II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Marcos 9,2-10: ¡Qué bien se está aquí

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Gn 22,1-2.9.15-18; Sal 115,10.15-19; Rm 8,31-34; Mc 9,2-10

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.             

La primera lectura del libro del Génesis narra el sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa, pues fue prometido por Dios a Abraham; y proveniente de una tradición que se desarrolló alrededor de los siglos IX-VIII a.C., ofrece el otro fundamento de la historia de la salvación: la fe del hombre que se fía, se echa enteramente en manos de Dios.

Este texto es una pieza maestra de la literatura por su fresca sencillez y el suspense y la tensión que imprime a la redacción. El autor, maestro en el arte de narrar, nos presenta un doble plano: el del lector y el de Abraham. En el ciclo que Génesis dedica a Abrahám (Gn 12-25) existe un tema básico que recorre y da unidad a todos los capítulos: la promesa a los patriarcas (cf. 12,6ss.; 13,14-18; 15,7-18; 18,9-16...). Esta promesa abarca la posesión de una tierra y el anuncio del nacimiento de un niño a través del cual la descendencia de Abraham será numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. La promesa del hijo constituye el núcleo del ciclo de Abraham: dificultades para su nacimiento, bien de orden físico (Sara ya está seca), bien por desidia del patriarca (al decir que Sara es su hermana da pie al faraón para tomarla como mujer: Gn 12,20); los diversos anuncios de que no será el hijo de Agar, ni Eliecer, los que hereden la promesa, sino un hijo nacido de Sara. Por fin, el hijo nace y, ya crecido, Abraham recibe el encargo terrible de sacrificarlo. Sin embargo, ya desde el principio el autor advierte que se trata únicamente de una "prueba". Es curiosa la coincidencia entre este comienzo de la etapa de la bendición a través de Abraham y el comienzo de nuestra salvación en Lc 1,2: promesa y nacimiento de sendos niños que, en la plenitud de su vida, deben ser ofrecidos en sacrificio.

El relato es presentado como “una prueba” (v. 1). Dios coloca al patriarca en medio de una situación nueva e incomprensible que le exige dar una respuesta libre; Abraham, a través de su respuesta, expresará lo que realmente es. No se trata simplemente del sacrificio de un hijo, sino del sacrificio de su hijo único, a quien ama y que representa el cumplimiento de la promesa de Dios. El viejo patriarca, que había renunciado a su pasado cuando dejó tierra, parientes y la casa de su padre, para ir a una tierra que el Señor le mostraría (Gen 12,1), ahora debe renunciar también a su porvenir: el niño es el depositario de las promesas; sin él la descendencia desaparece. Abraham es llamado a renunciar a dos cosas: a su hijo único y a una experiencia de Dios que ya conoce.

La fe de Abraham muestra que sólo en la obediencia a la palabra de Dios se puede recuperar pasado y futuro, que la historia tiene sentido sólo cuando el hombre se abandona totalmente a Dios, capaz de hacer surgir la vida en medio de la muerte. Esta página del Génesis también apunta ya al sacrificio de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Obedeciendo dócilmente a Dios y aceptando sus caminos en la oscuridad dolorosa de la fe, se abre a un nuevo conocimiento del misterio divino. De esta forma Abraham se convierte en padre y modelo de fe para todos los creyentes: “El es padre de todos nosotros... y lo es ante Dios en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen. Abraham creyó contra toda esperanza” (Rom 4,17-18). Es modelo por su firmeza y madurez en la fe, así lo creen las tradiciones judía, islámica y cristiana. Por eso, el relato es paradigma del itinerario de fe. En él se muestra el camino del creyente, del hombre que está siempre dispuesto a sacrificarlo todo por obedecer al Señor, que se apoya exclusivamente en él y confía en su palabra aún en el momento más oscuro y doloroso.

            La intervención divina en el momento preciso descubre una segunda intención muy importante de este relato. Es la señal para todos los tiempos de que Dios abomina los sacrificios humanos. Esto se comprende, sobre todo, si tenemos en cuenta la práctica de tales sacrificios en el contexto histórico-religioso del pueblo de Israel. El sacrificio de los primogénitos era considerado por los cananeos como acto supremo de culto (2 R 3,27; Mi 6, 6s). Así, pues, el presente relato tiene sin duda una intención polémica: Dios exige ciertamente que el hombre esté dispuesto a los mayores sacrificios y no se reserve nada, cuando es Él quien se lo pide; pero no quiere que el hombre exprese tal disposición de ánimo con la tremenda crueldad de los sacrificios humanos, pues él es un Dios misericordioso. No es la destrucción del hombre lo que quiere Dios, sino la salvación y la vida. 

La segunda lectura pertenece a la carta de San Pablo a los romanos, dice que mientras Abraham, detenido por un ángel, no llegó a inmolar a Isaac, Dios “no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros” (Rom 8,32). Abraham recupera a su hijo en el momento en que está por sacrificarlo; Jesús, el Hijo de Dios, después de atravesar la ignominiosa muerte en la cruz, resucita glorioso y vive eternamente: “Cristo Jesús ha muerto, pero ha resucitado y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros” (Rom 8,34) forma parte del gozoso y optimista himno paulino con el que concluye la primera parte del capítulo 8 de esta carta.

Dios se sintió satisfecho de la prueba de Abrahán. El Cristo Crucificado es una prueba de tanta profundidad en la entrega, que, después de ese sacrificio, no se puede dudar de que Dios nos ama; y esto es seguro: Dios nos ama. Ningún misterio, ningún desconcierto, ni el dolor ni la muerte, deben hacernos dudar de ese amor misterioso; quien es capaz de morir literalmente por nosotros tiene derecho a nuestra confianza, porque al darlo todo, muestra que es fiel, nunca dejará su máximo amor. Cuando alguien muere por nosotros es porque nos ama de verdad; el que nos dio a su Hijo y con él nos lo entregó todo, es todo amor; el que no perdonó a su Hijo por nosotros, es todo perdón y nos perdonará siempre. Si por salvarnos a nosotros dejó que condenaran a su Hijo, nunca nos va a condenar.

San Pablo canta entusiasmado al amor de Dios, manifestado en la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. Pablo razona con una lógica que va de lo mayor a lo menor; si Dios nos ha amado hasta el límite de lo impensable, entregando a su Hijo a la muerte por nosotros, ciertamente nos seguirá mostrando su amor fiel y salvador a lo largo del camino de la historia y en el itinerario de la fe de cada uno: “El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?” (Rom 8, 32).

          Ha sido tradicional ver en el sacrificio de Isaac una prefiguración de la cruz. Las palabras de Pablo: “Dios lo entregó a la muerte por todos nosotros” (Rom 8,31) parecen inspirarse en este relato del Génesis. 

El Evangelio según San Marcos relata hoy la transfiguración de Jesús. El texto describe una verdadera “cristofanía” al estilo de las teofanías del Antiguo Testamento: la voz, la nube, el esplendor de la luz, los personajes celestiales símbolos de la ley y de la profecía; estos elementos evocan la presencia en el Sinaí; con esto se quiere afirmar que Jesús es el "Nuevo Moisés", que en Él llegan a su cumplimiento las esperanzas, la alianza y la ley; otros, como la transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre del profeta Daniel, glorioso y vencedor y parecen ser un anticipo de la resurrección: intentan revelarnos el significado escondido de la vida de Jesús, su destino personal. 

La experiencia se ofrece a los discípulos justamente en el contexto del anuncio de la pasión y de la muerte del Señor (Mc 8,31), como una aparición pascual anticipada, destinada como las apariciones post-pascuales a iluminar y a revelar a la iglesia el misterio de la muerte y resurrección de Cristo y enseñar el camino de la renuncia dolorosa del Mesías y de sus discípulos (Mc 8,34-9,1). En el texto es decisiva sobre todo “la voz”, palabra de Dios, que se oye desde la nube, símbolo de la trascendencia divina: “Este es mi Hijo Amado, escuchadlo”; la orden de "escucharlo" parece constituir el punto central del texto. Escuchar es lo que caracteriza al discípulo. Su ambición no es la de ser original, sino la de ser servidor de la verdad, en posición de escucha. En conformidad con toda la tradición bíblica, la palabra de Dios, que hay que escuchar no tiene sólo un aspecto cognoscitivo, vehículo de ideas y de conocimientos que nos revela el plan de Dios y el sentido de la historia, sino además un aspecto imperativo sobre lo que hemos de hacer y lo que hemos de asumir en relación con los demás y con la historia; la palabra de Dios es una fuerza, que invita a escuchar; es invitación a la obediencia, a la conversión y a la esperanza; invita a entrar en el camino de la cruz de Jesús, como única vía que conduce a la vida y a la resurrección. Es necesario compartir la humanidad y el camino de la muerte de Cristo, para compartir su gloria.

Jesús, el Mesías lleno de luz y de gloria es también el Cristo Crucificado, que les habla de dolor y de cruz, para que entiendan el misterio del Siervo Sufriente (Is 52,13-53,1-12; Mc 8,33), el siervo de Yahvé que canta Isaías: “desfigurado, despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, triturado, avezado al sufrimiento”. Este evangelio de la transfiguración apunta al misterio de la pascua; con la revelación luminosa de su gloria, Jesús prepara a sus discípulos a afrontar el escándalo y el dolor de la cruz, como camino que lleva a la vida y a la salvación, al Evangelio.

Los lleva a lo alto del monte, para hacerlos partícipes de su misterio de pascua y de vida, que está ligado al destino del Siervo de Yahvé. El que el suceso tenga lugar en “un alto monte”, significa que es espacio simbólico de la trascendencia y del mundo divino; de la misma forma que Dios “se envuelve de luz como de un manto” (Sal 104,2), los vestidos de Jesús se transfiguran llenos de luz resplandeciente, dejando entrever la gloria divina presente en su persona. La presencia de Moisés, que simboliza la palabra de la Ley y de Elías, que simboliza la palabra de la profecía, indican que, con Jesús, la historia de la salvación ha llegado a su culminación. De esta forma, se les revela a los discípulos el misterio de Jesús: Él es el Hijo; precisamente cuando lo siguen hacia la cruz, experimentan la gloria divina y escuchan la voz del Padre; y así será siempre de ahora en adelante: la gloria de Dios y su palabra se revelarán allí donde los hombres sigan y encuentren a Jesús en el camino de amor solidario y sufriente por los otros hacia la cruz.

Este relato perteneciente al género epifánico-apocalíptico no se limita a revelar el futuro, a señalar la conclusión inesperada de lo que ahora está sucediendo; pretende más bien manifestar el significado profundo que la realidad tiene ya ahora; la transfiguración se convierte en la revelación no sólo de lo que será Jesús después de la cruz, sino de lo que es a lo largo del viaje hacia Jerusalén. Es ésta una clave que nos permite captar la verdadera naturaleza de Jesús detrás de lo que podríamos llamar su realidad fenoménica.

Pero la transfiguración no tiene sólo un significado cristológico, sino que, en la intención de Marcos, asume un papel importante también en la experiencia de fe del discípulo. El velo que se descorre no revela únicamente la realidad de Jesús, sino también la realidad del discípulo que camina con Él hacia la cruz y también hacia la resurrección y está con Jesús en posesión de la presencia victoriosa de Dios. Los discípulos han comprendido que Jesús es el Mesías y están ya convencidos de que su camino conduce a la cruz; pero no llegan a comprender que la cruz esconde la gloria. A este propósito tienen necesidad de que se descorra un poco el velo, aunque sea fugaz y provisional. Y éste es el significado de la transfiguración en la vida de fe del discípulo: es una verificación; Dios les concede a los discípulos, por un instante, contemplar la gloria del Hijo.

Para los tres discípulos la experiencia fue única. Con razón Pedro exclama: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas...”. Han contemplado por un momento la única belleza digna de amar por sí misma, la única que hay que desear y cultivar porque será eterna; han vivido en la historia un instante de eternidad, han probado el gozo de la comunión y del amor de Dios. Pero la historia debe continuar. No ha llegado a su fin. Es ilusoria la petición de Pedro. No se puede detener el tiempo, no se puede hacer permanente lo transitorio. Hay que bajar del monte. Y ciertamente bajaron, pero transfigurados ellos también, con la certeza de que el camino del Maestro es el único que lleva a la vida. Al final, “de pronto, cuando miraron a su alrededor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos”. Jesús aparece solo, porque solamente él es el camino y el sentido de todo. La voz que han escuchado de parte de Dios los invita a escucharlo y a seguirlo hacia la cruz. Sólo así podrán entrar definitivamente en aquella gloria y en aquella hermosura que habían contemplado y gozado anticipadamente.

Ese goce vivido en el monte es una verdadera revelación de la gloria de Jesús. La transfiguración no niega la cruz, sino que es la revelación de su significado salvador, como camino que lleva a la vida. A través de esta experiencia Jesús fortalece la fe de sus discípulos y los introduce en la paradoja de la pascua: una vida que llega a través de la muerte, una gloria que no es evasión ni indiferencia frente al dolor de la historia, sino meta y punto culminante del amor crucificado y fiel. A esto nos invita el camino de la cuaresma, a entrar con decisión en el camino de la conversión y de la cruz, para experimentar en nosotros la vida y el gozo del hombre nuevo que surge de la pascua de Jesús.