V Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Juan 12, 20-33: Atraeré a todos hacia mí

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

 En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, quisiéramos ver a Jesús.

Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.

Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y, cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte que iba a tener. 

LA PRIMERA LECTURA veterotestamentaria está entresacada del denominado "Libro de la Consolación" de Jeremías (cap. 30-33, que, en gran parte, se refiere a la promesa de salvación que Dios dirige a su pueblo), en que el profeta dirige a su gente un mensaje de esperanza. Esta perícopa de hoy es la parte más importante de este libro, pues el Señor afirma solemnemente el valor eterno de la nueva alianza; no indica los sucesos que sufrirá Israel tras la vuelta del destierro, sino que delinea un futuro lejano en el que entrará en vigor esta nueva alianza. El estar dirigida a los habitantes del reino del Norte que habían quedado en Israel tras la deportación a Asiria (722 a. de C.) y aludir a Judá hacen que este mensaje profético adquiera un marco geográfico más amplio y universal, que dirige a todo el pueblo de Dios. Parece ser que Jeremías pronunció este oráculo tras la renovación de la alianza sinaítica en tiempos del buen rey Josías (cfr. Dt 26,17-19), presentando esta nueva alianza como un gran don divino.

No es que se promulgue una nueva ley, sino que la novedad radicará en que la alianza no se quebrantará. Dios quiere establecer relaciones de amistad perpetua con su pueblo; pero Israel, cediendo a los caprichos de su corazón, siempre quebrantó la alianza. Jeremías testifica los esfuerzos de Josías por renovar la alianza del Sinaí, que resultaron inútiles, porque la infidelidad anida en el corazón del pueblo, el pecado está grabado en la tabla de su corazón (cfr. 2,21; 17,1). Esta es la cuestión, el corazón. Jeremías no es un iluso, habla de una relación amistosa, estable, en el sentido de que la nueva alianza no se quebrantará porque Dios no la prescribe como Señor, ni está escrita sobre piedras (Ex 31,18; 34,28ss...), sino que el Señor la inscribe en el corazón humano. La alianza exige una relación interior y sincera: el cambio radical está en la interiorización del compromiso, en que todos y cada uno de los miembros de la comunidad vivirán una religión interior y personal. 

Tras haber quebrantado la ley divina y llegado el pueblo a la conversión, el profeta anuncia para el futuro los días de una nueva alianza. La Ley es la misma, son los preceptos del Señor (5,4; 8,7), sus palabras (6,19) que, como dijo Cristo, se resumen en el amor a Dios y al prójimo (Dt 6,5 y Mt 22,37; Lv 19,18 y Mt 22,39; cfr. Rom 13,8-10). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de leyes, sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del compromiso, en la vivencia de una religión personal, interiorizada por todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Cumplir lo ordenado por el Señor coincidirá entonces con la decisión propia y libre de los hijos de Dios. Cesará la explicación de la ley, porque todos se adherirán a Dios, le temerán, amarán y escucharán su voz de todo corazón.

El pecado es el gran obstáculo que impide la unión con Dios. No es el hombre, sino Dios el que lava esta mancha. El Señor va a crear en el pueblo un corazón y un espíritu nuevos (Ez 18,31; 36,26). Al sentir perdonados sus pecados, el hombre reconoce a Dios y su unión será estable. En la Ultima Cena, Cristo repite estas palabras (Lc 22,20; I Cor 11,25) anunciando el final de la alianza sinaítica; en esta nueva etapa, la misión de Cristo y la comunidad está fundada en el perdón y la misericordia.

En los tiempos del nuevo pacto "...todos, grandes y pequeños me conocerán...", pero este conocimiento no se identifica con el cumplimiento automático de la alianza. Jeremías, aunque ha sido santificado en el seno de su madre (1,5), no encuentra fácil el seguir la voluntad divina. En esta nueva etapa también es posible que el corazón humano se cierre a Dios y quebrante la alianza. Lo único que nos asegura este oráculo es que el pacto antiguo, en el que triunfaba la venganza, si era quebrantado, cede el paso a uno nuevo en el que siempre triunfará el amor y la misericordia divina. Por eso, las penas canónicas nos suenan siempre a pacto viejo, y los promulgadores de estas leyes, a hombres incircuncisos que ni siquiera han entendido el A. T.

La lectura de este texto en vísperas de la Semana Santa nos lleva al recuerdo del sacrificio de Jesús y la institución de la Eucaristía. El que Jesús repita estas palabras de Jeremías indica que nos hallamos ante la última y plena alianza y que este nuevo pacto nunca podrá ser roto por la infidelidad humana, porque el Señor siempre permanece fiel y nos perdona. Lo único que nos exige es la conversión. 

LA SEGUNDA LECTURA, tomada de la carta a los Hebreos (5,7-9), dice que Jesús “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer y, llevado a la consumación, se ha convertido, para todos los que lo obedecen en autor de salvación eterna”.

En esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que sufre, que clama ser salvado... todo quiere decir, que siente con dimensiones profundamente humanas. De este modo es "llevado a la consumación”, es una expresión técnica, que indica la "ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres. El momento cumbre de esa semejanza es la muerte; y por la muerte salva a sus hermanos. Esta carta es la del sacerdocio de Cristo. Jesús fiel es sumo sacerdote misericordioso que lleva a cabo la salvación humana; destaca la idea, varias veces repetida en la "carta", de que Jesús es mediador de salvación por ser semejante, igual, a los hombres.

Este primer sentido del sacerdocio de Cristo no es algo cúltico, sino existencial. Es sacerdote, porque es mediador, no por otra razón. Y es mediador, porque es como los demás hombres. Este es uno de los rasgos más típicos de Hebreos; y se subraya más, porque en el momento histórico la aceptación de Jesús como Hijo de Dios era más reconocida que su dimensión humana. Oró con gritos y lágrimas y, curiosamente, afirma el texto que fue escuchado, cuando sabemos que Jesús no fue liberado de la muerte; lo dice así, porque lo que indica con toda probabilidad, es que la oración de petición es escuchada no porque se conceda lo que se pide sin más, sino porque Dios hace aceptar su voluntad a quien pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide. Es este el camino de reflexión, para entender en qué consiste la oración de petición, tan usada, pero tan poco entendida verdaderamente.

El autor describe con palabras conmovedoras y llenas de realismo la oración y la angustia de Jesús, en el trance de Getsemaní, cuando Jesús tuvo que experimentar en su propia carne la repugnancia natural ante una muerte que se acercaba. El decir aquí que fue escuchado, puede tener también estos dos sentidos igualmente válidos: que Jesús venció su repugnancia natural a la muerte y aceptó la voluntad del Padre o/y que el Padre lo libró de la muerte resucitándolo al tercer día. Por su obediencia al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús alcanzó una vida cumplida, perfecta, gloriosa y fue constituido en Señor que ahora da la vida a todos cuantos le obedecen. El que iba a ser constituido mediador y sacerdote de la nueva alianza se acercó a los hombres y bajó hasta lo más profundo de nuestro dolor. Aunque los tres evangelistas sinópticos parecen suponer que Jesús oró en Getsemaní "con gritos y lágrimas" (Mc 14,32-42; Mt 26,36-46; Lc 22,40-46), es posible que el autor se haya inspirado también en otros textos bíblicos, sobre todo en los salmos.

Jesús Sumo Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres, realiza su función mediadora por su igualdad con el Padre y su solidaridad con los hombres; Hebreos subraya y acentúa el pensamiento de la igualdad de Jesús con sus hermanos los hombres, fundamental para la función mediadora. Esa misión consiste en la salvación por medio de la obediencia solidaria, no a una voluntad de Dios arbitraria o aun cruel, sino realmente consciente de la situación humana global, también en los terrenos en los cuales es inevitable sufrir para ser fiel a la misión de amor por los hombres. 

El Evangelio según San Juan se sitúa hoy en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países.

La perícopa comienza con una nota universalista que culmina con estos griegos que quieren ver a Jesús, a los cuales se refiere en 10,16, al hablar de otras ovejas que no son de este aprisco; es en este momento, cuando resuena solemne la afirmación acerca de la llegada de la hora. Se trata de una hora en la que se conjugan universalidad y sacrificio del cordero: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". La "hora de Jesús" es también la hora del mundo. En ella se manifiesta que Dios es Amor, pero también queda al descubierto el pecado del mundo. Es la hora de la exaltación de Jesús, de su muerte y de su gloria. Es la hora del juicio contra Satanás y su ralea, pero también la hora del perdón para cuantos creen en él. Es la hora en la que Dios convoca a todos los elegidos en torno al que es "exaltado". Pues todo lo que podemos esperar y temer es fruto y consecuencia de la victoria y del juicio que acontece en la cruz de Cristo.

Universalidad y cruz, por un lado, configuran la gloria de Jesús y la obra que el Padre le ha encomendado llevar a cabo y, por otro, son la contrapartida de un mundo hecho de particularismos y de glorias fáciles, por eso dice: "ahora va a ser juzgado el mundo". Además, este texto tan importante tiene el valor de ejemplaridad para el discípulo, toda vez que en el cuarto evangelio Jesús se ofrece al discípulo como "el camino, la verdad y la vida" (cfr. Jn 14,6); "el que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor".

En la Pascua, acudían a Jerusalén gentes de todos los rincones de la tierra. Está llegando, pues, a su cumplimiento la presentación que hace de Jesús el cuarto evangelio: He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). El texto es un compendio denso de la cristología soteriológica y eclesiológica del cuarto evangelio.

La muerte de Jesús en cruz es el punto de mira del texto, considerada mediante el símbolo espacial de su elevación sobre la tierra; y también por el empleo del símbolo agrícola del proceso de germinación de la simiente; aquí esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús y del Padre que lo ha enviado; en ello, aflora espontánea la referencia intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que yo soy y que no hago nada por mí, sino que lo que digo me lo ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn 8,28-29). Se palpa en el texto un reflejo de la comunión Hijo-Padre, comunión que se percibe más clara desde fuera del recinto, unos griegos han venido a ver a Jesús; son las otras ovejas que vienen a escuchar la voz del buen pastor; desde este momento la muerte de Jesús en cruz es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. El recinto no es sólo Israel, sino el mundo todo, de forma que ya no existe más que un solo rebaño con un solo pastor. Los griegos, queriendo ver a Jesús, funcionan en calidad de símbolo de este nuevo orden de cosas que nace de la cruz. Por eso, la cruz puede ser presentada por el autor del cuarto Evangelio como triunfo y glorificación. El orden viejo, el mundo está siendo juzgado y condenado; el diablo, separador de hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn 8,44), no tiene ya nada que hacer; con Jesús levantado en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad.

El autor concibe la muerte de Jesús en la cruz como generadora de la fraternidad rota desde que el mundo es mundo. El lugar de Jesús es el amor, que tiene su expresión más contundente en la cruz. Es en ella donde quedan hechas añicos las barreras de todo tipo entre judío y gentil, donde se pone de manifiesto la existencia de un único rebaño, de una única humanidad. El amor no sabe de barreras. Es en la cruz donde tiene lugar el juicio y la condena de cualquier tipo de mundo que no sea el del amor. Es en la cruz donde el Padre reconoce inequívocamente al Hijo y a los hijos. El Padre, que es amor, sólo se reconoce en el amor. Así el auténtico creyente, seguidor de Jesucristo, ama hasta dar la vida por los demás. Jesús, que ha cumplido en su vida y en su muerte la ley de la siembra, de la generosidad y la entrega, nos advierte que todos debemos hacer lo mismo que él si queremos entrar con él en la vida eterna. Pues el que sólo se cuida de sí mismo y no tiene más preocupaciones que la de salvar su vida, la pierde; en cambio, gana la vida eterna el que vive y muere por los demás.

El texto apunta también la idea del seguimiento de Jesús, a través del símbolo agrícola de la simiente, que ha de morir, para producir después fruto; por tanto, en la trasposición del símbolo, se ve, que sólo si el seguidor de Jesús muere, podrá generar fraternidad. En esta muerte puede haber muchos niveles o grados. El texto se sitúa en el último y más radical: la privación violenta de la vida. Pero esta privación irradia luz a los otros niveles o grados. Si Jesús está en la cruz, es porque no ha vivido aislado en sí mismo, sino que ha vivido para los demás. Este es el tipo de vida al que Jesús nos invita. El que ama su propia vida la perderá (evangelio). Es la paradoja: una existencia cerrada en sí misma, centrada totalmente en ella, se va vaciando paulatinamente de sentido y acaba perdiéndose. Una existencia que acepta salir de sí y de sus intereses, que se va gastando y consumiendo en beneficio de los demás, se va enriqueciendo y se va salvando.