XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6, 24-35: Yo soy el pan de vida

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Ex 16, 2-4.12-15; Sal 77, 3-4.23.25.54; Ef 4, 17.20-24; Jn 6, 24-35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: Maestro, ¿cuándo has venido aquí? Jesús les contestó: Os aseguro que me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios…

Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. Entonces le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: Yo soy el pan de vida, el que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed.

La primera lectura del libro del Éxodo trata de la importancia de la peregrinación por la vida, en la que, a pesar de la postura del hombre (de Israel), Dios no ceja en su afán de liberarlo y, por eso, lo alimenta en el desierto. El tema del libro del Éxodo es la liberación de Egipto y la manifestación de Dios en el Sinaí por medio de la alianza. La finalidad de estos relatos es afirmar que en el desierto Yahvé ha hecho de Israel su pueblo. El desierto es lucha, prueba, crisol, para probar la madurez del pueblo. La libertad es esfuerzo y el esfuerzo se rehuye.

El pueblo, que salió de la esclavitud de Egipto, empieza ahora a cansarse de la libertad, ahora, al tropezar con las primeras dificultades. El pueblo tiene hambre y el hambre es mala consejera; anda hambriento y no cesa de alzar sus reclamaciones y murmuración contra Dios y Moisés; el tema de la murmuración en el desierto tiene gran variedad de formas; es la actitud del que se encuentra en una situación nueva en la que está en juego su vida. Entonces, aparecen el maná y las codornices; son don divino, respuesta del Señor a las peticiones.

Los autores suelen relacionar las codornices y el maná con dos fenómenos naturales que se dan en la Península del Sinaí. En primavera y otoño, grandes bandadas de codornices sobrevuelan aquel espacio y no es difícil capturarlas ya que su vuelo es corto a causa del cansancio; el maná hasta entonces desconocido por los israelitas, que preguntan: "man-hu"=¿qué es esto? y de ahí su nombre maná, es una especie de gotas que segrega un arbusto: el Tamaris Mannifera, y que, al caer a tierra, se coagula bajo el efecto del frío nocturno. Su descubrimiento fue considerado por el pueblo, como un hecho milagroso, al menos según la tradición, que lo ha idealizado. Este relato del "milagro" del maná ha sido redactado muy tardíamente; se atribuye a la tradición sacerdotal postexílica. Su género literario es el de una homilía midráshica que amplía algunos datos tradicionales. En el maná, el pueblo experimenta la presencia salvífica, aunque la fe queda sometida a prueba y al no poder acumularlo, permanece la inseguridad. Pero el Dios de Israel no es un Dios que condene, sino el Dios que salva.

En el Éxodo, es considerado un don, un alimento providencial y que sacia (vv. 4. 8. 12. 16. 29...); pero en el libro de los Números (vv. 11,6; 21,5), el pueblo lo encuentra muy poco sabroso y se queja contra el Señor. El único maná o pan que saciará es Jesús: su palabra y su carne (Dt 8, 3; Jn 6). Jesús anunciará la institución de la eucaristía a los judíos, cuando ellos le recuerden el maná (Jn 6,31). El pan "llovido del cielo", que "sacia" de verdad y "da vida", es el mismo Jesús, su persona, aceptada en la fe; es la "carne" de Jesús dada "por la vida del mundo" y "para la vida eterna". El significado del "maná", como el de la "nube", se expresará plenamente en el misterio de la carne y de la sangre de Jesús de Nazaret (Jn 6, 31-35; 45-48). A través de este itinerario, la revelación de Dios va conduciendo al hombre como en una larga peregrinación por el desierto de su vida hacia la comunión plena con Él; es la pedagogía de la libertad, que arranca del reconocimiento de la propia realidad: la limitación humana, para poder conducir al hombre hasta el Infinito y la eternidad de Dios. 

La segunda lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (4,17.20-24), incita a abandonar el modo de vivir del hombre viejo corrompido por deseos de placer y, dejando que el Espíritu renueve la mentalidad, a revestirse de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas.

El Apóstol, continuando las exhortaciones éticas de la carta, recomienda una conducta conforme a la fe e indica las motivaciones profundas de esta ética: La realidad creada por Jesucristo en nosotros es algo que inevitablemente se nota en la vida de todos los días, no solamente en actitudes internas. El hombre viejo es el que no ha aceptado a Jesús y aun cuando pudiera tener una ética, de hecho, a menudo, no la cumple. El cristianismo aparece así, como fuerza transformadora de la realidad en un sentido humano, no descarnado o lejano de los hombres, abierto a la colaboración con otros, aun no creyentes, pero interesado por una conducta ética y justa.

El autor se dirige a los convertidos del paganismo y les pide que se despojen del hombre viejo. Mantener formas de vida pagana, después de haber sido injertados en Cristo, no puede ser; deben llegar a ser hombres totalmente nuevos, renovados en la mente y en el espíritu; despojarse del hombre viejo implica una renovación profunda de la mente y del corazón, que no es posible, si nos resistimos a la acción del Espíritu. La penitencia (metanoia) es también cambio de mentalidad y no sólo de actitudes: hay que abandonar los viejos prejuicios, las ideologías y los intereses egoístas de donde aquéllos brotan; sólo así podremos escuchar a Jesús en el evangelio y amarlo de verdad en los pobres. En esto consiste toda la justicia y santidad, la nueva condición, el hombre nuevo creado a imagen de Dios. En un ambiente invadido por la ciencia y la filosofía griega, como ideal de realización humana, suena una severa y solemne recomendación de Pablo: todo lo que los paganos tienen como ideal es, en realidad, una pura vaciedad. También, en nuestro mundo cosificado por la técnica y el progreso, resuena de nuevo la voz de San Pablo, que nos previene contra tanto ídolo vacío que nos estamos construyendo.

Hay que despojarse del hombre viejo y dejarse conducir por un nuevo espíritu. Se trata, evidentemente, de una alusión al bautismo que transforma por completo la vida del que lo ha recibido, haciéndole hombre nuevo, nacido del agua y del Espíritu. El bautismo señala para el cristiano el inicio de un estilo de vida completamente renovado. S. Pablo dice que "bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo" (Gál 3,27). Y concibe la conversión como un cambio de vestido, un "despojarse" del hombre viejo y vestirse del Hombre nuevo, revestirse de Cristo, adoptar sus criterios, tener sus sentimientos, vivir su vida. Dejar un vestido sucio, para vestirse de limpio. Los criterios de conducta distinguen al cristiano del gentil. Pablo llama "vaciedad", la nada, al estilo de vida no inspirado en el Evangelio. El vestido, signo de lo que la persona es, o también, de lo que quiere aparecer sin ser. La salvación de Dios se nos da como un vestido que nos distingue y expresa la realidad interior de nuestra vida: la vida de Dios que se nos comunica en Jesucristo.

Hay dos caminos o modos distintos y contradictorios de entender y de hacer la vida: el que siguen los gentiles, esos hombres incrédulos y alucinados por cosas vanas, obcecados en su lucha contra la verdad, carentes de todo sentido moral, que se entregan con desenfreno a los placeres de la carne. Y el otro, el de los cristianos, esos a los que dice: "habéis aprendido a Cristo", y, "Cristo os ha enseñado", pues Pablo entiende que el Evangelio es palabra de Jesús en la boca de sus apóstoles y no sólo palabras acerca de Jesús; de manera que el que escucha con fe el evangelio recibe la palabra de Jesús; por lo tanto, recibe al mismo Jesús, que es la Verdad en persona, la Verdad que se entrega a sí misma para todos los creyentes y entra en comunión personal con todos los que reciben el Evangelio. La fe es un encuentro personal con Cristo y la predicación apostólica, lo mismo que la predicación de la iglesia, está al servicio de este encuentro. La fórmula "aprender a Cristo" es gramaticalmente irregular (no se aprende a una persona, sino de una persona), pero, teológicamente densa: el ideal cristiano estriba en asimilar profundamente los valores y la persona de Cristo. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan, que narra hoy el diálogo-discurso sobre el pan de vida, que hace Jesucristo tras la multiplicación de los panes (6,24-35). El modo de hablar de Jesús no era como lo hace en el cuarto evangelio; Jesús hablaba como aparece en Mateo, Marcos o Lucas, Juan pone en labios de Jesús no lo que Jesús dijo, sino lo que Jesús es: pan de vida, camino, verdad. Las palabras del Jesús de Juan son verbalizaciones de la naturaleza y del significado de Jesús. 

Estos versículos plantean, de manera enigmática, pero excitante, el problema de la persona de Jesús y de la capacidad de la fe para descubrir el misterio que se encierra detrás de los signos que lo manifiestan. Invitan expresamente al oyente a ponerse en estado de búsqueda auténtica para descubrir el alcance del discurso que sigue. El hombre, para salvarse, ha de trabajar en la búsqueda de la fe y comprender que la vida de Cristo es la obra de Dios Padre. Los signos y obras realizados por Cristo no son sólo medios para legitimar o justificar su misión, sino actos que muestran la obra de salvación que Cristo trae; el maná del desierto y los panes multiplicados por Jesús son expresión del amor que el Padre ofrece al mundo. Cristo revela su propia persona, con la fórmula, pan de vida, en la que late la idea del árbol de la vida del Paraíso, símbolo de la inmortalidad de la cual el hombre quedó privado por el pecado; el concepto de pan de vida tiene, pues, un matiz paradisíaco y escatológico: Jesús es la verdadera vida inmortal a la que el hombre tiende desde el primer momento y que le es accesible por la fe.

Invitando a las gentes a descubrir lo que evoca la acción milagrosa de la multiplicación, Jesús indica que no precisan un realizador de milagros, sino ganarse la salvación: lo único que cuenta es el seguir a Cristo; han comido un alimento perecedero, pero, hay otro alimento que da la vida eterna. La gente pide a Jesús un aval, una garantía de lo que acaba de decir, a semejanza de lo que hizo Moisés con sus antepasados: Jesús responde afirmando que el sello de garantía del pan lo pone el Padre. Ante tal garantía, la gente no tiene más que una petición: “Danos siempre de ese pan”. Llegamos al momento culminante del diálogo: “Yo soy el pan de vida”. El que acude a mí no pasará hambre, el que cree en mí no tendrá nunca sed; el autor quiere decir que sólo Jesús es el alimento que lleva el sello de garantía. El trabajo que Dios quiere que hagáis es que creáis en el que El ha enviado. Trabajar en lo que Dios quiere no es trabajar en conocer mejor la Ley, sino en conocer mejor a Jesús y en adherirse a él. El sello de garantía de Dios no lo tiene la Ley, lo tiene Jesús. Conocer y adherirse a Jesús es haber encontrado el alimento que sacia el hambre y la bebida que apaga la sed. Jesús, sin responder la pregunta que le hacen, echa en cara a sus interlocutores que le buscan, porque les ha dado de comer, pero no porque hayan entendido el significado de la multiplicación de los panes. Han comido, pero no "han visto el signo"; han recibido pan hasta saciarse, pero no han aprendido nada. Ahora bien, lo que alimenta de verdad y lo que da vida es la palabra de Dios. Este es el pan verdadero.

En la dinámica del cuarto Evangelio, presentar a Jesús como alimento significa negar que la Ley lo sea; esta dinámica es siempre antitética: las afirmaciones sólo funcionan como negación de otras; para el autor del cuarto Evangelio la ley genera inválidos (cfr. 5,1-7), por lo que invita a la gente a que busque otro alimento distinto de la Ley, que es Jesús. "La obra que Dios pide es creer"; el "pan que baja del cielo" no es alguna cosa, sino alguien y ése es Cristo. Ese pan verdadero nos comunica la vida eterna, pero, para recibirlo, se necesita dar un paso, o sea, creer en Cristo a raíz de un compromiso personal. "Jesús se hace nuestro pan cuando creemos en él".

La misión de Jesús, el Hijo del Hombre, no es resolver milagrosamente los problemas humanos, no es multiplicar panes y peces. Y si alguna vez hace también esto, dar de comer, quiere que todos entiendan lo que esto significa, porque se trata de "un signo". El que no cree el signo se queda insatisfecho, se queda sin el verdadero pan que Jesús ha venido a traer al mundo: la palabra de Dios. Este es el alimento que perdura y por el que vale la pena trabajar. Los que comieron el maná murieron; los que coman ahora el pan que Jesús ofrece, vivirán. Y este pan, el verdadero pan del cielo no es otro que aquél que ha bajado del cielo, para dar vida al mundo.

Por fin, Jesús responde con toda claridad: "Yo soy el pan de vida", el que da la verdadera vida. Jesús es la palabra de Dios y el que la pronuncia, el que cree en él, vive para siempre; pues el hombre vive de la palabra de Dios. El hambre y la sed de vivir que padece el hombre sólo pueden saciarse con el verdadero pan bajado del cielo y con el agua viva que salta hasta la vida eterna. Este pan de vida y este agua viva es Jesús, la Palabra de Dios.