Solemnidad: Natividad de San Juan Bautista
San Lucas 1,57-66.80:
Se va a llamar Juan  

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 49,1-6; Sal 138,1-3.13-15; Hech 13,22-26; Lc 1,57-66.80 

 A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: ¡No! Se va a llamar Juan. Le replicaron: Ninguno de tus parientes se llama así. Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. El pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre. Todos se quedaron extrañados.

Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: ¿Qué va a ser este niño? La mano de Dios estaba con él. El niño iba creciendo y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.

La primera lectura del Profeta Isaías expone unas palabras del Siervo de Yahvé: Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos: Estaba yo en el vientre y el Señor me llamó en las entrañas maternas y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada,… y me dijo: «Tú eres mi esclavo, de quien estoy orgulloso». 

La liturgia de la fiesta de la Natividad de San Juan pone en consideración el segundo cántico del Siervo. El Bautista, hombre austero, vestido con pelo de camello, que vive en el desierto y come saltamontes, como aún los comen algunas tribus, es el Precursor, con quien se inicia "la Buena Nueva de Jesús" (Mc 1,1).

El Siervo recibe su vocación, para realizar una definida misión. Toda misión conlleva un encuentro, supone una llamada de Dios. El Siervo hace su autopresentación, se dirige a todos los pueblos y les informa de la vocación a que ha sido llamado por Yahvé, desde el seno materno. Ya San Lucas cuenta, que, cuando María, portadora de Jesús, visita a su prima Isabel, en el encuentro, Juan salta de alegría en el seno de su madre (Lc 1,41-44). Tras el encuentro con la divinidad, Juan, como el siervo, aún siendo humanos, actúa con una fuerza especial, porque se siente inundado de la palabra de Dios. Nada ni nadie aterroriza a los enviados. Su palabra es penetrante, como la espada, y de gran alcance, como la flecha (Jr 1,9ss; 23,29; Hb 4,12). Así, la voz de Juan atruena en las orillas del Jordán llamando "camada de víboras" a los hombres que se tenían y se sentían muy piadosos. Estos siempre son los seres más rastreros y peligrosos, y el Bautista les recuerda que la salvación está en el arrepentimiento, el cambio total de actitudes y de sentimientos. Y como expresión de este cambio de vida, el reparto de sus bienes.               

         El Siervo va a anunciar la salvación mediante la palabra, que es espada y flecha, es decir, una realidad que toma la iniciativa. En un primer momento, se sentiría desanimado por lo que considera un fracaso de su misión, y, luego confortado por el Señor, cumple su misión, a la vez nacional y universalista, con un éxito clamoroso tanto entre Israel, como entre las naciones. En su doble proyección, debe reconducir a Israel a la Tierra Prometida y ser el instrumento de la alianza definitiva (49, 5-6; 42, 6), y, puesto como luz de las gentes, debe llevar la salvación hasta los extremos de la tierra.

         El Señor no se cansa y los que se apoyan en Él participan de su fuerza (Is 40,28.30.31). Se cansan quienes no siguen al Señor, sino a magos y encantadores (Is 47,12.15). El Señor acusa a Israel de haberse "cansado" de Él, mientras que él no lo ha agobiado (cansado) con sus exigencias (véase Is 43,22.23.24). El Siervo-Israel ha gastado sus fuerzas (Sal 71,9) siguiendo algo que no era sino vacío, caos, vanidad: los ídolos, las naciones, los gobernantes infieles. Habiéndose dado cuenta del sin sentido de sus esfuerzos y de su vida, el Siervo reconoce, que su actividad y recompensa no pueden encontrarse, sino en el Señor, la actividad que tiene sentido es la obra de Dios. La recompensa del Señor es uno de los atributos que lo acompañan en Is 40,10.

         Como conjunto este texto se diferencia de aquellos en los que probablemente se habla de un Siervo individual, que tiene una especial relación con Dios, y que lleva a cabo su misión por medio del sufrimiento. Este segundo canto, en cambio, exalta a Israel que, después de haber reconocido sus errores, es antepuesto a reyes y príncipes a los ojos de todas las naciones.

 

  

            Segunda lectura de los Hechos de los Apóstoles:

 

      En aquellos días, Pablo dijo: Dios suscitó a David por rey… De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel: Jesús.

    Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión; y cuando estaba para acabar su vida, decía: Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias.  

Esta perícopa pertenece al primer discurso de Pablo en Antioquía de Pisidia, ante un auditorio judío, como el discurso del Areópago será la predicación a los gentiles. Es uno de los textos en que el Bautista es contemplado más explícitamente como figura veterotestamentaria. El contenido principal es el mismo que el de la elaboración literaria, lo cual indica que son propios de San Lucas y no transcripción literal.

Consta sobre todo de reflexiones sobre el A.T, en que hace una breve síntesis de la historia de la salvación; partiendo de los patriarcas hasta las figuras de David y el Bautista que anuncian a Jesús, culmina toda ella en Jesucristo. El Bautista aparece sin solución de continuidad respecto a sus antecesores, conectado con ellos. Es el último eslabón de la acción de Dios para preparar la venida de un Salvador. Pablo muestra la mesianidad de Jesús, que, rechazado por el pueblo, es avalado por las profecías que se cumplen  en Él. El proceso empleado tiene sus paralelos en los discursos de Pedro. Con su sentido paulino, proclama que la justificación viene de la fe y no de la ley de Moisés. Jesús es la Palabra de Salvación. El Bautista no apunta hacia sí mismo, sino hacia Cristo, tal como dice la tradición sobre San Juan. La cuestión de mayor importancia está en la palabra de salvación, está en el Señor Jesús. Juan, el Bautista, está en función del mismo Jesús. La acción de Dios en la historia y la entrega del hombre a la causa de Dios son los dos puntos principales de este texto.

San Lucas, con un lenguaje directo, inserta, en su historia, la palabra viva y popular de los discursos de los Hechos de los Apóstoles que pronuncian San Pedro y San Pablo en una buena parte del libro. De acuerdo con investigaciones, hoy se considera que los discursos de Hechos, sin dejar de reflejar el tono objetivo de la primitiva catequesis a los judíos y a los gentiles, son en gran parte verdaderas creaciones de Lucas, en las que parece expresar más su teología y la de la comunidad de finales del siglo I, que la de la Iglesia Primitiva y Apostólica. Lucas, como evangelista muy sensible a los problemas de sus lectores, estiliza la narración de la historia del pasado; método, que, por otra parte, es una constante de la historia bíblica, en que la catequesis se destaca más significada, que la información rigurosa.  

La fiesta de la Natividad de San Juan Bautista 

La fiesta del nacimiento de san Juan Bautista ha gozado históricamente de gran popularidad. El folklore con sus hogueras y baños, la literatura con sus romances e incluso la economía, por ser el día en que se contrataban los segadores, así lo constatan. La Iglesia colocó esta celebración a seis meses exactos antes de la navidad, aplicando al ciclo litúrgico la frase "ya está de seis meses la que consideraban estéril".

Juan fue un personaje conocido en su tiempo, ya el historiador Flavio Josefo se ocupa de citarlo en sus obras. La importancia que se ha concedido siempre en la liturgia de la Iglesia a la celebración del nacimiento de san Juan Bautista, se debe a que, en la perspectiva de la historia de la salvación, representa el último estadio de la preparación de la venida del Mesías. Es el último profeta. San Lucas lo describe con todos los rasgos característicos de los verdaderos profetas: la vocación que se manifiesta desde el nacimiento mismo, la posesión del Espíritu, la ascesis. Lo compara especialmente con Samuel para significar el profetismo de Juan: como Samuel, Juan es "grande" en la presencia del Señor; como él, nace de unas entrañas estériles; como Samuel era al mismo tiempo sacerdote y profeta, encargado de elegir al rey, Juan es de familia sacerdotal y es profeta, destinado a designar al Mesías.

El profeta es un vocacionado, llamado por Dios, para cumplir una misión. El profeta capta la coyuntura concreta del acontecimiento en el punto preciso en el que el futuro le dará significación. Utilizando la expresión de Juan XXIII, lee 'los signos de los tiempos': socialización, desarrollo económico y social de las clases trabajadoras, promoción de la mujer, acceso de los pueblos del tercer mundo a la conciencia política, etc. El profeta no se expresa mediante conceptos; recurre a los signos y gestos, y sus 'parábolas' no entran en razonamientos. Es capaz de vislumbrar los problemas. Transmite un 'mensaje': es el heraldo del Mesías, que ha venido y que ha de venir.  

EL EVANGELIO, según San Lucas, narra hoy el nacimiento de San Juan Bautista.

El alumbramiento de una mujer constituye un hecho normal y gozoso para la familia, pero, en este caso, tiene el aspecto diferente de la vejez, los padres eran ancianos y la mujer, estéril; pero, esa era la voluntad de Dios, para el que nada hay imposible. En el nacimiento de Juan interviene de una manera decisiva el poder de Dios que guía la historia de los hombres.

Isabel dio a luz a un niño, que fue circuncidado con el nombre de Juan, que significa "Yahvé se ha compadecido" y Jesús, "Dios salva". Zacarías volvió a hablar, y “bendijo al Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo con una fuerza de salvación, como lo habían anunciado los profetas; por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto”. “Estaba yo en el vientre y el Señor me llamó en las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. Hizo de mí una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano”, dice Isaías. "El niño iba creciendo y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto, hasta que se presentó a Israel". Se preparó para cumplir su misión.

Juan vivió con los esenios, una secta del desierto de Judá, que ya practicaba el bautismo con agua; así Juan lo administró como símbolo de la purificación del espíritu. Su voz comenzó a oírse en el valle de Jericó junto al Jordán. Su palabra encendida, lleva esperanzas y anatemas, consuelos y terrores. Su austeridad evidente y su mirada penetrante ejercían una fuerza magnética. A su voz, Israel se conmueve, se aviva la fe en el Señor Salvador y las gentes acuden a escucharla. En su misión de precursor, anuncia el cumplimiento de las profecías y predice la próxima venida de Cristo. Los israelitas piadosos le preguntaban qué debían hacer: "El que tiene dos túnicas, dé una al desnudo y el que tiene pan, repártalo con el que tiene hambre” Lc 3,10. El Bautista, en el cristianismo, representa el fin del AT y el preludio del Nuevo.

Actúa con total desprendimiento; no construye nada para él, ni siquiera un grupo de seguidores; obra en función de otro. Tiene clara conciencia de ser puente y camino; está dispuesto a desaparecer de la escena, cuando su misión se haya cumplido. La gracia de Dios se renueva sin cesar. Juan será el precursor de la gracia, llamando a los hombres a superarse, para ir al encuentro de la aventura. Viene nuestro Dios, llega la salvación.

Juan predica con energía, no es una caña movida por el viento; habla con dureza, es exigente y resulta todavía más exigente consigo mismo, aparece casi exageradamente ascético, combate las desigualdades, las injusticias, las autosatisfacciones, la búsqueda indiscriminada del placer; llegan los fariseos, los publicanos y las gentes y a todos grita y conmina: "No sigáis las concupiscencias de la carne". "No calumniéis; contentaos con vuestra paga". Un día aparece entre la multitud un joven que llega de las montañas de Galilea. Juan lo mira y se turba: Es El, el Salvador presentido y anunciado, el Siervo que iluminaba su alma en el desierto; el amigo deseado, en quien pensaba cuando decía "Yo os bautizo en agua, pero en medio de vosotros está el que es más poderoso que yo, quien os bautizará en Espíritu Santo y fuego". Juan ha presentido su venida. Es pariente suyo, pero no lo conoce; en el fondo de su ser, ha oído una voz: “Aquél sobre cuya cabeza vieras descender el Espíritu Santo, es el Deseado de las naciones.” Y, al verlo ahora en la cola de los pecadores, sobrecogido de admiración le dice con ternura transfigurada: "Soy yo quien debe ser bautizado por ti". El Galileo insiste; inclina su cabeza, porque hay que cumplir toda justicia; la mano del Bautista toca su frente, se abre el cielo, baja el Espíritu y resuena la voz del Padre: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias". Al arrodillarse delante de Juan, Jesús lo ensalza: "Entre los nacidos de mujer, no ha nacido otro más grande que Juan el Bautista".

Todo enviado, todo apóstol siempre ha de vivir la amargura y persecución, así también Juan siente el dolor y el desaliento. Jeremías en sus "Confesiones” se lamentaba amargamente al Señor, porque sus paisanos no lo escuchaban y se burlaban de su palabra (cf. 15,10ss; 15,17s). Juan tiene sus dudas, no acaba de comprender el proyecto de Jesús, y envía a unos a preguntar a Jesús si es el que ha de venir. Pero, no decae, su fidelidad continúa, hasta la entrega de la propia vida. Un día, el Bautista es apresado y su vida tiene un fin trágico, muere a manos de Herodes por denunciar sus pecados. Será un fracaso a los ojos humanos, pero el Señor se siente orgulloso de su siervo y acepta gustoso su trabajo. Ha cumplido la tarea encomendada de ir a convertir a Israel y proyectar su luz sobre todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12,3; Lc 2,32; Hch 13,47; 18,6). Con Juan da comienzo la Buena Nueva de Jesús. La palabra de Jesucristo llegará a todos los confines del mundo.

San Juan Bautista es, por un lado, una figura grande y extraordinaria: "Te hago luz de las naciones", y, al mismo tiempo, austera, pobre, sencilla; llena de humildad y totalmente subordinada a la de Jesús. Se siente indigno. No es nada. Es la voz que clama en el desierto. "Cuando estaba para acabar su vida, decía: “Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias”. El propio Jesús lo define en ese aspecto contradictorio: "Yo os digo que entre todos los nacidos de mujer no hay profeta mayor que Juan; pero el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él" (Lc 7,28). Toda la dignidad de Juan radica en la tarea de preparación y, una vez llegada la plenitud de la salvación, el Bautista debe disminuir y desaparecer, para dar paso al Único y Verdadero Salvador.

Esta característica de Juan es la que debe tener la Iglesia respecto a Jesús y su obra. La Iglesia no es ningún fin en sí misma, no es ninguna realidad absoluta. Su razón de ser reside en la misión de precursora de Jesús. Como Juan, ha de llevar a los hombres al encuentro de Cristo, la verdadera salvación; en sí misma no constituye la única salvación.