Solemnidad: La Ascensión del Señor, Ciclo B.

Mc 16, 15-20: Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios 

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 1, 1-11; Sal 46, 2.3-6-9; Ef 1, 17-23; Mc 16, 15-20 

En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda la humanidad. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean, les acompañarán estos signos: Echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y si beben un veneno mortal, no les dañará, impondrán las manos a los enfermos y sanarán.

El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los milagros que la acompañaban. 

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles expone hoy el relato de la Ascensión de Jesús. San Lucas acentúa la subida al cielo, para hacer patente que la tierra queda en manos y bajo la responsabilidad de los discípulos.

El autor ha dejado dos relatos muy diferentes de la Ascensión. El primero sirve de doxología a la vida pública del Señor y el segundo, de introducción al Libro de los Hechos y los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc 24,44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6,19-20; 9,11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico. En Hechos, la Ascensión aparece ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo; los cuarenta días de estancia en la tierra del Resucitado se deben entender como un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección marca el inicio de una nueva etapa del Reino: de la estancia de Cristo en el Cielo y de la misión de la Iglesia; por eso, es muy significativa la advertencia de los ángeles a los apóstoles de no quedarse mirando al cielo.

“Cristo sentado a la derecha de Padre” (cf. Ef 1,20; Col 3,1; Act 7,56) es evidentemente una imagen, para indicar que el Resucitado es, desde este momento, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia; igual que la imagen de la nube, en la redacción de Lucas, es solamente el signo teológico, que señala la presencia divina en la gloria del Padre y, a la vez, en el mundo, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. Jesús Resucitado es, a partir de este momento, el signo de la presencia de Dios en el mundo. Lucas le imprime un tono dramático, presenta a Cristo subiendo como "arrebatado", en una idea de separación y de ruptura, que subraya que la Iglesia, para comenzar su misión y el servicio de los hombres, tiene que dejar el Cristo Carnal; en esta insistencia de Lucas, sobre la separación de Jesús, se apunta pues una manera de ver la Iglesia.

Se aprecia, pues, una especie de desmitificación del relato de la Ascensión; todos los elementos expresan cómo el evangelista y sus contemporáneos vieron en la Ascensión la inauguración del Reino Cósmico del Señor y de su presencia en el mundo; concepción esta, que está próxima a Ef 4,7-13, que señala cómo la "subida" al Cielo reporta los dones de los carismas a fin de perfeccionar a los cristianos en la obra de Jesucristo.

En el mundo actual, difícil y doloroso, la fiesta de hoy señala el verdadero camino, en el cumplimiento del deber cristiano. El hombre ha de comprometerse con Cristo en su situación de debilidad que no es otra que la de la cruz, la que eligió Jesús; el cristiano no puede inhibirse de sus deberes, mientras se queda ahí plantado mirando al cielo ni tampoco estar mirando sólo a la tierra y vivir asfixiado por un presente sin trascendencia, en un pesimismo que aparta del Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. La Iglesia conduce y está al servicio del Reino al que todos los hombres están llamados con una actitud de fe y de conversión.

Al celebrar hoy su ascensión al cielo, celebramos el reconocimiento por parte de Dios del camino elegido y seguido por Jesús hasta sus últimas consecuencias: el camino de la predicación, del servicio, de la muerte en la cruz. La ascensión de Jesús nada tiene que ver con las estrategias y cálculos humanos para medrar y ascender aplastando y desplazando a los demás. La ascensión se inicia en la subida a la cruz, en el colmo del amor a los demás, en llegar al límite del espíritu de servir, al extremo de la obediencia al Padre. Por eso, el que sube a la cruz ascenderá hasta el cielo y se sentará a la derecha del Padre. Desde la cruz, que es el último lugar del mundo, pero el primero para subir al cielo, Jesús deja en manos del hombre la misión que lo trajo a este mundo. “Id, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos... Yo estoy con vosotros”. Tal es la misión de la Iglesia, la de los bautizados, la de los cristianos. 

La segunda lectura, perteneciente a la carta de San Pablo a los efesios, afirma que les ha sido dado, como cabeza, nada menos que el Único Señor del universo y que la Iglesia, cuerpo y plenitud de cristo, participa de su señorío. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo; el judaísmo tardío tenía la creencia del mundo helenista de que los poderes cósmicos dominan los destinos del hombre; así, San Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos.

El Apóstol hace, pues, dos afirmaciones de la Iglesia; la primera, que es cuerpo de Cristo. De la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida; y la segunda, la define como "plenitud" de Cristo; lo cual no indica que a Cristo le falte algo, sino que Cristo es Señor y Origen de la plenitud de la Iglesia, pues Él es la perfección que lo acaba y llena todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3,18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5,2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. Se muestra aquí una conciencia que compromete a la Iglesia, a cada cristiano, a ser el vehículo del amor de Cristo, que se entrega, para que todo el universo llegue a una plenitud significativa.

Esta perícopa ofrece otro significado teológico de la Ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente. Se trata de la glorificación total de Jesús, que, en realidad, ya ha sucedido en la Resurrección, por lo que no hay distinción claras entre ella y la ascensión; son escenas distintas de lo mismo; la ascensión es explicitación de la glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del Señor Jesús.

Cristo escapa a nuestra mirada carnal para que, más allá de las apariencias, veamos en la fe las cosas tal como ellas son. Es necesario ver la vida a través de Cristo; hay que ver al hombre a través de Cristo. Desde Cristo, el hombre es más majestuoso que los astros, más valioso que todo el cosmos. Hay que ver a la Iglesia a través de Cristo. Cristo resucitado nos dice: "La Iglesia es mi cuerpo. La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pues es ya la revelación del destino de un hombre y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1,14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8,20); es el descubrimiento del poder de Dios, para que los creyentes tengan luz y comprendan, con esperanza, la llamada de Dios y la riqueza que  supone la herencia que se les ha destinado, una vez que pueden contarse en la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios y, en fin, el admirable trato que Dios les dará, cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna. Dios ya ha realizado en Cristo estas actuaciones y las consecuencias de todas ellas llegan ya a los creyentes como miembros del cuerpo místico (cf.2,5s). 

EL EVANGELIO según San Marcos, cuenta hoy que, tras aparecerse a los discípulos y enviarlos al mundo a predicad, ante su vista, ascendió al cielo.

Tenemos aquí el llamado "final canónico de Marcos"; parece ser que no siendo bien comprendida la teología del evangelio de Marcos y considerándose inapropiado el final que presentaba, añadieron los versículos últimos (9 al 20), que leemos en esta perícopa. Este final, pues, es un conjunto de noticias extraídas de los relatos pascuales de los otros evangelios. Pero con la resurrección y ascensión de Jesús, la "historia" del evangelio no ha llegado al final, más bien, ahora se ensancha el encargo, "a todo el mundo", "a todos los hombres", "a toda la creación": Mc 13,10; 14,9); por todas las naciones, tienen los discípulos que anunciar la buena noticia.

La Ascensión en sí misma no es descrita, únicamente se afirma la "acogida" de Jesús en el cielo, interpretada teológicamente en relación al salmo 110: Entronización del Mesías-Rey, que entra en su señorío. La ascensión significó primeramente lo mismo que "muerte-resurrección-glorificación"; en cualquier caso, su significado teológico es lo más importante a resaltar, así como el hecho de que, ahora, comienza la misión de sus discípulos, han de predicar, anunciar el Evangelio y hacer lo mismo que su Maestro.

Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús", que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor Resucitado; ese Jesús es, pues, Dios, igual al Padre, pero también de un modo diferente, porque todo lo recibe del que todo lo tiene. Por eso, también está escrito que su nombre es el Hijo (Heb 1,4); y, cuando los creyentes nos dirigimos al Padre en nombre de Jesús, nos presentamos como hijos, sabiendo que Dios nos abraza en el mismo amor paterno que tiene a su Hijo muy amado (Ef 1,6).

La Ascensión de Jesucristo, “mientras, se alejaba e iba subiendo al Cielo” dice San Lucas, es una auténtica manifestación de la divinidad de Cristo. Es el triunfo de la esperanza del ser humano. Supone el final feliz, el momento de la recolección de la cosecha. Es la hora de la gloria, de la exaltación obtenida y del triunfo, ya cumplida toda la tarea encomendada, toda la labor de siembra de la semilla, de la entrega de su doctrina. Es la misma idea que explica el Deuteroisaías: “Después de las penas de su alma, verá la luz y quedará colmado…. Por eso, le daré multitudes por herencia y gente innumerable recibirá como botín, por haberse entregado…” (Is 53,11.12). Por este sufrimiento total, en el que se cumplen los planes de Dios, el Siervo recibe la vida y, como herencia, una posteridad innumerable que se prolonga más allá de la muerte. La exaltación final del Siervo (Is 53,12: Le daré un puesto de honor, un lugar entre los poderosos) menciona a muchos.

          Es la victoria y el triunfo de Jesús. Ha emprendido y recorrido el trayecto marcado, ha respondido a la llamada y abrazado fielmente su vocación, la difícil empresa que el Padre, ex aeterno, le había encomendado. Su sufrimiento expiatorio ha liberado a los hombres, que ahora serán el botín de su triunfo y de su victoria sobre el mal; en señal de premio y de pago, por haberse ofrecido, para tomar y expiar la culpa, el Siervo tendrá descendencia, prolongará sus días (Is 53,10). Ahora recibe su recompensa infinita, hoy es glorificado en el Reino de Dios, encumbrado y constituido Señor de naciones y de todos los pueblos. Así trata el Apóstol San Pablo de inculcárselo a los Efesios: ”Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os de espíritu de sabiduría y revelación, para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama, cual la riqueza de gloria que da en herencia a los santos...”

          Ese es el fundamento de la enseñanza de Jesucristo. “Yo soy el camino y la verdad” nos dijo y marcó el camino, cuya esencia es el amor. Y la meta final, la recompensa es el cielo. Con su esfuerzo, lleva al hombre al centro de su gloria, al corazón de Dios. Vosotros sois testigos de esto” les dijo antes de partir. La Ascensión supone un cambio en la trayectoria. Es la hora de la Iglesia; Jesús aró y sembró, ahora la misión recae en los discípulos que han de cultivar y cosechar. Es el momento del compromiso. La hora de todos nosotros, los que presentes en el mundo hemos creído y recibido la semilla; hemos de hacer que dé frutos de paz, de fe, de esperanza y caridad, para incendiarlo de amor que lo llene de la felicidad que da Jesucristo: “Vosotros sois testigos…”.

“No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo”. El Espíritu nos transforma a todos para, como dice el salmista: Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime. Y por ello, obedientes a su mandato, vamos: “Id y haced discípulos a todos los pueblos; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,19.20).

La creación entera, es decir, todos los hombres, han de ser confrontados con el Evangelio. Viene así sobre los hombres la hora del juicio, en la que cada uno elegirá la sentencia: los que crean se salvarán y los que no crean se condenarán (cf. Jn 3,18). La predicación del Evangelio compromete, pues, nuestra existencia en su totalidad; nadie puede escuchar en vano el Evangelio.

El poder de hacer milagros es una promesa hecha a la comunidad y no a cada uno de los creyentes. El libro de los Hechos nos habla abundantemente de la existencia de este don en la primitiva comunidad de Jesús; pero lo que importa no es tanto echar demonios y hablar lenguas extrañas, cuanto exorcizar con la palabra y con los hechos la mentira y la opresión que padecen los hombres. Evangelizar es un servicio de liberación, es redimir a los cautivos y desatar los lazos que detienen la ascensión del hombre. Y, en esto, sí que podemos y debemos ayudar todos los creyentes.

La Ascensión del Señor significa la culminación de la obra de Jesús y el triunfo sobre el pecado y la muerte. Jesús, libre de toda necesidad, vive para siempre y es la garantía y la fuerza de nuestra liberación.