XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23: Este pueblo me honra con los labios

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Dt 4,1-2.6-8; Sal 14,2-5; Sant 1,17-18.21-22.27; Mc 7,1-8.14-23 

En aquel tiempo, los fariseos y algunos escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y, viendo que algunos discípulos comían con manos impuras, sin lavárselas, -pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos…-  los fariseos y los letrados preguntaron a Jesús: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?

Pero, El les contestó: Hipócritas, muy bien profetizó Isaías de vosotros, como dice la Escritura: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”.

Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

Y llamando a la gente y les dijo: Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre, porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro. 

La primera lectura del libro del Deuteronomio recoge un pasaje del discurso atribuido a Moisés con los mandatos -la Ley o "Torá"- que manda cumplir al pueblo antes de tomar posesión de la tierra que el Señor Dios les va a dar.

La ley de Moisés o "Torah" en hebreo, se presenta como expresión de la más alta sabiduría, expresión de la misma voluntad de Dios y compendio de las cláusulas de la alianza en el Sinaí. El pueblo de Israel sabe cómo Dios cumple sus promesas y qué deberes contrajo en el Sinaí; por eso, ha de saber que sólo poseerá y conservará la tierra prometida, si cumple las cláusulas de la alianza; muchas veces, la palabra "sabiduría", en la Biblia, se refiere a la ley de Moisés y sabios son los que la cumplen. La Ley es el auténtico motivo de orgullo de Israel y signo de la presencia especial de Dios en medio de su pueblo. Dios se acerca a todos los que la cumplen y los escucha cuando le invocan, pero, si el pueblo la olvida, Dios se aleja del pueblo y esconde su divino rostro. 

La ley de Moisés, era entendida como un todo que señalaba al hombre la voluntad de Dios, el proyecto de vida que el Señor trazaba a su pueblo, para que viviera en comunión con él. Cumplir la Torah era para el pueblo hebreo la manera concreta de vivir en comunión con Dios, manifestar su fidelidad en la vida de cada día. La verdadera Sabiduría hallaba su concreción en las prescripciones de la Ley de Moisés; el ideal del movimiento sapiencial era vivir según los mandamientos y decretos de la Torah (cf. Sir 24,23 y Ba 4,1-4); por todo ello, el autor del Deuteronomio, que significa "segunda ley", puede afirmar que Dios se hace presente en el pueblo de Israel por medio de su Torah; cumplir la Ley de Moisés será, para la mentalidad judía, la manera de acercar a Dios al mundo, a las naciones, y de aproximar más el Reino de Dios al mundo entero.

Moisés invita al pueblo a escuchar: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño, para que los pongáis en práctica». La audición se traducirá en fidelidad, es una condición para conservar la vida y poseer la tierra, los que sirvieron a Baal-Fegor fueron exterminados. No se puede añadir ni quitar nada de lo que prescribe Yahvé. Durante el exilio es muy fuerte la preocupación de conservar intactas las tradiciones; el templo y el rey pueden caer, la Torá de Dios, no. La observancia de la ley debe producir un doble efecto entre los gentiles: reconocer la sublimidad de la ley de Israel y constatar la presencia de Dios en medio de su pueblo. Este pueblo afirma unánime: Yahvé es el único Dios, porque es el único que salva, el único que promete y cumple. En el alma de los israelitas se introduce una reconfortante seguridad: el cumplimiento fiel de la ley procura la bendición y ayuda de Dios y con ella el respeto por parte de todos los pueblos; pues no hay otro pueblo que tenga un Dios como éste, capaz de apoyar totalmente a su pueblo.

 Los múltiples prodigios con que Dios ha liberado a Israel tienen que llevar a una mayor conciencia de la fe: "A ti te lo mostraron, para que sepas que el Señor es Dios". Lo que Yahvé ha hecho en el pasado es un motivo profundo, para serle fieles. Pero la alianza que ahora se establece no es un mero cumplimiento de normas: es un modo de vivir en intimidad con Yahvé; presencia divina que guía al pueblo y que tendrá su plenitud en Cristo, Emanuel (= Dios con  nosotros), cercanía de Dios para siempre.

Israel, pues, escucha los mandatos que su Dios le enseña a cumplir y así vive la alianza; vivir la alianza es la misión de Israel; vivirla siendo totalmente fiel a un Dios que lo ama. Hoy sucede lo mismo: La Iglesia, Nuevo Israel, tiene que aprender a transmitir al mundo de hoy la experiencia de ser salvados por un Dios cercano a nosotros y cuyo amor suscita fidelidad. La misión de la Iglesia no es tanto comentar la resurrección de Jesús, cuanto vivirla; porque, así, hay que hacer presente entre los hombres a Cristo Resucitado. 

La segunda lectura de la carta del Apóstol Santiago (1,17-22.27), dice que “todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los Astros, que, por propia iniciativa, con la Palabra de la verdad, nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas; que aceptemos dócilmente la Palabra que ha sido plantada y salva: Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla.

La carta de Santiago es un escrito fundamentalmente exhortativo y moral, a fin de que los cristianos lleven una vida coherente con la sabiduría divina; tiene más contenido práctico e inmediato, que doctrinal o teológico. Carece de referencias explícitas a Cristo y a su mensaje o al anuncio primitivo; parece que procede de un cristiano proveniente del judaísmo, de cultura griega, preocupado por un estilo de vida religioso y con referencia a Cristo. Es una carta poco conocida; exegéticamente presenta problemas de estructura, pues no refleja un orden claro de exposición y además, no se identifica claramente el autor: de los tres Santiagos que mencionan los evangelios y los Hechos, ninguno satisface plenamente; literariamente la carta está escrita en buen griego y combina la exhortación con los proverbios. Halla su unidad de fondo en la sabiduría cristiana, entendida como sentido práctico, como mentalidad madurada en la reflexión y en  la plegaria.

La perícopa se inicia con una fundamento genérico a considerar la acción de Dios poniéndose en contacto con el hombre por medio de su Palabra, tema iniciado en el AT y coronado con Cristo, Verbo de Dios; la respuesta humana a esta acción de Dios es la fe práctica; no se trata de una aceptación puramente intelectual o nocional del mensaje, sino de una vida coherente con esos mensajes. La acción de Dios comunicando y comunicándose es la base de toda la vida humana y cristiana y hay que vivirla, no por imposición u obligación, sino por exigencia ontológica; no basta lo intelectual, ni una mera aceptación interna, sino un total compromiso de la persona, que se verifica en la práctica concreta. Si la Palabra de Dios habita en nosotros, siendo activa, ha de dar muestras y señales de ello. Esta concepción práctica de la virtud está de acuerdo con todo el NT y el sentir cristiano; reducir la fe a lo puramente intelectual, como se hace muchas a veces a partir de la definición moderna del acto de fe, no es conforme con el espíritu bíblico ni con una vertiente práctica. 

Por pura iniciativa de su gracia, mediante la "Palabra de la verdad", el Evangelio (cf. Ef 1,13) o revelación cristiana, ha provisto a los cristianos de una nueva vida espiritual (1 Pe 1,3-23), mediante la semilla de la vida de la gracia (Jn 1,13; 3,3-10). Así que son sus hijos y un anticipo (primicia) de lo que ha de ser la humanidad (Rom 8,23; 1 Cor 16,15; 2 Tes 2,13; Ap 14,4), porque los cristianos han sido llamados a la fe y por ella a la salvación.

Y por la "Palabra de la verdad", el hombre tiene estas obligaciones: disposición para la escucha, discreción en el hablar y renuncia a la ira. Estas tres actitudes regulan la vida también en el paganismo y en la doctrina judía de la sabiduría (cf. Si 5,11; 20,5-8; Prov 10,19; 14,29; 16,32).

La exhortación de Santiago: "Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaos ... y no os limitéis a escucharla", recoge las palabras de Jesús en Mt 7,24 y 12,50: escuchar la palabra de Jesús y ponerla en práctica es edificar sobre roca y ser su madre y sus hermanos. 

La lectura del santo Evangelio según San Marcos refiere hoy que un grupo de fariseos del lugar y algunos rabinos de Jerusalén, probablemente enviados por el Sanedrín para espiar a Jesús, se escandalizan al ver que los discípulos comen sin lavarse las manos como ordenaba la tradición de los mayores.

El versículo inicial cobra relevancia especial, al decir que los personajes procedían de Jerusalén. Esta ciudad es bastante más que la capital administrativa y política judía; es la razón de ser de un pueblo, su orgullo y añoranza; es madre y guía; de Jerusalén irradia la luz que ilumina el caminar judío; allí están los pastores del pueblo, a los que, sin embargo, Marcos ha cuestionado ya como dirigentes (cfr. 6,30-34). La discusión de Jesús con los fariseos afecta a dos puntos concretos: las abluciones rituales antes de las comidas sobre las que Marcos proporciona muchos detalles a los lectores no judíos (vv. 3-4) y sobre la ofrenda sagrada de los bienes propios que dispensa del sostenimiento de sus familiares

El evangelista Marcos, que escribe para los romanos, informa a sus lectores acerca de las costumbres judías; los lavados de los judíos no respondían a una inexplicable necesidad de higiene, sino a exigencias religiosas; eran purificaciones rituales. Hoy se extrema hasta tal punto la limpieza que podría pensarse también en una superstición, sobre todo, cuando se es tan poco escrupuloso respecto a problemas de justicia.

Pues bien, los fariseos distinguían entre "puro" e "impuro" y practicaban consecuentemente una serie de purificaciones rituales, y, yendo en esto más allá de lo expresamente mandado en la Ley de Moisés, se atenían a tradiciones humanas. El lavado de las manos antes de las comidas era una de esas tradiciones codificadas en el Talmud y veneradas por los fariseos, como si se tratara de la misma Ley de Dios; la multiplicación de estos lavatorios resultaba algo insoportable a los trabajadores humildes en un pueblo en el que el agua escaseaba. Al parecer, los galileos no eran demasiado meticulosos en esas tradiciones y sabemos que el mismo Jesús produjo un escándalo al sentarse a la mesa de un fariseo, sin haberse lavado antes las manos (Lc 11,37 s).

La perícopa se inserta en las tradiciones y principios fundamentales de judíos y de otras culturas acerca de lo "puro" y lo "impuro"; desde antaño, era una costumbre en Israel distinguir entre ambos conceptos. Tal distinción marcaba la condición indispensable, para saber, si el hombre podía o no entrar en comunión con Dios. El conjunto del texto gira en torno al término impuro. La  impureza de la que el texto habla es la mancha ritual o moral que inhabilita a las personas, para tratar con lo santo. La impureza es una incapacidad religiosa. 

La preocupación por la pureza denota sensibilidad religiosa; en esta línea, se encuadra la preocupación manifestada por los dirigentes judíos ante la conducta de los discípulos de Jesús; y, a su vez, se enmarca, en la gran corriente judía formada por la tradición de los mayores; hay que entender la fuerza e importancia que tiene la tradición en el pueblo judío; en la tradición se articula la esencia de lo judío. La pregunta, pues, de los rabinos a Jesús encierra una gravedad suma y Jesús resuelve el problema dentro de la más pura línea judía, tal como aparece ya esbozada en el texto de Isaías 29,13 que establece la distinción entre el componente humano y divino de la tradición; les dice que ellos practican un culto vacío, de boca y no del corazón y que, mientras se atienen a preceptos humanos, quebrantan sin escrúpulos los mandamientos de Dios y, so pretexto de dar culto a Dios, lo ofenden, al permitirse dejar en la miseria a sus propios padres (vv. 9-13; Mt 15,4-6). Así es como hay que entender el v. 8 en el que Cristo contrapone mandamiento y tradición. La tradición es puramente jurídica: regula los "casos", impone las "actitudes", dispone el comportamiento del yo externo. El mandamiento, en cambio, es personal; proviene de una persona y no se comprende, sino en comunión con esa persona; afecta al yo más profundo. El mandamiento introduce, ante todo, un estilo nuevo de adaptarse libremente a las tradiciones viviéndolas en la fe y la comunión con el Dios que interpela.

La observancia de exterioridades hace olvidar el culto verdadero. Esto, pues, también es esencial al Evangelio y, por tanto, a la fe: donde las tradiciones hacen incomprensible el amor de Dios a cuenta del temor, se cae en la fría normativa y en la despreocupación por la problemática humana; existe el peligro de ser atrapado por un pietismo externo. Se puede hablar de moralidad frente a formalismo y de espíritu frente a letra. Enunciada así la problemática, la cuestión resulta fácil y evidente; la práctica, sin embargo, dice que no es ni fácil ni evidente. Las formas y la letra son, en efecto, absolutamente necesarias: responden a la esencia misma de nuestro ser humano, que es forma corpórea en relación con los demás. La tradición es, desde esta perspectiva, absolutamente necesaria. Donde no hay tradición no hay vida que valga la pena. La cuestión reside, sin embargo, en hacer que las formas y la letra no acaparen la totalidad del ser humano, que es también incorporeidad, interioridad, individualidad; lograrlo es lo difícil. Su consecución se mueve en el campo de las actitudes, un campo lo suficientemente fluido como para resistirse al imperio absoluto de las formas y de la letra, aunque precisamente por ser fluido toma sin resistencia la forma del recipiente que lo contiene.

Después se dirige Jesús al pueblo y promulga otra moral muy distinta que invalida de raíz todas las purificaciones rituales. Lo que importa es la pureza del corazón, la buena voluntad, pues lo que mancha al hombre no viene de fuera, sino que sale de su interior; el que habla aquí es el Hijo de Dios, que está por encima no sólo de las tradiciones de los mayores, sino incluso de la Ley de Moisés. Jesús muestra su autoridad lo mismo que en las famosas antítesis del Sermón de la Montaña (Mt 5,21-14).

Jesucristo, que fundamentaba la religión sobre la persona más que sobre la ley y que se orientaba claramente hacia una mesianismo depurado y que atribuía más importancia a los gestos de fraternidad que a las prácticas cultuales (Mt 15,18-20), tenía que chocar  necesariamente con la intolerancia y el integrismo de los fariseos. Por eso proclamó, un justo retorno al espíritu de la ley primitiva y levantó el bloqueo del inmovilismo a la ley con el fin de espiritualizarla.