V Domingo de Pascua, Ciclo B.

San Juan 15,1-8: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos 

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 9,26-31; Sal 21,26-32; 1Jn 3,18-24; Jn 15,1-8

Yo soy la vid verdadera y mi Padre, el labrador; todo sarmiento que no da fruto, lo arranca y el que da fruto lo poda, para que dé más. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he dicho; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no está unido a la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, da fruto abundante, pero sin mí nada podéis hacer. Al que no está unido a mí, se le arrojará, como al sarmiento seco, que lo  recogen, los echan al fuego y arde. Si estáis  en mí y mis enseñanzas  permanecen en vosotros, pedid cuanto queráis y se os concederá. Mi Padre es glorificado si dais mucho fruto y sois mis discípulos. 

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles narra la llegada de San Pablo a Jerusalén, dos años después de su conversión, para entablar contacto con la primitiva comunidad cristiana.

No debió serle fácil por el recelo, que inspiraban, en todos, sus pasadas andanzas de perseguidor, pero su amigo Bernabé, de origen helenista, igual que Pablo, lo presentó a los apóstoles. En su carta a los Gálatas (1,18-24), Pablo afirma que, en este viaje, vio únicamente a Pedro y a Santiago, llamado "hermano del Señor", y el autor de Hechos no especifica y habla, en general, de los apóstoles, pues lo que le importa es hacer constar que Pablo fue aceptado por ellos en la comunidad primitiva. Allí, permaneció quince días (Gál 1,18), que bastaron para que se atrajera el odio de sus enemigos, pero embarcándose en Cesarea, con la ayuda de los hermanos cristianos, huyó a Tarso, donde predicó intensamente el evangelio, de modo que en Judea se decía: "El que nos ha perseguido predica ahora la misma fe que antes quiso liquidar" (Gál 1,23).

Pablo no fue "apóstol" en sentido estricto, no pertenecía a los Doce, pues no conoció a Jesús de Nazaret en su vida pública ni lo siguió a partir del bautismo en el Jordán y hasta su ascensión a los cielos. Por eso, Pablo ha de ceñirse en su predicación al testimonio de los Apóstoles o Tradición Apostólica, de ahí la importancia de este primer contacto con Pedro en Jerusalén.

La iglesia disfrutó de un período de paz hasta el reinado de Herodes Agripa I (hacia el año 40), en que la fe cristiana se implantó en las tres regiones de la Palestina Occidental. Es notable que Lucas designe estas comunidades cristianas palestinenses con el nombre de "iglesia"; tal palabra mantiene en adelante un doble significado en el N.T: la asamblea o reunión de los cristianos en un lugar (iglesia local) y la totalidad de los creyentes (iglesia católica o universal); pero nunca se llamará "iglesia" al lugar de reunión.

Pablo tuvo que huir de Damasco, tras estallar allí una persecución a muerte contra él y se dirigió a Arabia (cf. Gál 1,17), donde (2 Cor 11,32-33) el gobernador de Aretas, rey de Arabia, puso guardia en la ciudad, para prender a Pablo, el texto de los Hechos señala a los judíos como los verdaderos instigadores de la persecución; son dos visiones que se pueden armonizar fácilmente. Pablo comienza por anunciar la buena nueva a los judíos y ellos responderán casi invariablemente con un rechazo misterioso y con violentas persecuciones (cf. 9,23-25.29-30...). Una evangelización que libra al hombre de los demonios y de los mil factores que lo esclavizan desencadena siempre persecuciones interesadas, lo mismo en el caso de Pablo que en el de Jesús y en el de la Iglesia de todos los tiempos. La persecución es también uno de los signos de la Verdadera Iglesia y una bienaventuranza (Lc 6,22-23; cf. 6,26).

Los apóstoles eligieron a Bernabé para consolidar la evangelización de Antioquia, el cual busca la ayuda eficiente de Pablo, entonces en Tarso y, juntamente con él, organiza sólidamente aquella Iglesia, que fue un poderoso centro de irradiación evangélica y donde por primera vez los discípulos de Jesús fueron llamados «cristianos». 

La segunda lectura perteneciente a la primera carta de San Juan, (3,18-24) hace una exhortación al amor práctico.

La caridad del cristiano no debe consistir en discursos bonitos y demagógicos, hemos de amar con obras. San Juan insiste en el amor, pero en un amor que no se queda en las simples palabras, hay que amar como Cristo nos ha amado, ya que "en esto hemos conocido lo que es amor, en que Él dio la vida por nosotros" (v. 16). Y éste es el amor que nos saca de dudas, por él conocemos si somos de la verdad, si hemos nacido de Dios y somos sus hijos. El amor exige la práctica solidaria en el hermano; muchas veces, vemos que nuestra conducta no responde a las exigencias del amor cristiano; y el corazón nos acusa de no ser aún hijos de Dios, tenemos conciencia clara y tranquila de que así no somos de la verdad. Podemos tranquilizarnos, si creemos que el amor de Dios es mucho más fuerte que nuestro amor y que él está por encima de nuestra conciencia. Dios muestra su grandeza perdonándonos. Además él nos conoce mejor que nosotros mismos, el amor indica solidaridad; "si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?

El autor da un salto en su discurso y supone, por un momento, que nuestra conciencia no nos acusa de nada. Si es así, podemos esperar que Dios atienda nuestras peticiones, ya que nosotros hacemos lo que le agrada (cf. Jn 14,13; 15,16s; 16,23s; 16,26); el amor surge en nosotros de aquella verdad revelada que se alberga en nuestro interior (2 Jn. 2-4); la verdad es el órgano interno de las obras; la fe es la raíz de la que dimana el amor, "lo que vale es una fe que se traduce en amor" (Gál. 5,6). La unión entre obras y verdad expresa la armonía que debe existir entre fe y obras. "El amor sepulta un sinfín de pecados" (1 P 4, 8). La razón última es que Dios está por encima de nuestra conciencia y detecta y ve lo escondido de nuestro corazón y que estamos de parte de la verdad.

San Juan recomienda la fe y el amor "El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo y nos amemos los unos a los otros como nos mandó" (v 23). Amor y fe no se pueden separar, constituyen un único mandamiento, pues la profesión del amor de Dios que se manifiesta en Jesucristo no se puede separar del amor fraterno y, a la inversa, la exhortación al amor de los hermanos implica siempre el amor del Padre que se hace accesible en la entrega del Hijo. El mandamiento que nos proporciona seguridad ante Dios y nos garantiza su presencia entre nosotros es doble: creer en el nombre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros, dos preceptos que parecen uno; la fe y la caridad no son dos virtudes distintas, sino que ambas son las dimensiones, vertical y horizontal, pero simultáneas, de una sola actitud (cf. Jn 13,34-36; 15,12-17); somos hijos de Dios por nuestra fe y la caridad fraterna fluye de esta filiación (1 Jn 2,3-11). Nuestra oración es escuchada por nuestra comunión con el Señor, porque observamos sus mandamientos. El Espíritu, que nos lleva al reconocimiento de Jesús como Mesías, es el Espíritu de verdad.

El cristiano, en nuestros días especialmente, trata de buscar un amor fraterno más auténtico y universal, pero sin referencia a Dios, olvidando que el amor une sus raíces en la propia vida de Dios. Creer en Jesucristo es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo y es, asimismo, estar dispuesto a participar en esta mediación del amor y, con la renuncia y la obediencia filial de Cristo, admitir que Jesús ha respondido de manera única al amor del Padre e intentar imitarlo. 

EL EVANGELIO según San Juan, propone hoy la preciosa alegoría de la vid: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador". Esta perícopa forma parte de la amplia sobremesa de la cena de Pascua de Jesús con sus discípulos,

El Padre es el labrador solícito que cuida la vid y los cristianos somos los sarmientos. En sentido estricto, no se es cristiano, sino que se hace uno cristiano; el cristianismo no estriba en el ser, sino en el hacerse, como se hacen los discípulos mediante la comunicación sincera de la palabra, que crea una situación abierta, diáfana, limpia: “Vosotros estáis limpios por las palabras que os he dicho”; todo lo que Jesús ha ido diciendo durante su actividad ha ido podando, limpiando a sus discípulos; por eso, les dice que ahora están limpios; mientras Jesús está para morir, sus discípulos tienen aún mucha vida por delante; de ahí el interés y la insistencia de Jesús en que ellos sigan con él, permanezcan en él; siete veces se menciona el verbo permanecer, esa permanencia y unidad constituyen el punto central del texto de hoy.

San Juan invita a una interrelación personal con Jesús de modo insistente, a través de formulaciones positivas y negativas, que indican lo que es esencial para ser cristiano. El es la luz verdadera, que sustituye la Ley (8,12), el verdadero pan del cielo, en contraposición al maná (6,32), el Buen Pastor, y hoy es la vid verdadera; son afirmaciones que, desde la experiencia pascual y la fe en la resurrección del Señor, señalan que Jesús vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida, que lleva la savia y mantiene unidos los sarmientos; Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento de la "viña del Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de que permanezcan unidos a la vid, así, se alimentan, crecen y dan fruto.

La fidelidad que Yahvé esperaba del pueblo elegido la encuentra, por fin, en Jesús, la verdadera vid. Surge una nueva alianza, por la fidelidad de Jesús, que se sustenta en obediencia hasta la cruz. La viña y la vid es una imagen ampliamente utilizada en el A. T. para referirse a Israel como pueblo de Dios y es recogida también por el N. T. Pero aquí la vid no se refiere al pueblo de Israel, sino que se aplica directamente al propio Jesús. "Yo soy la verdadera vid"; Jesús se designa la vid; se pone en el lugar que hasta ahora solía ocupar el pueblo de Israel; es la vid verdadera, el verdadero pueblo de Dios, formado por la vid y sus sarmientos; no hay otro pueblo de Dios, sino el que se construye a partir de Jesús; es el verdadero pueblo de Dios que sustituye a Israel.

Como en el A.T. es Dios Padre, quien ha plantado esta viña y, demostrándole su amor, la cuida. Según el relato del historiador judío Flavio Josefo, había en Jerusalén, sobre la puerta del Templo una vid de oro con sarmientos colgantes. Con Jesús ha llegado el fin del culto del templo judío y de su comunidad. Jesús es la vid verdadera en el sentido de que es él quien da la auténtica vida, la que proviene de Dios, la que encuentra su fuente en el Padre.

En el evangelio de Juan, "dar fruto" significa cumplir la enseñanza de Jesucristo, hacer realidad el reinado de Dios, para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador"). En este mismo sentido dice Jesús que "el grano de trigo que cae en tierra y muere da mucho fruto" (Jn 12,24); y Él es ese grano de trigo, él y su palabra. Los que reciben a Cristo y su palabra, los que permanecen en él y cumplen lo que él dice, los que mueren con él para que el mundo viva, dando mucho fruto, mueren con Él. Y éste es el fruto que permanece (Jn 15,16). La vid de la Nueva Alianza produce un fruto abundante que se llama amor; un amor a los hombres idéntico al que el Padre siente por ellos; un amor "podado", purificado del egoísmo, un amor que sólo se logra participando del amor de Cristo, representado en la Iglesia. En la realidad del vino eucarístico se dan cita, a la vez, el amor de Dios, que amó tanto a los hombres que les entregó su Hijo y la fidelidad humana de Jesús, "limpio" de todo egoísmo.

El fruto es el efecto de la muerte del grano del trigo, es decir, es la expresión del amor sin medida. El fruto es la realidad del hombre nuevo, es el hombre que ya no existe para sí, que se esfuerza por morir a su egoísmo y a vivir para Dios y para los demás.

El sarmiento que no da fruto es el que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, no se asimila a Jesús; es el sarmiento que no muestra la vida que se le comunica y el Padre, que cuida de su viña, lo corta; es un sarmiento fatuo, que no pertenece a esa vid.

Quien practica el amor, tiene que seguir un proceso ascendente, un desarrollo, que es posible mediante esta poda que el Padre hace. Es la limpieza del corazón del discípulo de Cristo, que, eliminando la sequedad, reverdece sea cada vez más auténtico, más libre para amar, menos esclavo de sí mismo, con mayor capacidad de entrega y por tanto de eficacia. La fórmula "permaneced en mí y yo en vosotros" define la relación del discípulo con Jesús en una reciprocidad personal que es la condición indispensable para dar fruto; la unión con Jesús es decisión del hombre y, a esa iniciativa, corresponde la fidelidad de Jesús "yo permaneceré en vosotros". El que vive unido a Cristo capta, por la plegaria, cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo y da fruto abundante. La gloria del padre se ha manifestado plenamente en Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar mucho fruto.