IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Mc 1,21-28: Eres el Santo de Dios

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Dt 18,15-20; Sal 94,1-2.6-9; 1Co 7,32-35; Mc 1,21-28

Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad.

Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: El Santo de Dios. Jesús lo increpó: Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos:¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y lo obedecen. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea. 

La primera lectura del Libro del Deuteronomio, dice: «Habló Moisés al pueblo diciendo: El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo, de entre tus hermanos. A él lo escucharéis… A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas».

Esta perícopa se halla en la parte dedicada en el Deuteronomio a las instituciones y a los ministerios del pueblo elegido, entre las que habla sobre el profeta. Introduce el asunto mediante una prescripción que prohíbe a Israel recurrir a la adivinación, como lo hacen los paganos (Dt 18,9-14). En efecto, para los hebreos el único medio de conocer la voluntad de Dios está en recurrir a los profetas. El autor manifiesta claramente su preferencia hacia la mediación profética; sin duda, escribe en una época en que la realeza y el sacerdocio pasan por una grave crisis y en la que los profetas son los únicos que proclaman la voluntad de Dios, el regreso a las fuentes de la Ley y la constitución de un pueblo en torno a la Palabra.

La palabra de Dios irrumpe en el mundo para iniciar la historia de la salvación. La palabra de Dios proclamada por sus profetas constituye al pueblo en responsabilidad; el hombre debe ponerse en manos de Dios y obedecer lo que le anuncia. El rechazo de la mántica y de la superstición y la opción de Israel por la profecía es el resultado de una larga historia, en la que el pueblo va tomando conciencia de su especial relación con Yahvé. La profecía es un servicio a la palabra que sale libremente de la boca de Dios; por la mántica, el hombre intenta escalar el cielo y asaltarlo; por la profecía, se abren los cielos.

El profeta lleva la Palabra de Dios en cualquier circunstancia de la vida individual y social; es un mediador de la palabra de Dios, al servicio del pueblo; es mucho más sensible a las instancias nuevas, a los casos imprevistos; es un hombre que está hundido en las cosas sagradas; tiene, finalmente, el poder de transformar sus palabras en actos. Moisés es realmente un profeta y el autor, que escribe probablemente en el tiempo de los grandes profetas de Israel, sabe lo que dice cuando considera a Moisés de mayor importancia que ellos (cf. Dt 34,10). Habrá que esperar la llegada de Jesucristo (Hch 3,33; 7,37) para encontrar un profeta más importante que Moisés.

Todos los pueblos han intentado conocer los secretos del presente y, sobre todo, del futuro. Para ello tratan de forzar y dominar a la divinidad a través de las artes ocultas: nigromancia, adivinación, magia... Dios quiere prevenir a Israel de este peligro prohibiendo la adivinación bajo todas sus formas. Aunque Israel las haya practicado en el pasado (1 S 28,8; Ez 21,26s), el código se muestra hostil a esta forma irracional de actuar; va contra la naturaleza del hombre e implica una ruptura con el Dios de Israel. La pena de la magia es la muerte (Ex 22,17; Lv 20,6.27).

Dios es el único Señor y exige a Israel una fidelidad absoluta y una devoción individual, esto es, un culto exclusivo y sin mezclas de idolatría. Por eso, al establecerse Israel en Canaán, deberá evitar cuidadosamente cualquier participación en las prácticas supersticiosas de los pueblos conquistados. Israel debe escuchar la voz de Dios y obedecer si, de verdad, quiere poseer la tierra de promisión.  

La segunda lectura tomada de la primera carta de San Pablo a los Corintios dedica todo este capítulo a los estados de vida del cristiano.

Explica las ventajas que muestra el celibato para ocuparse de las cosas divinas. Los casados se complican la vida y están atados a su cónyuge y andan divididos entre muchas preocupaciones, se puede suponer que los célibes están más disponibles para ocuparse exclusivamente de los asuntos del Señor. San Pablo secunda la opinión de aquellos que prefieren la virginidad al matrimonio. Pero sólo en atención a la venida del Señor, que cree inminente y para estar más disponibles al servicio del Evangelio. Por supuesto que no estima en nada una soltería fundada en el egoísmo. Recordemos también que la virginidad es para Pablo un carisma, un don de Dios que ha de acreditarse en la plena dedicación a Cristo y a la comunidad. Si tal estado llegara a ser una preocupación que absorbiera casi todas las energías espirituales para mantenerse a sí mismo, ya no tendría razón alguna y habría que escuchar el otro consejo de Pablo: es preferible casarse que abrasarse (v. 9). Tampoco tiene sentido librarse de las ataduras del matrimonio para casarse después con los poderes de este mundo y las estructuras que pasan.

En el contexto de la inminente espera de la parusía o segunda venida gloriosa de Cristo se comprende mejor esta apología de la virginidad/celibato, ciertamente poco matizada y completa. Las razones paulinas son interesantes aun fuera de ese contexto, si bien necesitan precisarse mucho a la luz de otros textos bíblicos. Los argumentos que Pablo emplea para ensalzar la virginidad/celibato son de sentido común y de experiencia.

Se debe precisar que no todos los célibes, aun los teóricamente consagrados al Señor, se dedican del todo a El, como trata de asentar ese texto, ni todos los casados están divididos. Son afirmaciones genéricas las que Pablo hace y orientaciones o enfoques generales de los diferentes modos de vivir. Y en teoría lo que dice cualquiera lo puede experimentar; en realidad lo que hace Pablo es otorgar derecho de ciudadanía complementario a un estado nuevo, el de la continencia, al lado de un estado conocido ya y considerado hasta entonces como la única posibilidad.

A partir de Jesucristo, cada individuo vive la presencia de Dios en él y el cristiano deposita su vida entera en ella. Pero no puede vivir sino en relación con los acontecimientos y con los demás hombres. Cristo está presente en la vida del cristiano que le ofrece el sacrificio espiritual; y ese culto debe fundamentarse en el que Cristo ha tributado y esa referencia de lo implícito a lo explícito se realiza en el culto eucarístico. La vida de la Iglesia se encuentra repartida entre matrimonio y celibato, ya que para San Pablo las dos funciones no se excluyen mutuamente, sino que se complementan, puesto que la segunda trata de vivir en lo explícito lo que la primera vive en lo implícito. Ambos estados son tan necesarios el uno para el otro como la vida lo es para el rito y el rito para la vida. 

El Evangelio según San Marcos pone hoy en consideración la llegada de Jesús a Cafarnaúm, y su enseñanza el sábado siguiente en la sinagoga.

 El evangelio de Marcos no está agrupado por temas como el de Mateo; va poniendo los episodios uno tras otro, sin ningún orden, al parecer; pero el desorden en realidad es sólo aparente; un análisis atento hace descubrir en muchas páginas una lógica muy hábil. Esta primera parte la organiza con una motivación geográfica: Cafarnaúm y el lago. La verdadera y única finalidad de Marcos es la de iluminar la figura de Cristo; presenta en esta página la misión de Jesús en su doble aspecto de palabra y de acción, enseñanzas y obras de salvación; le interesa decirnos que Jesús enseñaba y actuaba.

Estos primeros hechos de Jesús, seguramente, proceden de un material tradicional, de recuerdos que circulaban por la comunidad, que San Marcos no se limita a recoger y a unificar desde su dispersión, sino que nos ofrece algunas claves para interpretar su profundo sentido y responder al interrogante central.

La primera clave del texto está en la reacción de la gente, que ante lo que está viendo se pregunta: ¿Qué significa todo esto? La gente se da cuenta de que Jesús enseña con autoridad, no como los escribas y de que su enseñanza es nueva. ¿Qué es esto?" - el Evangelio-. Este enseñar con autoridad es nuevo. La actuación de Jesús no deja indiferente y la gente se interroga sobre su autoridad (exousia), la novedad de su doctrina y el dominio sobre los espíritus inmundos y opresores.

"Nuevo" no significa aquí simplemente algo que nunca se había dicho ni se había oído en otra parte; no se trata sólo de una novedad cronológica, sino de la novedad escatológica, de la novedad de Dios, de una novedad cualitativa, de algo que regenera, que renueva y rejuvenece. Novedad indica "ruptura", discontinuidad con lo que precede, con lo que se es, pero no significa lo extraño. La llamada de Dios es nueva, sorprendente, inesperada, pero tras oírla, cae dentro, en el ser; es lo que se estaba esperando, quizás sin saberlo siquiera, ni sospecharlo.

Después de oír la lectura de la Escritura, todos tenían derecho a tomar la palabra, no sólo los escribas. La enseñanza de los escribas (los teólogos, los biblistas y los juristas de la época) sacaban su propia autoridad de las Escrituras y de la tradición de los antiguos o bien se hacían aceptar remitiendo a la autoridad de algún maestro célebre; su autoridad no residía en la enseñanza misma. Por el contrario, la palabra de Jesús era rica en sí misma, era un anuncio enérgico, que llevaba su propia fuerza clara y transparente; es un mensaje que descubre las contradicciones humanas, penetra y desconcierta. La enseñanza de Jesús conlleva autoridad, porque es convicción y gesto; es una palabra poderosa que libera y que cura. Jesús habla como quien tiene autoridad, porque es consciente de que en él y en su mensaje la Ley y los Profetas adquieren plenitud de sentido. Él es el Hijo a quien el Padre le ha entregado todas las cosas (Mt 11,27). Por eso, su palabra es poderosa para expulsar los demonios y someterlos a su voluntad, para perdonar los pecados que sólo Dios puede perdonar (2,10), para curar enfermos y resucitar a los muertos. Por eso, habla con autoridad y dispone de la Ley: "Habéis oído que se dijo... pero yo os digo" (Mt 5,21ss; cf. Mt 7,29).

Jesús no rechaza el título de "Santo de Dios"; pero impone silencio al espíritu inmundo, porque no ha llegado el momento de manifestarse públicamente como Mesías y, sobre todo, porque no admite sobre él ninguna influencia. El nombre de Jesús, lo que él es, sólo deben pronunciarlo aquellos que reconocen su autoridad y la confiesan en la obediencia de la fe. Según la concepción religiosa popular, el conocimiento del nombre y su pronunciación ejercía un dominio mágico sobre la persona que lo llevaba. Esta concepción subyace en nuestro texto, en el que la autoridad de Jesús se opone abiertamente al poder de los demonios y los vence.

 "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros?". El venía a liberar al hombre del pecado; pero también el mal físico, la enfermedad, pertenece a la esfera del pecado, o sea, de las cosas no queridas por Dios. Dios quiere el bienestar total del hombre. Lo que realmente formaba parte intrínseca del mensaje evangélico era la urgencia de luchar contra todo tipo de "posesión" del hombre, fuere cual fuere la interpretación cultural que de este hecho vaya dando cada generación. Está claro que el núcleo fundamental del relato evangélico no es la existencia o la inexistencia de los espíritus malignos, sino el comportamiento de Jesús frente a ese hecho, tal como era visto e interpretado por sus contemporáneos.

El Dios único de las religiones monoteístas, en su absolutez y trascendencia, no aparece de ninguna manera vinculado a los reales o posibles seres suprahumanos sometidos a su suprema autoridad. Estos seres podrían no existir sin que por ello la existencia de Dios único se ponga en cuestión. La relatividad de estos seres y también su "contingencia" (podrán no existir) es subrayada en el comportamiento de Jesús frente a los posesos: En los evangelios sinópticos y en los Hechos de los Apóstoles los demonios son arrojados con el poder de Dios y no con métodos mágicos, o sea, con un exocismo dirigido a un espíritu o con el recurso a medios materiales.

Jesús ha venido a liberar al hombre de toda esclavitud, a retornarlo a sí mismo; a librarlo de sus propios demonios, la soberbia y el egoísmo. Jesús liberador domina el mal y la gente asombrada, lo nota: ¿Qué es esto?". Porque es "el Santo de Dios", no se desentiende de la humanidad cautiva; no sólo predica la Buena Nueva de Dios, sino que es la Buena Nueva en acción: ha venido a destruir "toda soberanía, autoridad o poder" (cf. 1Cor 15,25). Enfermedades físicas, psíquicas, poderes militares, civiles y religiosos que agobian y dominan a los hombres; en lugar de servirlos van contra el designio de Dios y acaban vencidos. Hasta el último enemigo -la Muerte- será destruido.

          Así aparecen insertas, la enseñanza, la autoridad y la novedad que lleva consigo la manera de hacer de Jesús. Jesús sabía hacer presente a Dios entre la gente con gestos sencillos y claros. De este modo plantaba cara al mal y lo vencía.