Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B

San Mateo 28,16-20: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Dt 4,32-34.39-40; Sal 32,4-9.18-22; Rom 8,14-17; Mt 28,16-20

En aquel tiempo los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. 

FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD 

          Se celebra este domingo la Santísima Trinidad; comprender el misterio de la Trinidad es imposible para el hombre; es indefinible, inabarcable, inmensurable. Pero, en medio del misterio que nos abarca y empuja, del que podemos balbucear apenas unas cuantas palabras, tenemos la primera carta de San Juan que afirma: Dios es amor. El amor vivido, el amor donado hasta lo más profundo en sí mismo,  entregado por y a nosotros, que no lo merecíamos. Un amor que, siendo el origen, la causa del universo, se acerca a la humanidad, no para juzgar al hombre, sino para dar y ofrecer “amor”, para amar y salvar al caído, siempre que se le permita. Exige una respuesta, la acogida; y, si se le deja, transforma y hace nacer y ser ese amor, vivido en la unidad, con y en Dios, que es Uno y Trino.

          Existen variadas concepciones y muchas divagaciones y mediaciones erróneas sobre Dios. Este texto joánico, propone un Dios que ama y no juzga, un Dios cuya única mediación fidedigna es Jesús, un Dios que amoroso espera al hijo pródigo, que no juzga a la adultera, la perdona, la ama, sale en busca de la oveja perdida y que tanto amó al hombre, que entregó a su Hijo Único, con infinita misericordia, a la muerte y de cruz, para salvarnos. Creer en el Hijo significa aceptarlo como Salvador y fuente de vida eterna, en la que participa ya ahora, el que lo acoge y cree en Él. La salvación es muy fácil, está al alcance de todos; la sentencia de condena viene del rechazo al Hijo, se la acarrea el propio individuo, que no cree y permanece en la muerte y, por tanto, él mismo se condena.       Jessucristo propone la relación Dios-hombre en la misericordia, el perdón y la entrega. Dios no se revela al mundo a través de la Ley, sino a través de su Hijo. Por tanto, no se revela como legislador que dicta un código, sino como Padre. El Hijo, en consecuencia, es el Hijo enviado que comparte desde dentro y por eso salva; Padre e Hijo son un uno, el mismo ser, y no representan un tipo de misericordia paternalista. El salvación personal depende de nuestro juicio, de nuestra exclusiva decisión de adhesión al Hijo. Se excluye, pues, todo enjuiciamiento externo y la primacía del cumplimiento de la Ley.

          La mención de la Trinidad del Apóstol (2 Co 13,11-13) indica que es de gran importancia para la vida del cristiano y no un apunte puramente teórico. Las tres personas divinas no son lejanas, abstractas y misteriosas, inalcanzables para la capacidad del hombre, sino la Divinidad Suprema, que se comunica con el hombre, le trasmite su amor e informa toda su vida. Y Ello en la dificultad de hablar de este insondable misterio con nuestro limitado lenguaje. Pero lo principal, no es la correcta formulación dogmática, sino la experiencia de sentirse amado y unido con el Dios Uno y Trino, con la Transcendencia Superior. En su misterio, Dios nos ama, se nos entrega y nos une y abraza.

          El testimonio cristiano consiste en afirmar el amor de Dios que sobrepasa toda esperanza y toda comprensión humanas. Dios ha entregado a su único Hijo al abismo de la muerte y del pecado por la salvación. Esto, dice San Anselmo, es «más grande de lo que puede ser pensado». Éste ha de ser el mensaje de los cristianos.  

          La primera lectura del Deuteronomio recuerda al pueblo de Israel cómo ha sido elegido entre todos los pueblos y distinguido por Dios con una vocación especial, cómo ha sido protegido en todas sus luchas ya desde el principio cuando el mismo Dios lo sacó de Egipto con brazo poderoso... Pues Dios se ha manifestado en la historia de Israel como el Único Dios que puede salvar, que salva efectivamente.

          En esta perícopa, el autor intenta convencer a Israel de "que el Señor es Dios, y no hay otro fuera de él" y, también, responderle la pregunta de por qué Dios calla y permite el triunfo de los dioses babilonios. La experiencia que Israel tiene de su Dios abarca todos los tiempos y espacios, no sólo se apela a la historia del pasado, sino también al hoy histórico.

          Señalemos que el ámbito de la revelación de Dios es para Israel su propia historia y no tanto las maravillas del universo y las obras de la creación. Dos grandes hechos de esta historia: la teofanía del Sinaí y la liberación de Egipto apuntan a la situación más originaria de la fe de Israel; el Dios que salva a Israel es también el único que puede salvar a todos los hombres y pueblos. Nada de lo acaecido en la historia universal puede parangonarse con estas gestas de Dios en la historia de Israel; por esta prueba, el pueblo ha de reconocer que el Señor Dios es Único; los otros dioses son la nada, ante el Dios de Israel (cfr. Is 43,8s; 44,6s; 45,5s...). La historia y la relación del pueblo con Dios no ha terminado; las grandes obras realizadas en el pasado no fueron en vano. Si Israel reconoce sólo y exclusivamente al Señor su Dios, aún es posible la esperanza: la promesa del amor a los padres prevalecerá sobre la maldición de la Alianza que pesa sobre los desterrados. La memoria de estos hechos es para Israel motivo y razón suficiente, para confiar que un día se cumplan las promesas pendientes; en realidad la historia de Israel como historia de la salvación nos atañe a todos por voluntad de Dios que, en Jesucristo nos llama sin distinguir ya entre griegos ni judíos.

          Vemos cómo Israel llega a Dios por el camino de la experiencia. Dios no es lo que se piensa. A Dios no se llega por la razón. Dios mismo toma la iniciativa y se va manifestando en los acontecimientos de la vida, en los hechos, que terminan siendo salvadores. Israel experimenta a Dios como ser vivo, como alguien que interpela, como amor que salva. Y eso es lo grande de Dios, que se acerca; el Dios del cielo está aquí en la tierra, junto a los hombres, camina a su lado, salva y  actúa liberadoramente en favor de su pueblo; y, es que Dios es Amor, un amor de predilección hacia los pequeños. Un amor sin límites, cuya respuesta ha de ser la confianza y la fidelidad.

            La segunda lectura, perteneciente a la carta de San Pablo a los Romanos 8,14-17, expone, que por acción del Espíritu Santo somos hijos con el Hijo de Dios Padre, y, por tanto, herederos con el Heredero.

          El capítulo octavo de Romanos trata, en términos generales, de la vida del cristiano, que es vida en el Espíritu. Un efecto del Espíritu, uno de ellos en nosotros, es que nos hace hijos de Dios, tema realmente central en el cristianismo. Ahora bien, el ser hijos de Dios no sólo depende del Espíritu, sino del Hijo y del Padre. Pero, Pablo comienza en este texto por el Espíritu, dado el contexto general del capítulo."Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios": Desde el principio del capítulo octavo se va desarrollando el tema de cómo Jesucristo libera al hombre de la esclavitud y posibilita que viva según el Espíritu. Por este don de la vida según el Espíritu somos hijos de Dios. Hemos nacido de Dios y estamos llamados a disfrutar de la gloria de su presencia. Dios Padre nos concede la filiación.

          La Santísima Trinidad actúa en la justificación del hombre, el Padre ama y con su amor hace a los hombres hijos suyos; el Espíritu sustenta a cada uno e impele a dominar el miedo y a iniciar un comportamiento filial; finalmente, el Hijo, el Único Hijo por naturaleza, el único heredero de derecho, viene a la tierra a hacer de la condición humana y del sufrimiento el camino de acceso a la filiación, revelando así a sus hermanos las condiciones de la herencia.

          Este nuevo estado del hombre, hijo y heredero, elimina todos los temores alienantes. No se trata solamente del temor de los judíos ante la retribución de un juez, o del pánico de los paganos ante las fatalidades y los determinismos: la condición de hijo permite al cristiano vencer todos los miedos actuales, modernos, y rechazar las falsas seguridades que originan las instituciones, las materialidades, el poder y las jerarquías. El Espíritu elimina los miedos e inspira a cada uno el amor a los hermanos y lo fundamenta en pro de la vida y la libertad del otro, porque el Espíritu libera al hombre del orgullo y de la "carne". La venida del Espíritu está asociada a los sufrimientos y a la resurrección de Jesús, quien, siendo el Hijo de Dios, ha respondido a la voluntad del Padre y ha enviado el Espíritu sobre todos los que Dios llama a la adopción filial; en la vinculación viva con Jesucristo, el hombre se convierte en hijo de Dios y participa en los bienes de la familia del Padre propuestos en la Eucaristía.

                El Espíritu, nos posibilita una confesión básica en el cristianismo, el llamar a Dios "papá" con todo lo que significa. El estilo de vida del cristiano es el que viene de la confesión confiada de la paternidad de Dios: "¡Abba", Padre". La misma invocación que en el Evangelio hallamos en boca de Jesús, ahora la tienen sus discípulos, y ello sólo es posible por la acción del Espíritu. "Y, si somos hijos, también herederos"; por el bautismo, hemos entrado en la familia de Dios y podemos participar en los bienes de la casa. Por tanto, así como Cristo ya participa del bien de la glorificación, después de pasar por el sufrimiento y la muerte, también nosotros estamos llamados a participar en ella; precisamente, San Pablo pone en paralelo la participación en la glorificación y en los sufrimientos. Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" tiene aquí en el sentido hebreo de "tomar posesión" (Is 60,21; 61,7; Mt 19,29; 1 Cor 6,9). Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, por su unión al Hijo, el Hijo de Dios hereda la gloria divina, irradiación de la vida de Dios. 

          EL EVANGELIO según San Mateo 28,16-20 expone la reunión de Jesús Resucitado con sus discípulos en Galilea.

          No es la primera vez que se reúnen allí; el que ahora los cite en Galilea parece significar que Jerusalén deja de ser el centro del culto y de la religiosidad; desde este momento, el contacto con Dios, el verdadero templo, no se halla circunscrito a un lugar, sino al propio Jesucristo. La plena revelación tiene lugar "en el monte que Jesús les había señalado"; la revelación de Dios en el Antiguo Testamento tuvo lugar en el monte Sinaí; la revelación de Jesús, Nuevo Moisés -aspecto de Jesús particularmente querido y destacado por Mateo- tiene lugar también en el monte, en el de la transfiguración, donde manifiesta su naturaleza, en el de las bienaventuranzas, donde manifiesta su enseñanza y sus exigencias morales y en el de Galilea, donde manifiesta su autoridad y misión.

          San Mateo habla aquí por primera y única vez de la reacción de los discípulos de Jesús ante el hecho de la resurrección. La resurrección de Jesús es un misterio inasequible e increíble desde la lógica humana. El temor y la duda, no sólo la alegría, fueron vividos por aquellos mismos que más cerca estuvieron de Jesús. Es maravillosa la acotación de Mateo; "al verlo lo adoraron, aunque algunos aún dudaron". La resurrección de Jesús supuso un cambio radical en la relación con sus discípulos; mientras anduvo con ellos, le tuvieron la deferencia que el discípulo debe al Maestro. Ahora aparece la relación del creyente frente a su Señor; la postración de los discípulos significa que han descubierto su divinidad (He 2,36). La duda de algunos es explicable, y hasta entendible; mientras no llega la convicción profunda de la fe no resulta fácil, es imposible, descubrir en Jesús a Dios. Este detalle de la duda de algunos resulta particularmente significativo en la pluma de Mateo, que procura siempre que puede presentar a los discípulos como modelos perfectos; tal vez, porque, cuando se constata la duda, el modelo resulta más humano y atrayente; pero no sabemos que Mateo lo haya pensado así; lo importante es notar cómo los discípulos no creyeron fácilmente y no se dejaron llevar por un entusiasmo precipitado que podría disminuir después la credibilidad de su testimonio; es posible que esta duda de los discípulos o vacilación ocurriera en un momento anterior (Cfr. Lc 24,11.37,41; Jn 20,25).

          La perícopa, mostrando la autorrevelación de Jesús, se centra en su autoridad y la misión que encomienda a sus discípulos. Su autoridad es la del Hijo del hombre, que formula con palabras de Daniel: "Se le dio imperio, gloria y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas lo servían; su imperio que es eterno nunca pasará, y su reino, no será destruido jamás" (Dn 7,14). El término poder puede entenderse como potestas o como auctoritas; el poder como potestad es algo conferido a una persona desde fuera de ella y puede no coincidir con sus cualidades; la potestad se ejerce. Autoridad, en cambio, es el poder intrínseco en la persona, algo específico que le confiere respeto y reconocimiento de los demás; la autoridad no se ejerce, se vive. El poder que Dios ha dado a Jesús se llama autoridad. En la perspectiva de Mateo la resurrección de Jesús supone el reconocimiento por parte de Dios del valor universal de Jesús; todo el mundo puede ser su discípulo es la formulación de la intencionalidad de Dios. Dios es de y para todos, y no de o para unos pocos.
          El siervo de Yahvé es el Hijo del hombre glorificado; tiene una autoridad no impuesta, sino aceptada libremente por la inserción en su misterio, el misterio pascual, en la recepción del bautismo y manifestada en la asimilación de sus enseñanzas y exigencias; el discipulado voluntario y comprometido, llamado de  todos los pueblos de la tierra, sin limitación de tiempo ni espacio, es universal y total. De hecho, cuando Mateo escribe su evangelio, se habían roto ya muchas fronteras. La resurrección y ascensión del Señor significan la universalización de su obra. El que ha sido bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es de Dios y a Dios ha de obedecer en todo. Pero la voluntad de Dios es que seamos sus hijos y que vivamos como hermanos, cumpliendo lo que Jesús nos ha mandado: que nos amemos los unos a los otros.

          San Mateo cierra su evangelio abriendo los ojos al fin de los tiempos, cuando el Señor vuelva. Mientras tanto, hay una promesa consoladora para los que creen en él y cumplen en la tierra la misión que les ha encomendado: El Señor estará con sus discípulos hasta el fin del mundo. La confesión pública de la fe son las señales de esta presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Ambas cosas son posibles por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado y que alienta nuestra marcha hacia el Padre. La actividad encomendada a sus discípulos se centra en introducir a los hombres en el misterio de Cristo mediante el bautismo y su enseñanza.

          El evangelio termina como comenzó. Al principio nos fue anunciado el nombre de Emmanuel, Dios con nosotros (Is 1,23); ahora, que aquella profecía se ha hecho permanente realidad, Jesucristo asegura: "estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"; está presente, pues, Dios con nosotros, sigue siendo Emmanuel. El Señor envía a sus apóstoles a proclamar el evangelio a todo el mundo.