IV Domingo de Pascua, Ciclo B.

San Juan 10,11-18: Yo doy mi vida por las ovejas

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 4,8-12; Sal 117,1.8.9.21-29; 1 Jn 3,1-2; Jn 10,11-18 

En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.

Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre. 

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles expone las palabras de San Pedro, que defiende la fe en Jesucristo, al ser interrogado sobre la curación del paralítico: “… Ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; Jesús es la piedra que desechasteis vosotros…”

Por tratarse de un asunto relacionado con Jesús de Nazaret, al que ellos habían ajusticiado y por motivos de orden público, el jefe de la guardia detuvo a los apóstoles Pedro y Juan como causantes del tumulto y, al día siguiente, los llevó ante el Sanedrín, para interrogar a los detenidos. San Pedro, no da hoy un sermón, es un alegato de defensa; el tribunal supremo judío investiga sobre qué poder y en nombre de quién actúan; no es por la curación del paralítico, sino por el trasfondo que deja entrever y que refleja el movimiento de masas producido en torno a Pedro y Juan: la gente los toma por seres divinos (cfr. Hech. 3,10-12). Más aún, Pedro y Juan se han remontado a Dios como al protagonista último de su actuación (Hech. 3,13); este contexto limita con los principios jurídicos constitutivos de la nación judía y la autoridad interviene en defensa del estado de derecho.

Los apóstoles dan su testimonio ante el Sanedrín: "Os perseguirán... por causa de mi nombre; así tendréis ocasión de dar testimonio" (Lc 21,12.13). Pedro responde con valor y con suma claridad; se convierte en acusador, reclama la audiencia del tribunal y presenta las pruebas de su denuncia: “Ahí está uno que ha sido curado en nombre de Jesús, a quien vosotros habéis crucificado y el mismo Dios ha resucitado”. No se detiene en el interrogatorio, sino que anuncia el nombre de Jesús de Nazaret, «a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó». Pedro presenta a Jesús como la «piedra que fue rechazada por los constructores y se ha convertido en piedra angular». Estas palabras del Sal 118,22, que se aplican por primera vez a Jesús en este texto del libro de los Hechos, el mismo Jesús las había interpretado en relación a su propia persona y misión salvadora (Mc 12,10; Mt 21,42; cf. 1 Pe 2,4.7). Los jefes de Israel se han equivocado, creyeron que Jesús era un "ripio" de relleno y resulta que es la "piedra angular", la que se necesita para los cimientos y las pilastras. Jesús es lo que da solidez y unidad al pueblo de Dios.

En la segunda parte de la lectura, la Iglesia está en oración; toda la comunidad ora con los apóstoles: es la plegaria de los perseguidos libertados. Al salir de la prisión, los dos apóstoles se reúnen con los compañeros, para explicarles lo sucedido, y la comunidad siente la necesidad de alabar a Dios. La comunidad cristiana persevera en la plegaria y pide fuerza para proseguir con valentía el servicio de la palabra: «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo os vais a defender o de qué vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que hay que decir» (Lc 12,11.12). Terminada la plegaria, Dios les responde con un terremoto y una nueva fuerza del Espíritu Santo. Esta plegaria tiene la condición básica de la oración eclesial: brota del momento histórico vivido, de la conciencia de la participación en el proyecto de salvación que se manifiesta en Cristo Jesús.

Jesús es el único que puede salvar, pero este Jesús, que se hizo solidario con todos los pobres y oprimidos de la tierra, fue considerado como algo despreciable por los que decían estar al servicio del bien común. Y lo mismo sucede ahora, y peor, pues muchos que toman el nombre de Jesús y se llaman cristianos, se olvidan de Jesús y de su causa, Jesús se ha identificado con los pobres, y en ellos está la salvación del mundo. Ellos son hoy la piedra angular. 

La segunda lectura perteneciente a la primera carta de San Juan, afirma la filiación divina del cristiano, somos hijos de Dios. Aparece sin referencia previa, como una especie de exabrupto, pero con fuerza, por ello lo subraya con "¡lo somos!" El texto insiste en la realidad de la filiación.

Los bautizados somos llamados "hijos de Dios"; y no es un título sin contenido real; afirma y recalca que somos hijos de Dios; hijos en el Hijo, pero hijos verdaderos. Participamos de la forma de ser del Hijo en cuanto ello nos es posible; es un hecho por parte de Dios, que nos da la nueva vida y un deber para nosotros, que nos obliga a vivir en Dios, nacidos de Dios (Jn 1,12s; 3,5) por obra del Espíritu (Jn 3,6), somos unos extraños en el mundo; para San Juan ese mundo son los hombres que se oponen a Dios con su incredulidad, con su ateísmo práctico (2,15-17); el que no ama a Dios y no lo reconoce como tal no puede amar y reconocer a los hijos de Dios. La realidad de los hijos de Dios está escondida a nuestros ojos y no sólo a los ojos del mundo; pues no tenemos aún plena conciencia de lo que somos y las dificultades de la vida presente encubren la grandeza y la dignidad insospechada de los hijos de Dios. Algún día se verá, lo veremos con claridad y aparecerá lo que ya ahora se está gestando en nosotros no sin dolor. El pleno conocimiento de Dios coincidirá con el pleno conocimiento de los hijos de Dios; ese día, cuando veamos a Dios cara a cara, sabremos lo que somos y seremos semejantes a Dios, Nuestro Padre. Dios nos alzará a la altura de sus ojos, para que nos veamos y reconozcamos en ellos; y se sabrá que Dios es amor y que los que aman han nacido de Dios.

Engendrados en el bautismo, los cristianos son llamados con todo derecho hijos de Dios. Pero esa expresión se presta a equívocos, puesto que muchas religiones mistéricas también lo conferían solemnemente a sus iniciados; pero se trataba sólo de metáforas. Por eso, Juan insiste en el hecho de que nuestra filiación divina es realidad indudable. Pero mientras que las religiones y las técnicas humanas de divinización pretenden conferir al hombre una igualdad con Dios mediante procedimientos orgullosos, Juan enseña a sus seguidores que el camino que conduce a la divinización pasa por la purificación, porque solo los corazones puros verán a Dios (Mt 5,8; Heb 12,14). La purificación procede del Sumo Sacerdote de la nueva alianza que nos purifica con su propia sangre (Heb 9, 11-14; 10, 11-18) a todos los que están unidos a El; la pureza se adquiere, no ya por medio de abluciones, sino por dependencia filial de Cristo a la voluntad de amor de su Padre manifestada en el sacrificio. Podremos, por tanto, purificados, ver a Dios en la medida en que compartamos con Cristo un sacerdocio hecho de amor y de obediencia filial; la Eucaristía opera esa purificación que nos hace dignos de ser hijos de Dios.

Practicar la justicia implica una recta relación del hombre con Dios y con su prójimo; significa amar al hermano (3,10; cfr. Mt 37-40; Rom 13,8), no ser injusto con los demás. Y éste es el que ha nacido de Dios. El que practica la justicia ha nacido y es hijo de Dios; el que comete el pecado es hijo del diablo. Este es el criterio por el que conocemos nuestra unión con el Señor (nacer de ..., ser hijos de Dios). El fundamento último de esta exigencia moral es que debemos imitar a Jesús que es justo (2,29; 3,7). Nuestra práctica moral dimana y testimonia nuestra unión con Dios. 

 EL EVANGELIO según San Juan trae hoy la alegoría del buen pastor, que constituye una verdadera síntesis del misterio de la salvación.

Este capítulo del cuarto evangelio recoge un momento de especial tensión, por las graves acusaciones de los opositores en litigio con Jesús. Esta perícopa de hoy (10,1-18) puede considerarse como un auténtico alegato en el que el autor razona el pastoreo de Jesús; está, pues, situada en un marco literario de naturaleza judicial; la autoridad religiosa judía ha abierto una investigación para examinar el caso del ex ciego de nacimiento (Jn. 9). El veredicto condena a este hombre a no ser discípulo de Moisés; en realidad el condenado es Jesús; pero, luego, los papeles literariamente se cambian y el condenado viene a ser la autoridad judía (Jn. 9,39-41).

En la alegoría, Jesús basa su veredicto en el cap. 34 de Ezequiel, archiconocido para los judíos; el profeta comienza denunciando a los jefes de Israel como falsos pastores del rebaño de Dios; con su proceder injusto han destrozado el rebaño. Por eso, Dios los destituye de su cargo y El en persona toma el cayado guía, reúne las ovejas dispersas y restablece con ellas una relación de mutua confianza. Todos estos elementos, introduciendo la equiparación Yahvé-Jesús, los recoge San Juan en 10,11-18. En tal equiparación radica precisamente el escándalo de los judíos (cfr. Jn. 6,42; 7,26-27); Jesús toma la guía, reúne las ovejas, crea un clima abierto de mutua confianza.

Hay, sin embargo, algunas ovejas que no lo aceptan, porque no creen que Jesús pueda ser a la vez Dios y hombre; es el eterno escándalo, el problema filosófico y existencial, el mismo, que se les planteó a los judíos con Jesús; y, curiosamente, este Jesús es también pastor aún de los que se sienten escandalizados y se apartan de Él. Hay, en el buen pastor de Juan, otras ideas que superan las de Ezequiel, como son la relación de conocimiento y amor entre el Padre y el Hijo y el amor de Jesús a sus ovejas, única razón de su propio ser, un amor total y absoluto, cuya expresión es la aceptación soberanamente libre del veredicto dictatorial que lo condena a muerte (cfr. Jn. 15,13). Es la primera vez, que Juan menciona con insistencia este aspecto sacrificial voluntario de la vida de Jesús en su evangelio.

Jesús hace un acto de radical generosidad con el hombre al que considera hermano de verdad: el dueño de la vida da su vida en favor de los que quiere; no hay altiva beneficencia, sino la sencillez del que ofrece lo que más quiere por el amor que tiene a otro, de tal modo es radical la entrega, que esta muerte adquiere una dimensión salvadora, un valor absoluto; subyace aquí el tema profético de la universal unidad del rebaño. Ya la antigua profecía (Is 60-61) había intuido que el mensaje de la Palabra, el don de Dios, no podía quedar reducido a las estrecheces históricas de un pueblo. Jesús, por medio del pensamiento del autor, muestra con claridad, que su don al hombre ha llevado dicha universalidad a las últimas consecuencias.

Con el símil de la llegada del lobo, el autor dibuja la figura del buen pastor que se muestra en la capacidad de desprendimiento del pastor por las ovejas; el bueno da la vida por ellas, el malo sólo aparenta, pues, en realidad, no le importan las ovejas. La cuestión esencial está en la preocupación y defensa de las ovejas; este es precisamente el caso de Jesús, a diferencia de los guías religiosos judíos, que sólo se interesan por el cumplimiento de la ley; por eso Jesús dice: "Conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí". A conocer la ley Juan opone conocer a las ovejas; ambos conocimientos los presenta dotados de una dinámica contrapuesta; el conocimiento de la ley separa, expulsa, excluye (cfr. Jn. 9,22.34) y el de las ovejas conlleva la entrega de la propia vida por ellas, por todas las ovejas, no sólo de las judías; al exclusivismo opone la universalidad. Las "otras ovejas que no son de este redil" son todos los no judíos, que en el cuarto evangelio se denominan "griegos". De ahí, que en Jn. 12, 20-36, se diga, que unos griegos quieren ver a Jesús, porque es entonces, cuando va a resonar solemne la voz de Jesús: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre". Será el momento en que habrá "un solo rebaño con un solo pastor".

A la vez vienen a la mente las palabras de San Pablo: "Ya no hay griego ni judío, hombre ni mujer, circunciso ni incircunciso, esclavo ni libre ..., pues Cristo es todo en todos" (Col 3,11); pero Cristo crucificado, porque "si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto". Es el voluntario desprendimiento de la propia vida, como apunta el texto de hoy; la muerte del pastor no se debe sólo a un fatal desenlace o a un juego de intereses: "Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente". La muerte del pastor es consecuencia de su opción por las ovejas, por todas las ovejas; pues, es el buen pastor a quien el Padre ama. A ello San Pablo añade: "Hermanos míos, en el cuerpo del Mesías os hicieron morir a la ley; así pudisteis ser de otro, del que resucitó de la muerte y empezar a ser fecundos para Dios" (Rm 7,4). Sin duda, es este realmente el tiempo pascual.