III Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Juan 2,13-25: No convirtais en un mercado la casa de mi Padre

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 Ex 20,1-17; Sal 18,8-11; 1 Cr 1,22-25; Jn 2,13-25 

En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora»

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: ¿Qué signos nos muestras para obrar así? Jesús contestó: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron: Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre. 

LA PRIMERA LECTURA del libro del Éxodo subraya que es Dios quien tiene la iniciativa de liberar de Egipto a su pueblo y de hacer con él una alianza: se trata de formar un pueblo de hombres libres que sirvan y reconozcan la soberanía de Yahvè. El primer mandamiento será la característica decisiva de la fe de Israel; no se ha llegado aún al monoteísmo teórico de los profetas y probablemente el pueblo no tenía muy claro que hubiera un "único" Dios, pero lo que sí se quiere dejar claro aquí es el monoteísmo práctico: a Israel sólo le interesa Yahvé y no presta atención a ninguna otra divinidad, y puestos a hacerlo del todo inmanipulable, de su Dios nunca hará imágenes.

El texto del Decálogo (cf. 5,6-21) es, para nosotros, algo conocido; mientras Israel espera al pie del monte Sinaí, el Señor entrega a Moisés las "diez palabras"; sin embargo, este hecho no fue tan sencillo; hoy se afirma que los Diez Mandamientos no surgieron históricamente en este monte y que su proceso de formación fue algo muy complejo.

El decálogo, "las diez palabras", es un código en el que se recogen las cláusulas del pacto o alianza del Sinaí. En el Deuteronomio (Dt 5,6-22), se halla otra versión, pero las diferencias son muy escasas, lo que hace pensar, que procede de un mismo original. En cambio, los Mandamientos, que aprendimos en el catecismo, aunque recogen evidentemente la sustancia del decálogo, no se encuentran explícitamente en la Biblia.

Se ha expuesto que el decálogo ofrece la misma redacción y distribución que los pactos de los hititas, en que se distinguen: una introducción: "Yo soy el Señor, tu Dios"; un prólogo histórico: que te saqué de Egipto, de la esclavitud"; y las estipulaciones o cláusulas del pacto, la primera de carácter general y las otras más concretas. El documento del pacto o las Tablas de la Ley se guardaba en el santuario.

En el actual libro del Éxodo, el Decálogo queda encuadrado en un contexto de Alianza, el pacto del Sinaí (cap. 19-24), que evoca un hecho jurídico y cargado de una gran riqueza. El término "alianza" fue adoptado en la Biblia para indicar las profundas y mutuas relaciones entre el gran rey Yahvé y su pueblo Israel; en su realidad profunda, evoca un Dios amoroso que sale al encuentro de Israel y, porque quiere, lo hace pueblo suyo. Así la alianza es un don de Dios, no es el Dios abstracto de la metafísica sino el liberador; el don o gracia precede a toda exigencia humana. Y este Dios que sale al encuentro del hombre, le interpela. Son las EXIGENCIAS de la alianza que pueden reducirse, como dijo Cristo, a dos: amar a Dios y al prójimo (Mc 10,17-22; 12,29-34; Lc 18,18-22; Gál 5,14; Rm 13, 8-20). Cristo no intenta abolir el decálogo, sino que ataca el hecho de quedarse en las obras externas, sin exigir una transformación interna de la persona. No es algo estático; es un don que exige un esfuerzo diario. El Decálogo es un documento, que Israel pondrá en relación con el pacto del Sinaí. El Decálogo es la esencia de la alianza, la gran ley comunitaria de amor a Dios y al prójimo. El judaísmo exagerará el aspecto jurídico externo y todo lo reducirá al mero cumplimiento, a la acumulación de obras; y se olvida que es don y respuesta de amor. Por eso los profetas lo presentarán con imágenes más sugestivas: el amor entre esposo-esposa, padre-hijo.

La tercera etapa de la historia de la salvación la constituye la formación de Israel como pueblo peculiar, bajo la guía de Moisés. La alianza entre Dios y los hombres, que con Noé se presentaba bajo el aspecto cósmico y con Abrahán bajo el ángulo de la promesa gratuita por parte de Dios, se manifiesta ahora en forma de Ley minuciosa y determinada. Es el compromiso de cumplir unos preceptos que expresen la voluntad de Dios y manifiesten la fidelidad del pueblo. El Decálogo es la expresión concreta de la ley de la alianza.

A menudo se ha dicho que los diez mandamientos de la ley de Dios son la expresión privilegiada de la llamada ley natural, válida para todos los hombres de todos los tiempos. Pero, si bien es verdad que muchas de las prescripciones contenidas en el Decálogo tienen un alcance universal, -y de hecho aparecen en casi todos los códigos morales y jurídicos de la humanidad-, también hay otras que son específicas del pueblo de Israel, tanto las unas como las otras son impuestas al pueblo elegido, no directamente en virtud de una ética natural, sino como signo de la alianza peculiar de Dios con su pueblo.

          El Decálogo impele a asumir el régimen de gracia y libertad inaugurado por el Evangelio. El cristiano no vive angustiado por la preocupación de no conculcar unos preceptos legales, sino liberado de la presión de la Ley, gracias a la fuerza del amor, amor que lleva consigo unas exigencias válidamente formuladas en el Decálogo, que deben ser cumplidas, no como imperativo ético, sino como signo de la fe.

 

LA SEGUNDA LECTURA tomada de la primera carta de San Pablo a los corintios (1 Cor 1,22-25), encarece que la salvación es fruto de la iniciativa de Dios. El hombre busca su propia seguridad, exige condiciones para aceptar la salvación de Dios: los judíos las ponen en los signos o milagros que garanticen la acción divina; y los griegos, en que la revelación de Dios ha de satisfacer la inteligencia humana.

El Mesías Crucificado choca con tales posturas, porque la obra de la salvación no parte de la iniciativa humana, y la predicación del Evangelio no encaja en estas pretensiones. Pero, el que algunos judíos y paganos se abran a la salvación, indica para el Apóstol la sabiduría y el poder salvador de Dios, que se da a conocer precisamente en el Crucificado, que para los hombres podría parecer una debilidad y un absurdo. Él predica a todos un mismo evangelio, que presenta como fuerza y sabiduría de Dios, que revela en medio de la debilidad la cruz de Cristo. Sin embargo, en Corinto no lo comprenden, mientras unos, los procedentes del judaísmo, siguen a Pedro y admiran los "signos" que realiza, otros, los "griegos", se dejan arrastrar por la sabiduría de Apolo. Unos y otros han caído en el culto a la personalidad (cf. 1,11ss) y en el olvido del evangelio de la cruz de Cristo, por lo que andan divididos.

San Pablo está convencido de que las facciones que se han constituido en Corinto se deben a un celo mal informado en pro de la filosofía y en pro de la reducción del mensaje evangélico a los sistemas de pensamiento humano. El pasaje que se lee en la liturgia de este día contrapone las pretensiones de esas sabidurías humanas al designio de la sabiduría de Dios y dejan al descubierto su incapacidad para expresar la trayectoria de la fe. El Apóstol insiste en esta carta y predica el Evangelio de Cristo Crucificado, que es lo único que puede unir a los creyentes por encima de todos los partidismos. El Evangelio de la cruz de Cristo contradice la mentalidad de los judíos y la de los griegos. La milagrería de los judíos, unida estrechamente a su concepción política y triunfalista del mesianismo que Jesús había rechazado (cfr. Mt 12,38-42; Lc 11,29-32; Jn 4,48), era un obstáculo muy serio que les impedía aceptar la debilidad de la cruz, en la que veían un escarnio nacional y un escándalo intolerable. Y los griegos, autosuficientes y engreídos por su sabiduría humana, rechazaban como bárbara necedad la fe en Cristo, muerto y resucitado para la salvación de los hombres.

Dios se reveló a los judíos con brazo fuerte a partir de la salida de Egipto y a lo largo de toda la historia de Israel y mostró su divina sabiduría a los gentiles que pueden verla en las obras de la creación (Rom 1,20). Dios ha querido manifestarse a judíos y griegos revelando su fuerza y sabiduría en la debilidad y en la necedad de la cruz de Cristo. La pena es que ambos sigan buscando, siendo así que todos han sido convocados para hallar en Cristo crucificado la misma fuerza y sabiduría de Dios.

El Evangelio según San Juan ofrece hoy el episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo.

Esta lectura evangélica hace dos referencias a la Pascua: "se acercaba la Pascua de los judíos"; "cuando resucitó de entre los muertos". Versículo este último que indica la interpretación del significado y el alcance del gesto de Jesús. Con frecuencia, los profetas han denunciado los abusos que se cometían en el templo y las exigencias del culto verdadero; así Jeremías acusa a los sacerdotes de convertirlo en "una cueva de ladrones" (cf. 7,11), y, a la vez, profetiza su destrucción; Zacarías termina anunciando que "el día del Señor" la ciudad entera de Jerusalén será santa y que no se verán mercancías en el templo. Esta actuación de Jesús representaba, por tanto, un signo profético e incluso mesiánico. No obstante, la intención de Jesús no era simplemente la de purificar el templo, sino la de suprimir el templo y sustituirlo por el "templo de su cuerpo"; teológicamente, San Juan expresa que el templo es Jesús Resucitado: "Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero" (cf. Ap 21,22).

La postura de Jesús ante el templo y cuanto esta institución significaba es una de las causas más importantes, próxima en los sinópticos, remota según Juan, que provocan la muerte de Jesús. El propio evangelista lo insinúa al decir que los discípulos se acordaron del salmo 69,10, que canta: "el celo de tu casa me devora y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí".

Se comprende que vendedores de animales y cambistas se instalaran en el llamado atrio de los gentiles, por la multitud de sacrificios que se ofrecían diariamente en el templo y la necesidad de cambiar la moneda corriente, la romana, por otra moneda especial, el siclo, a fin de satisfacer el tributo religioso, al que estaban obligados los israelitas mayores de veinte años (Ex 30,11; Mt 17,24-27). El permiso requerido para instalarse en el templo proporcionaba a los concesionarios, entre los cuales se contaba la familia del sumo sacerdote Anás, pingües beneficios.

Estos usos y estos abusos habían convertido el templo de Dios en un mercado. Estos judíos que intervienen de pronto y piden explicaciones a Jesús son probablemente los guardianes del templo; había un cuerpo policial, formado por levitas, que estaban encargados del orden y la custodia del templo, son, pues, los que interrogan a Jesús. Llama la atención que estos no lo acusen de inmediato de alterar el orden y que, en cambio, le pidan un milagro, una señal, que demuestre su autoridad, para hacer lo que ha hecho en el templo; creen que sólo un milagro puede justificar su acción; esa creencia es característica de la mentalidad judía, que San Pablo distingue claramente de la de los griegos que se atienen a la razón y buscan la sabiduría humana. Jesús replica con una expresión, que, evidentemente, en aquella situación, podía tomarse por una amenaza al templo. Los guardianes del templo tomaron buena nota de las palabras de Jesús y, más tarde, lo van a acusar ante los tribunales de lo que para ellos fue una amenaza sacrílega al templo y a lo que el templo significaba (Mt 26,61; Mc 14,58). A Jesús, lo condenaron, entre otras cosas, por su oposición al templo, por su ataque a una religión oficial establecida, sacralizada y mercantilizada.

Los evangelios no pretenden ser historia ni una biografía de Jesús y, en general, no se interesan por la cronología, sino, sólo, por el mensaje de Jesús; de ahí proceden las diferencias que hay entre los sinópticos y el evangelio de Juan; en este caso, los sinópticos sitúan la expulsión de los mercaderes del templo al final de la vida pública de Jesús; en cambio, Juan al principio. Recuérdese que el cuarto evangelio debe su estructura a razones teológicas; por ello, hay que ver una intención en el hecho de que Juan coloque la purificación del templo ya al principio de su relato; presenta a Jesús enfrentado a la religión oficial y opone constantemente la fe de los discípulos a la incredulidad de los judíos. La expulsión de los mercaderes del templo es un ataque profético de Jesús a los señores del templo, un gesto que preludia una lucha persistente que lo va a llevar a la cruz; y es también el anuncio de la destrucción de ese templo, como réplica divina a la incredulidad de los judíos que no conocieron su hora y no recibieron al Mesías Prometido que venía a los suyos. Sitúa Juan el suceso al principio de la vida pública, porque, cuando haya resucitado de entre los muertos, Jesús mismo será en adelante el verdadero templo de Dios.

Cuando Juan escribe su evangelio, lo hace a la luz de la experiencia pascual y, desde el punto de vista de la fe en la resurrección de Jesús, interpreta las palabras de Jesús refiriéndolas a su cuerpo muerto y resucitado a los tres días. Si Jesús es el verdadero templo, se comprende entonces su oposición a cualquier otro templo, que pretenda situarse como algo sagrado por encima del hombre. Jesús es el templo, el ámbito del encuentro de los hombres con Dios; llega la hora y es esta, en que se adora a Dios en Espíritu, el culto a Dios, en espíritu y en verdad (Jn 4,23), pues donde hay dos reunidos en nombre de Jesús, allí está Él en medio de ellos (Mt 18,20). Si Jesús es el templo, los que se incorporan a Jesús por la fe forman con él un mismo templo. La iglesia material no es ya para los cristianos la "casa de Dios", sino la casa del pueblo de Dios. Este pueblo, reunido en nombre de Cristo, incorporado a la misión de Cristo, es la verdadera casa de Dios. Lo contrario, es volver a una concepción religiosa contra la que Jesús luchó toda su vida.