VI Domingo de Pascua, Ciclo B.

San Juan 15, 9- 17: Amaos unos a otros, como yo os he amado

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 10,25-26.34-35.44-48; Sal 97,1-4; 1 Jn 4,7-10; Jn 15,9-17 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto, para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos y vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os eligió; y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros. 

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles narra la conversión de Cornelio, un episodio de los más decisivos para la comunidad cristiana primitiva. San Pedro, en su función de primado responsable de la Iglesia, al comprobar la efusión universal del Espíritu Santo, proclama: Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.

Cornelio era un capitán de la "Cohorte Itálica", que vivía en Cesarea; él y su familia se contaban entre los "temerosos de Dios", es decir, aquellos gentiles que simpatizaban con la religión judía y adoraban al Dios de Israel, aunque no estuvieran circuncidados. Pues bien, Cornelio, no sin inspiración divina, envió un aviso a San Pedro, que se encontraba en Joppe, a unos 44 Km. de Cesarea, para que le enseñara el camino de la salvación. Pedro, que había tenido igualmente una visión enigmática, entiende ahora cuál es la voluntad de Dios y acude a la llamada de Cornelio, con lo que abre la puerta e inicia oficialmente el camino hacia la evangelización de los gentiles.

El don del Espíritu Santo se ha derramado sobre todos los presentes, incluidos también los gentiles; la historia de Cornelio y esta escenografía de visiones muestran a Pedro, todavía vacilante, pasando por alto la larga y lenta preparación de los espíritus con vistas al acceso de los paganos, con lo que el autor resalta la igualdad absoluta de todo ser humano ante los designios de Dios en Jesucristo. La narración del estos hechos ponen de manifiesto la voluntad de Dios, que impele a Pedro a que acepte al pagano, Cornelio, en fe cristiana. Esa decisión de permitir, tras muchas discusiones y enfrentamientos, la entrada de los paganos convertidos en la comunidad cristiana, trastocó el rumbo de la primitiva Iglesia; así lo muestran las referencias de las cartas de San Pablo y el mismo libro de los Hechos de los Apóstoles al narrar el debate sobre el "Concilio de Jerusalén". Ello es el resultado de llevar a su cumplimiento el mensaje de Jesús y de su resurrección: la humanidad entera está llamada a unirse a la vida nueva de Jesús y la única condición que exige es creer en Él y seguirlo, a lo que impulsa Dios mismo con la fuerza de su Espíritu. Y eso es lo que presenta hoy San Lucas en este relato.

La perícopa señala una nueva intervención del Espíritu Santo a fin de que la iglesia salga del ambiente judío y el Evangelio llegue a los demás hombres. Cornelio, como el etíope de 8,27, es un hombre piadoso y creyente y el Espíritu Santo levantó la mano de Pedro, para bautizar a este hombre de otra raza. Hoy también, en varios lugares, la Iglesia está amenazada y perseguida; el cristiano, sin embargo, debe abrirse y entablar el diálogo con todos los hombres. Es el Espíritu de Pentecostés el que se manifiesta, en Cornelio y su familia, para afirmar la fe cristiana y eso sigue ocurriendo como entonces, Dios está con el  hombre que lo busca. La comunión en la escucha de la palabra de Dios, en la fe en Jesucristo y en la oración es el signo de la presencia del Espíritu.  

La segunda lectura perteneciente a la primera carta de San Juan, (4,7-10) hace una exhortación al amor.

El autor ha hablado ya del mandamiento decisivo, que resume todos los mandamientos y cuyo contenido es la fe en Jesucristo y el amor mutuo (3,23). En esta conocida perícopa, San Juan explica el origen y la esencia del amor, que es Dios mismo, “Dios es amor”. Es el que ama y ha mostrado y muestra su amor "con obras y según la verdad": "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo Único". Ciertamente Dios había dado antes pruebas de su amor, pero sólo en Jesucristo nos da la prueba definitiva. Ahora conocemos que el amor no es sólo una propiedad más entre otras propiedades divinas, sino la misma esencia de Dios; pues nos da lo mejor que tiene y nos lo da sin reservas, nos da su "Hijo único".

Y, por nuestro amor, podemos conocer, si estamos en comunión con el Señor. El que ama conoce (=va descubriendo); por el contrario, el que no ama nunca llega a ese proceso de conocimiento. "Dios es amor", esta es una de las grandes definiciones del Señor, según Juan; él no intenta darnos una definición abstracta y metafísica de Dios, sino que, al contemplar su Creación y su modo de revelarse, llega a la conclusión de que "Dios es amor". En la obra salvífica del Hijo, se hace visible el amor de Dios; el Padre es esencialmente don, comunicación de sí mismo; amando al Hijo se comunica a El y, a través de El, a los creyentes (Jn17,26). En el sacrificio del Hijo único tenemos la manifestación suprema del amor de Dios hacia el mundo (Jn. 3,16); por el sacrificio cruento de la cruz, Cristo expía los pecados de los hombres. Dios, tomando la iniciativa, se nos ha comunicado a través de su Hijo; el Hijo de Dios da la vida que él ha recibido del Padre, a todos los que creen en él y en su misión; y, por Jesucristo, el Hijo, también nosotros somos hijos de Dios y alcanzamos vida eterna.

Debemos amar, porque Dios se reveló como amor, el amor del cristiano asciende a la fuente original, participa de Dios; la exhortación a amarse como hermanos brota de la convicción de fe de que el Señor ha tomado la iniciativa de amarnos. Nuestra comunión con el Señor se muestra y se funda en la fe y el amor. San Juan, profundizando mucho más, argumenta que, entre ambas realidades, existe una íntima relación. El amor es objeto de la revelación y de la fe. Nuestro amor es consecuencia de nuestro nacer de Dios. Nuestro amor tiene algo de divino. Amarse es dejar que obtenga su fin ese poder amoroso que brota del Señor.

El amor procede de Dios, ha de ser el fundamento de la comunidad cristiana y su distintivo; los que aman, como Dios, ama son Hijos de Dios, vienen de Dios, lo mismo que el amor que en ellos se manifiesta. Pero el que no ama de esta manera no tiene nada en común con Dios y tampoco puede conocerlo; el conocimiento de Dios es inseparable del amor que viene de Dios; el amor de Dios es la respuesta y principio del amor que debemos tener al prójimo y, más aún, a nuestros enemigos: pues el amor, que viene de Dios no se detiene ante el enemigo, al contrario, demuestra su autenticidad y su trascendencia en el amor al enemigo. 

EL EVANGELIO según San Juan, subraya hoy el punto definitivo de la vivencia de la fe: el amor, el ágape, con sus notas más características.

En este sexto Domingo de Pascua, la liturgia nos recuerda el mandato de Jesús del Jueves Santo: …“que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús quiere insistir vivamente en que el amor es fundamental para el cristiano, para la Iglesia. El amor es esencial, es la síntesis y el culmen de los mandamientos, de ahí la insistencia tanto del evangelio como de la segunda lectura; y hay que amar, como Jesús nos amó y como Dios nos ama; amar es el camino del cristiano; pues, el amor es imprescindible para el cristiano, como dice la segunda lectura, “amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios”. El amor a los demás nace de la experiencia de ser y sentirnos amados por Dios; Dios nos ha amado primero y nos ha salvado por medio de Jesucristo. No somos nosotros los que hemos elegido a Dios, sino Él, el que nos eligió, para que experimentásemos su amor y diésemos los frutos que da ese amor vivido en nosotros. Por eso, la verdadera alegría pascual del hombre es sentirse amado por Dios, acoger este amor de Dios y permitir que Dios actúe en nosotros por medio de este amor. El fruto en nosotros será un amor generoso hacia el hermano, como el de Jesús, hasta entregar la vida, como Él lo hizo.

Jesucristo, al darnos, durante la última cena, su mandamiento del amor, antes de subir a la cruz para resucitar, expresa muy clara su última voluntad, nos encomienda con urgencia la misión de amarnos. El amor que Jesús nos exige no es una simple corriente de simpatía, ni se trata de la caridad con minúscula. El amor que Jesús nos manda es simplemente el amor, un amor afectivo y efectivo, operativo y amplio; es el amor que arraiga en el corazón y produce sentimientos de aceptación y de respeto; y, al tiempo, da frutos de justicia, de solidaridad y de fraternidad entre todos los hombres, porque lo que Jesús nos propone es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida". Ese es el límite del amor cristiano, a él debemos tender y aspirar, no podemos conformarnos con un amor menor, no seríamos buenos seguidores de Jesús.

Jesús ha puesto tan alta la cota, porque no quiere esas ridículas prácticas de caridades vergonzantes; su muerte en la cruz víctima del amor a los hermanos exige la totalidad; ese es el modo del amor cristiano; se es auténtico cristiano, sólo si se ama al prójimo como Dios ama en su Hijo Jesucristo: "Si guardáis mi mandamiento, permaneceréis en mi amor"; esta es la única medida, que puede acreditar nuestra fe. Eso es lo que han hecho los santos; la historia de la Iglesia está llena de hermosas obras del amor cristiano. El cristiano es y tiene que ser amor. Permanecer en el amor a Dios es permanecer en el amor al prójimo, cumplir el mandamiento de Jesús: "Permaneced en mi amor". El mandamiento de Jesús insta a volcar el amor en el sufrimiento y el dolor de los hombres abandonados, desasistidos y rechazados, como Jesús amó a los oprimidos y caídos, a los enfermos y necesitados; el Maestro es el ejemplo, el que marca la meta del amor.

El amor cristiano nace y empieza en Dios, la iniciativa es suya; surge del Padre en un proceso de Amor, que es el Espíritu. El signo más claro, la encarnación de ese amor, es Jesús; tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo; y tanto nos amó Jesús que se entregó a la muerte y muerte de cruz, por nosotros. Jesús es la medida del amor de Dios y el ejemplo a seguir. Todas las palabras de Jesús, todos los hechos de su vida tienen este sentido. Jesús es el amor de Dios hecho rostro humano. Este amor termina necesariamente en los hermanos. San Juan lo repite mil veces en su Evangelio y en sus cartas; el amor cristiano es ambivalente, fluye por dos vías: Dios y los hermanos. Quien no ama al hermano no conoce a Dios, no conoce a Jesús, no ha entendido lo que es la fe cristiana. El amor tiene que verse en frutos, realizarse en obras. Sin amor a Dios y a los hermanos no hay fe cristiana.