Fiesta. La Presentación del Señor

Lc 2,22-40: ¡Una espada atravesará tu alma

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Ml 3,1-4; Sal 23,7-10; Hbr 2,14-18; Lc 2,22-40 

«Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor…

 Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, conoció por una revelación divina que era  Cristo. Tomó entonces al Niño en sus brazos y bendijo a Dios y exclamó: Ahora puedes dejar morir en paz, Señor, a tu siervo, porque han visto mis ojos a tu Salvador, luz para las naciones y gloria de Israel.  María y José admiraban sus palabras. Y vuelto a María le anunció: Este ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos; y como una señal de contradicción; y una espada atravesará tu alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.
    Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada… Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de
Jerusalén».

 

La fiesta 

Esta fiesta del 2 de febrero forma parte integrante del tiempo de navidad; es una epifanía del día cuadragésimo. Navidad, epifanía, presentación del Señor son tres paneles de un tríptico litúrgico. Es una fiesta antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba, ya en el siglo IV, a los cuarenta días de la epifanía, el 14 de febrero; en su famoso diario, la peregrina Eteria añade que se "seguía con el mayor gozo, como si fuera la pascua misma"'. Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente y de Occidente. En el siglo VII, si no antes, se había introducido en Roma, asociada con la procesión de las candelas, a los cuarenta días después de navidad. La procesión representa la peregrinación de la vida misma, prefigura nuestro encuentro final con Cristo.

En la Iglesia Oriental se conocía como "La fiesta del Encuentro" (en griego, Hypapante), nombre muy significativo y expresivo, que destaca el encuentro del Ungido de Dios con su pueblo (Lc 2,22-36)1. En Occidente, se conoce desde el siglo X, con el nombre de Purificación de la Bienaventurada Virgen María. Pero, como en realidad, se celebra esencialmente un misterio del Señor, el calendario romano, revisado en 1969, le cambió el nombre por el de "La Presentación del Señor". Los misterios de Cristo y de su madre están estrechamente ligados, de manera que nos encontramos aquí con una especie de celebración dual, una fiesta de Cristo y de María.

La bendición de las candelas antes de la misa y la procesión con las velas encendidas son rasgos de costumbres, que, al escuchar el cántico de Simeón, nos hace aclamar a Cristo como "luz para iluminar a las naciones y para dar gloria a tu pueblo, Israel". Con  Simeón y Ana, que representan la esperanza y el anhelo de la raza humana, celebramos, la anhelada llegada del Salvador2.

Para María, la presentación y ofrenda de su hijo en el templo, aunque  ella no alcanzase a ver todas las implicaciones de su fiat en la anunciación, fue un acto de ofrecimiento verdadero y consciente. Significaba que ella ofrecía a su hijo para la obra de la redención con la que él estaba comprometido desde un principio3. María, al poner a su hijo en los brazos de Simeón, simboliza que no lo ofrece exclusivamente al Padre, sino también al mundo, representado por aquel anciano.

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1. Para el trasfondo veterotestamentario, cf Levítico 12,2-5; Exodo 13,1-3; Números 18,15-16.

2. Del Adorna thalamum, cantado en la procesión. Cf también el responsorio de después de la primera lectura en la Liturgia de las horas.

3. Citado en la encíclica Marialis cultus 20.

Lectura del Profeta Malaquías:

«Así dice el Señor Dios: Mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis».

 Malaquías escribe años después del exilio, en su oráculo, anuncia la próxima intervención de Yahvé, para hacer justicia. El problema de la retribución aparece con frecuencia en el AT, porque la injusticia aparente, que supone el éxito del pecador y la miseria del justo en esta vida, forma parte del misterio del mal y constituye una tentación constante para el hombre. Dios va a venir; el escándalo de que los injustos, los ricos y opresores, los infieles, vivan mejor que los fieles, terminará el "Día de Yahvè". En ese momento, Dios destruirá el mal para siempre y asegurará a los fieles una vida mejor.  

 Vinculado muy especialmente al Templo de Jerusalén, se cumplirá, cuando Yahvé entre gloriosamente en el Templo, donde la humanidad irá a ofrecer su sacrificio aceptable. Tras su entrada, describe con imágenes enérgicas la obra de purificación que Yahvé llevará a cabo, para separar el mal del bien, cuyo resultado: será una ofrenda agradable, pues el pueblo hará definitivamente, lo que Yahvé espera de él.

Dios envía a su mensajero, para que le prepare el camino. El NT ve en este mensajero a Juan Bautista (Mt 11,10; Lc 7,27). En cualquier caso, se trata del mensajero escatológico que eliminará los obstáculos de orden religioso y moral que impiden la venida de Yahvé.

Los judíos exiliados hacían reproches a Dios, le acusaban haber cambiado de conducta. Malaquías, rechazando tal acusación, afirma que son ellos los culpables, al no comportarse como auténticos hijos de Jacob. Ellos lo han suplantado, ellos han incumplido, han faltado a su deber, ellos han caído por su versatilidad e infidelidad. Deben "volver", convertirse y no seguir defraudándolo, si quieren que Dios vuelva a ellos con su misericordia.

El profeta insiste en el problema de la prosperidad del pecador y la desgracia del justo. El problema es tan grave que parece inútil y necio esforzarse por cumplir con el deber. Pero llega el «día de Yahvé», entonces, se verá claramente la diferencia y se manifestará hasta las últimas consecuencias. Con Malaquías, la escatología profética evoluciona hacia la retribución individual, con una nota apocalíptica añadida: los justos tomarán parte en el castigo de los malvados.

El mensaje del profeta es de máxima actualidad en un tiempo en que el espacio religioso es tan oscuro y descreído como el de su época. Pero la mirada de Dios no es nunca la del hombre; mira, espera y llega, aunque parezca que Dios no tiene prisa por venir, siempre viene con amor. Debemos creer y esperar, porque, a pesar de todo, el Señor vendrá y se acerca dando su amor, porque es Amor. Y siempre establece el plan divino de misericordia y justicia. 

 Lectura de la carta a los Hebreos:

«Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús… ». 

La perícopa expresa que Jesucristo, para traer la salvación a los hombres, ha asumido totalmente la condición humana. Trae la salvación al liberar al hombre de la muerte; venciendo a la muerte, ha establecido la resurrección; habiendo extirpado el pecado con su muerte, le ha quitado todo poder al diablo, que era dueño de la muerte. Ya lo relata el Génesis: el diablo ha provocado el pecado y la consecuencia del pecado ha sido la muerte.

Jesucristo, para liberar a los hombres del pecado, tenía que ser totalmente un hombre y presentar ante Dios la imagen de hombre perfecto, fiel a su voluntad hasta el final. De este modo, por una parte, Dios puede contemplar su modelo de hombre libre del pecado, ruptura definitiva de la situación de pecado, en que se hallaba la humanidad entera; y por otra, los hombres ven despejada la puerta, a que están llamados, abierta por uno que se ha hecho como ellos y pasado por las mismas pruebas que ellos.

Jesús, el Salvador, es uno de los nuestros, de nuestra sangre y nuestra carne y, es más, nos hace y llama hermanos (2,11.14). Ha asumido toda la vida humana: alegría, amistad, familia, sencillez; y, así mismo, dolor, limitación, sufrimiento y muerte. Aceptó a los hombres tal como son, limitados, mediocres, pecadores, con sus odios pequeños e irracionales; e hizo a los hombres sus hermanos, hasta en la terrible y absurda mezquindad, que los lleva a matar al justo precisamente, porque les habla de paz, de sinceridad, de vida limpia, de Dios.

Ya desde Belén Jesús aprendió las dificultades de este mundo. Hebreos subraya que Jesús sufrió también la angustia de la muerte (2,14-15; 5,7), resumen de todos los miedos humanos; la angustia del hombre que siente un anhelo infinito de vida y felicidad y se encuentra diariamente con sus desesperantes limitaciones, hasta acabar en la amenaza total de aquel anhelo en la oscuridad de la muerte. Este misterioso y complejo mundo humano está dicho entrañablemente en el niño débil, ignorado, alabado y perseguido de Belén.

El núcleo de la Navidad nos acerca al misterio de su sencillez. Viviendo vida humana con sus sufrimientos, incomprensiones y muerte, Jesús consiguió la perfección (2,10), la gloria y el honor (2,9) de entrar en comunión total con Dios (9,11-12), por la muerte, halló la vida y nos liberó de la angustia de la muerte (2,9-15). Jesús empieza ya en Belén su inesperada revelación. El hombre sólo encuentra la verdadera vida en Dios, el único absoluto. No rehusando su propia vida, sino asumiéndola como es con sus limitaciones, es como el hombre se entrega a Dios y halla la vida verdadera.

Belén es la recuperación del hombre. El que vive en Dios aprende a no engañarse y a aceptar su vida humana y a amarlo todo y a todos, tal como son, excepto el pecado. Allí en el Portal está la Virgen mirándonos con ojos de madre. María es la humanidad que concibe al Hijo de Dios y lo arraiga en la tierra humana. Por María, viene Jesús, se hace uno de los nuestros, y convierte la vida humana en el más sublime acto de culto a Dios. María ha sido la primera discípula, su seguidora; ella, acogiendo a Dios en la sencillez y generosidad de su vida, nos lo trae Hermano y Maestro, para que bebamos el agua viva de su Evangelio.

 El evangelio según San Lucas narra la presentación en el capítulo 2. Obedeciendo la ley mosaica, los padres de Jesús llevaron a su hijo al Templo cuarenta días después de su nacimiento, para presentarlo al Señor y hacer una ofrenda por él.

Estos versículos sobre la vida oculta, muestran que Jesús, siguiendo las leyes naturales del crecimiento humano, vive su misión en una extraordinaria kenosis. El Hijo de Dios acepta el progresivo proceso de su vida y el descubrimiento de la voluntad de su Padre a través del plano de relación y educación, que le ofrece un medio familiar de pueblo en fidelidad absoluta a su condición humana, frágil y limitada.

San Lucas dirige la historia hacia el templo, lugar de plenitud del pueblo de Israel, en que, según la vieja ley judía, todo primogénito, que es sagrado, ha de entregarse a Dios o ser sacrificado. Como el sacrificio humano estaba prohibido, la ley obligaba a realizar la sustitución por un animal puro, cordero o paloma (cfr. Ex 13 y Lev 12). Unido a esto, se cita la purificación de la mujer que ha dado a luz (cfr Lev 12). En Israel, la mujer, al dar a luz, quedaba manchada, por eso tenía que realizar un rito de purificación antes de incorporarse a la vida externa, de lo que, extrañamente han quedado vestigios en nuestro pueblo hasta tiempos muy recientes.

El núcleo del pasaje lo constituye la revelación de Simeón (2, 25-35). Jesús ha sido ofrecido al Padre; y el anciano, recibida la fuerza del Espíritu, profetiza (2, 29-32.34-35). El antiguo Israel de la esperanza puede descansar tranquilo; representado en Simeón, que ha visto al Salvador, sabe que su meta es ahora el triunfo de la vida. Es tiempo de esperanza, porque Jesús no es sólo gloria de Israel, es el principio de luz y salvación para las gentes.

A la vez, las palabras de Simeón reflejan dolor y lucha; anuncian un destino de hondo sufrimiento a María (2, 34-35). Desde el principio, María aparece como signo de la Iglesia, que, portando en sí toda la gracia salvadora de Jesús, viene a ser señal de división y enfrentamiento. Desde su entrada en el Templo, Jesús se revela el Siervo de dolores, cordero de sacrificio (2, 22-24), signo de contradicción para Israel, origen de dolor para María, por un camino que culminará en la cruz.

Todo el que tiene y sigue a Jesús ha de tomar ese camino de dureza, entrega y muerte; y, en esa andadura, no irá jamás en soledad, le guía y alumbra la fe y el sufrimiento de la Madre, María.   

Esta fiesta, que cierra las solemnidades de la Encarnación, conmemora la Presentación del Señor, el encuentro con Simeón y Ana y la purificación ritual de la Virgen María. Es también el día de la "Candelaria"; procesión de las candelas, "luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2,32). La procesión con velas nos recuerda que la Virgen da luz a Jesucristo, Luz del Mundo, quien se manifiesta a su pueblo por medio de Simeón y Ana. No se sabe con certeza cuando se iniciaron las procesiones en relación a esta fiesta, pero, a mediados del siglo V esta fiesta se conocía como "La Candelaria" o "Fiesta de las Luces"; y en el siglo X ya se celebraban con solemnidad. Después de la procesión los cirios se llevan a las casas para encenderse cuando haya necesidad de oración especial.

Simeón y Ana, por su provecta edad, simbolizan los siglos de espera y de anhelo ferviente de los judíos devotos, representantes, en efecto, de las esperanzas y ansias de la humanidad. En la evocación de este misterio de fe, la Iglesia recibe y saluda a Jesucristo; es este su verdadero sentido: el encuentro de Cristo y la Iglesia. La liturgia une su voz a la de su pueblo: "Oh Sión, adorna tu cámara nupcial y da la bienvenida a Cristo el Rey; abraza a María, porque ella es la verdadera puerta del cielo y te trae al glorioso Rey de la luz nueva". Es la profesión pública de la fe en la Luz del mundo, luz de revelación. En la bendición de las candelas y la procesión, el celebrante recuerda a Simeón y Ana, que guiados por el Espíritu, llegaron al templo y reconocieron a Cristo, su Señor. "Vayamos en paz al encuentro del Señor", encuentro que tiene lugar en la eucaristía, en la palabra y en los sacramentos.

La palabra "presentación" tiene un contenido profundo y rico, expresa ofrecimiento, sacrificio; indica la autooblación inicial de Cristo, Palabra Encarnada, que viene a los suyos, a este mundo: "Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad". Apunta a la entrega, la dádiva en el sacrificio y a la perfección de su oblación en el Calvario.