XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6,1-15:
Repartió los panes y los peces

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

2R 4, 42-44; Sal 144, 10-11.15-18; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15                     

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago Tiberíades, lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver tanta gente, dijo a Felipe: ¿Con qué compraremos panes para darles de comer a estos? (lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer). Felipe le contestó: Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces, pero, ¿qué es eso para tantos?

Jesús dijo: Decid a la gente que se siente en el suelo; había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron, sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y repartió, a los que estaban sentados, cuantos panes quisieron y lo mismo hizo con los peces. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie; así lo hicieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo. Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo. 

La primera lectura del segundo libro de los Reyes pertenece al "ciclo de Eliseo" que cuenta, de manera un tanto épica, varios de los milagros realizados por el profeta en favor de "los hijos de los profetas".

El profeta Eliseo, presentado como responsable de una comunidad profética junto al Jordán, es discípulo y su sucesor de la misión profética de Elías; el ciclo de su actividad comienza con el traspaso de poderes: al recoger el manto de su maestro, recibe la "alternativa" y queda investido de su poder. Elías había sido el gran propulsor de la religión yahvista frente al sincretismo religioso del reino de Samaria y a la gran influencia baálica de entonces. Sólo Yahvé es Dios y no los baales; quien realmente sacia al pueblo con vino, trigo y aceite es Yahvé, el único capaz de saciar el hambre de los suyos.

Los tres milagros recogidos en esta lectura son los buenos frutos de la palabra del profeta: una comida envenenada se vuelve comestible, unos cuantos panes y grano nuevo alimentan a un centenar de hombres, con un trozo de rama tirado al agua recobran el hierro de un hacha prestada. El contexto del pasaje es una situación de hambre; el pueblo está sufriendo en carne viva las consecuencias de un hambre prolongada.

La desproporción entre los veinte panes y los cien hombres quedará más resaltada en el Evangelio: Mateo hablará de cinco panes y dos peces para cinco mil hombres (Mt 14,13-21); la tradición evangélica sobre la multiplicación de los panes por parte de Jesús se formará calcando el molde del relato de Elíseo.

Bajo la ingenuidad de estas narraciones, los ojos de la fe ven que Dios interviene en la historia de su pueblo en socorro de sus auténticas necesidades; el autor pretende hacernos comprender que, a través del profeta el poder de Dios se derrama en medio de la comunidad. Creed en aquel que me ha enviado, decía Jesús, es el único que puede dar la vida eterna. Por eso cuando Jesús, imitando hasta en algunos detalles este milagro de Eliseo, hizo repartir cinco panes de cebada entre cinco mil hombres e hizo recoger las sobras, venía a decir que él realizaba de verdad aquello que ya significaba el milagro de Eliseo: El Padre nos da en Jesús el único pan que puede dar la vida al mundo. Pero no se debe creer la magia del maligno; Jesús que un día multiplicó los panes como Eliseo, se había negado antes a escuchar al diablo que le proponía decir que las piedras se volvieran panes.

El Dios Salvador de Israel se complace en manifestar su fuerza liberadora de las situaciones límite en que se halla el pueblo, como la esclavitud de Egipto, o la esterilidad de sus mujeres, o la opresión de los enemigos, o la enfermedad, o el hambre o la necesidad. El salmo responsorial (144) es una alabanza a la grandeza y la bondad de Dios en favor de sus fieles y de toda la creación; es la providencia de Dios que sacia el hambre de sus criaturas. La liturgia judía rezaba este salmo diariamente al inicio de la tarde.

Hoy el pueblo también tiene hambre, mucha hambre. Muchos, es verdad, de pan material, pero otros muchos de otro pan muy diverso. Nuestra época es etapa de búsqueda insaciable: movimientos espirituales, orientales, filosófico-mágicos, nuevas orientaciones religiosas... Nuestras iglesias están vacías, la palabra que les ofrecemos les resbala. Se sienten insatisfechos, Cristo es el nuevo pan que se ofrece a los hombres (Jn 6). Su auténtico mensaje, y no nuestras opiniones, será capaz de calmar el hambre de estos hermanos que anhelan el milagro de la superabundancia. El milagro no lo es tanto porque exalta la figura del hombre de Dios, sino porque se hace en favor de los que quieren creer en Dios y necesitan un cauce de expresión de fe; la palabra divina hace que la insuficiencia se transforme en superabundancia; el pan, la palabra de Dios, sólo la reciben los que la buscan, los que la ansían; para los demás no existe el milagro. 

Segunda Lectura de la carta San Pablo a los Efesios (Ef 4, 1-6) insiste de nuevo, en este pasaje, sobre la importancia de la unidad.

En este capítulo cuarto y hasta el sexto, se halla la parte moral de esta epístola, que se basa en la cristología y eclesiología expuestas en la primera parte. San Pablo describe la fuente unificadora con una fórmula trinitaria de tres fundamentos: el Espíritu que anima el Cuerpo de Cristo y la esperanza que hace nacer; el Señor resucitado, la fe en esta resurrección y el bautismo que hace participar en ella; finalmente, el Padre que está sobre todos, dentro de todos y en todos.

El secreto de la unidad de los hombres reside en la vida común de las tres divinas Personas. Pero la fórmula menciona al Padre en tercer lugar, en vez de hacerlo en el primero (cf. Ef 1, 3-14), porque se trata de una unidad que se va realizando progresivamente al ascender la Humanidad, con el Espíritu y Cristo, hasta el Padre mismo.

Para demostrar, que la vida divina establece, no solo la unidad de la Humanidad toda, sino también la de cada persona en particular; Pablo determina una relación entre cada una de las virtudes teologales y cada una de las personas de la Trinidad: el Espíritu alimenta la esperanza (1 Cor 12, 13; Ef 2, 18; Rom 8, 26-27), Cristo llama a la fe (Rom 10, 8-17) y el Padre está "en todos", para hacer nacer en ellos amor y comunión (2 Cor 13, 13; Fil 2, 1). La teología ha elaborado tantas explicaciones áridas del misterio de la Trinidad que nos es difícil ya considerar la Trinidad como el fundamento de la vida cristiana y de la unidad de los hombres.

Sin embargo, la Trinidad proporciona su verdadero sentido a toda manifestación de amor, puesto que realiza la perfecta unidad entre personas que no dejan de ser perfectamente distintas. Así, cuando alguien ama a otra persona, ese siempre anhela esta unidad; participamos del misterio trinitario cuando entramos en un tipo de comunión con todos los hombres, en el que cada uno no puede ser feliz más que en relación con todos. Al relacionar las virtudes teologales con cada una de las personas de la Trinidad, Pablo afirma que el hombre participa de la vida trinitaria en tanto en cuanto vive su vida como un don de Dios proporcionado por Jesucristo.

Un solo cuerpo, una sola fe, un solo Señor, un solo bautismo (Ef 4, 1-6). La vida cristiana no se reduce exclusivamente a la práctica de los sacramentos, sino que éstos dan a los cristianos su estatuto de vida. El cristiano, pues, debe comportarse de acuerdo con lo que ha recibido, y la unidad entre los miembros de la Iglesia no es sólo una moral, sino que es la epifanía de aquello en lo que se ha convertido cada cristiano; es la nueva criatura de Dios. Humildad, dulzura, paciencia, ayuda mutua en el amor, deseo de paz... todo esto no son virtudes añadidas a la vida, sino transparencia normal de quien está soldado a un mismo Cuerpo y en un solo Espíritu.

Este hermoso texto, muy claro, pero teológicamente sólido y profundo, debe ser meditado con frecuencia. Sin esta sólida base, el cristianismo se decolora, corre el peligro de caer en el mito y en la práctica supersticiosa de un ritualismo mágico. Y los sacramentos no tienen nada de magia, comprometen, como el bautismo, que nos une en un mismo Cuerpo por el poder del Espíritu. Por tanto, sólo hay un comportamiento posible para el cristiano, el amor, que predicó Jesucristo. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan, que narra hoy la multiplicación de los panes y los peces (6,1-15).

El cuarto evangelio está lleno de simbolismo; la multitud que suele seguir a Jesús es uno de sus elementos; la fe de esta gente está basada en la constatación de signos; la precisión de la Pascua es propia de San Juan, a el, le gusta poner los momentos mayores del ministerio de Jesús en relación con las fiestas judías; aquí parece que el autor quiere poner de relieve la significación pascual y eucarística del milagro de los panes y del discurso siguiente de revelación. La Pascua antigua será reemplazada por la inmolación de Cristo y por la celebración de la eucaristía. En este relato, es Jesús quien dirige el diálogo y reparte los panes, pues quiere Juan llamar la atención sobre la persona misma de Jesús.

Ya se ha insinuado (cf 1ª. lectura) la estrecha relación de este texto con 2 Re 4, 42-44. La indicación propia de San Juan de que los panes eran de cebada, pan inferior, el pan de la gente pobre, puede ser un anticipo de la eucaristía: la multiplicación de estos panes es un signo material, mientras que el pan de vida es un alimento fundamental, espiritual, lo que se da es la misma persona de Jesús. Ya en el Antiguo Testamento (Dt 8, 2-3; Sab 16, 28), el maná era considerado, no un simple elemento corporal, sino el signo de la Palabra viva de Dios y una llamada a la fe.

Jesús parte de Jerusalén, en donde ha estado con ocasión de la Pascua. La gente lo sigue "porque había visto los signos que hacía con los enfermos". Signo es una cosa, acción o suceso que evoca otra o la representa. Ahí se da la manifestación de la fe "al ver el signo": los galileos creen en Jesús por el milagro que se acaba de realizar; no lo perciben como "signo", como vehículo de revelación. Para Juan lo relevante del milagro no está en la acción milagrosa, sino en lo evocado a través de ella. El relato se enmarca en el monte, a ojos vista de la Pascua; arranca de la constatación que hace Jesús de que el gentío está acudiendo a él. Es la misma expresión empleada en Jn 3,26 por los discípulos del Bautista refiriéndose a Jesús, todos acuden a él. La constatación motiva el diálogo con Felipe primero y la intervención de Andrés después y ambos han dicho, refiriéndose a Jesús,"Hemos encontrado" (Jn 1,41-45). Sorprende que mande recoger lo sobrante para que nada se pierda; es la misma expresión empleada por Jesús en Jn 3,16, para que ninguno de los que creen en el Hijo de Dios se pierda, por Caifás en Jn 11,50, conviene que muera uno sólo por el pueblo y no que toda la nación se pierda, y por Jesús en Jn 17,12, ninguno se perdió.

San Juan es el único que destaca el entusiasmo de la multitud después de la comida; la gente interpreta el signo realizado por Jesús a la luz de las palabras de Moisés en Dt 18,15: "Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios; a él escucharéis"; y hace el descubrimiento en Jesús del "Profeta" anunciado para los últimos tiempos, el Nuevo Moisés. La interpretación determina la vuelta de Jesús al monte, esta vez en solitario, lugar propio de la gloria de Dios. El texto de hoy marca una ruptura; la Pascua ya no tiene lugar en Jerusalén, sino allí donde está Jesús. El símbolo es el monte, el de la Pascua cristiana es la cruz. Eran sobre las cuatro de la tarde, la hora precisamente de la matanza de los corderos pascuales. De nuevo tiene el autor puesta su mirada en la cruz del cordero, Jesús; en la cruz, donde Jesús es alimento; el relato de hoy es sencillamente un anticipo de la cruz y Jesús sabe que va a hacer no el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, sino el de ser alimento desde la cruz.

Es frecuente en el cuarto evangelio, que las frases cobren un sentido superior al normal; así, en la frase "para que nada se pierda" se encuentra la famosa ironía de Juan; esta frase expresa la razón de ser de Jesús: que nada se pierda, que todos estén alimentados y tengan vida. La Ley era alimento de pocos; Jesús lo es de todos, judíos y gentiles, piadosos y no piadosos. Por eso, alejándose de la religión que oprime e invalida, acuden a Él, porque, con Jesús "ha llegado la hora en que los que dan culto auténtico al Padre, lo darán en espíritu y verdad" (Jn. 4, 23). Donde está Jesucristo crece el espíritu de justicia y de amor.

La Iglesia de hoy sigue multiplicando los panes para quienes tienen hambre en el mundo. Jesús palió el hambre y reveló su misterio; el pan que repartió no era sólo sobrenatural: no es posible revelar el pan de la vida eterna sin comprometerse realmente en las tareas de solidaridad humana. El amor a los pobres, lo mismo que a los enemigos, es la prueba, por excelencia, de la calidad de la caridad; reconocer a los pobres el derecho a recibir el pan de vida es comprometerse hasta el final con las exigencias del amor y materializar en una nueva multiplicación de los panes en el planeta el reparto de alimentos iniciado por Jesucristo. Si la Iglesia dejara, por un solo día, de repartir y atender a los pobres y enfermos, el Gobierno se vería en grandes aprietos.

Jesucristo nos ha liberado de todas nuestras esclavitudes y servilismos y por eso, podemos crecer en virtud, siempre que estemos abiertos a Dios y a su voluntad. El hombre de hoy necesita creer y seguir a Jesucristo; así, Juan Pablo II clama que Jesucristo es el futuro del hombre. Tenemos el deber y la misión de ofrecer y compartir con la humanidad a Jesucristo para crear una sociedad verdaderamente humana. Benedicto XVI en la encíclica “Caritas in veritate” avisa que “el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano”. La Eucaristía distribuye el pan de vida en abundancia como revelación de la persona de Cristo, signo escatológico y sacramento de la Pascua. Pero no puede darse una verdadera recepción de ese pan de vida, más que mediante una disponibilidad absoluta, que hace de cada participante un hermano de los más pobres entre los hombres.