido al aceptar a Jesús. El desenfrenado peca más contra su propia persona que el que comete otro pecado; la impureza es una contradicción con el destino del cuerpo cristiano, miembro de Cristo. 

       El Evangelio según San Juan desarrolla la función de Juan el Bautista como introductor de Jesús. En el texto de hoy, Juan les indica a dos de sus discípulos quien es aquel que pasa, y lo hace sirviéndose de una imagen figurada: El cordero de Dios; la imagen remite al sacrificio de los corderos en el Templo para la cena de Pascua. En el cuarto evangelio, en efecto, Jesús muere en las horas en que eran sacrificados los corderos, que iban a ser comidos en la cena de pascua.

          Los dos discípulos ven pasar a Jesús y lo siguen; buscan a Jesús y quieren saber dónde vive. No se nos revela el lugar, pero, el autor ofrece la referencia del tiempo, serían las cuatro de la tarde; de nuevo nos lleva a las horas del sacrificio de los corderos. La escena se hace comunicación. El evangelista nos lleva ahora a la persona misma de Jesús: es el Mesías. Por último, y en un cuarto paso, el autor alude al papel especial de Simón, el que será llamado Pedro. El conjunto del texto es, sin duda, una obra maestra de síntesis y de evocación.

          No estamos ante un relato de vocación ya que falta el elemento fundamental que es la llamada, aquí no tenemos la iniciativa del que llama. En el relato de Juan, la iniciativa la llevan los dos discípulos del Bautista. En realidad, el autor presenta en síntesis el proceso formativo de la comunidad cristiana. Sus comienzos son muy simples: un escuchar a alguien que habla de Jesús. Después vienen el seguir, el ver, el indagar, buscar allí donde vive y está Jesús. Un día, llegará el encuentro, no conceptual, sino existencial. Será una experiencia transformadora, eliminará el egoísmo, ampliará los horizontes y los comunicará con el prójimo y con Jesucristo.

          Este suceso que narra el evangelista tiene lugar al tercer día de la "primera semana" de la vida pública de Jesús; en el típico estilo joánico, la narración, sencilla, elemental, presenta el recuerdo casi emocionado del primer encuentro con Jesús, como si se hablase de la catequesis en el proceso de quien quiere acercarse a él. Y más aún, en su simbolismo, presenta, en un solo relato, el paso del AT, el del Bautista, a la vida de Jesús y, con la alusión al nombre de Pedro, al Nuevo Pueblo, la Iglesia.

          El hecho de que los dos discípulos sigan y se acerquen a Jesús está lleno de significado; por la palabra del profeta, los dos emprenden el camino de búsqueda. Jesús, ante aquella voluntad abierta "se vuelve" hacia ellos y les hace la pregunta, para ayudarles a profundizar en aquello que andan buscando. La respuesta es el reconocimiento de Jesucristo, "Rabí" y una pregunta, que no es solamente el deseo de información topográfica, sino que tiene un fondo más teológico: "¿Dónde vives? ¿dónde se te puede hallar? ¿qué hay que hacer para estar contigo?". Tras ello, viene la formulación de la experiencia del seguimiento; ser discípulo de Jesucristo significa ir con él, atender, verlo pasar, ir y estar con él. Al día siguiente, quien ha visto donde vive Jesús, lo comunica al hermano que se encuentra, lo hace extensivo, lo predica. El camino del discípulo conduce, pues, a dar a conocer al hermano lo que él ha hallado: Hemos encontrado al Mesías.

          En tiempos de Jesús, este hallazgo venia a satisfacer las esperanzas mesiánicas: “el Mesías expulsará a los enemigos, congregará al pueblo y lo santificará”. Pero el texto, al situar la manifestación de Jesús como Mesías en un medio en el que nadie pensaba, cambia de sentido esas esperanzas. El Mesías del Evangelio no es el del AT. Jesús trae el amor en la cruz; no es un jefe guerrero, no tiene prepotencia, ni lucha ni persigue ninguna victoria sobre enemigos. Amar es otra forma de ser y vivir; es fracasar según los criterios humanos. Jesús es el Mesías, el Mesías de la humildad, la misericordia y el perdón; su poder es el amor y la cruz. Dios sólo reconoce al que ama.