XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 9, 30-37:
El que acoge a un niño en mi nombre, a mí me acoge   

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Sb 2,17-20; Sal 53,3-8; St 3,16-4,3; Mc 9,29-36

En aquel tiempo, instruía Jesús a sus discípulos, diciendo: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará. Pero aquello no lo entendían y les daba miedo preguntarle.

Llegaron a Cafarnaún y una vez en casa les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado. 

La primera lectura del libro de la Sabiduría trae en este breve texto, los razonamientos de los "impíos" que dudan de la veracidad de la esperanza religiosa y van a demostrarlo mediante un asesinato: La muerte de un inocente probará, según ellos, la despreocupación de Dios por el destino del hombre.

El libro de la Sabiduría escrito en Alejandría de Egipto, en el seno de la colonia judía, que es casi contemporáneo de Jesús, afronta el serio problema para el helenismo de cómo vivir la fe bíblica tradicional en un ambiente culturalmente hostil; el autor presenta dos actitudes: el "justo", que se mantiene fiel a la tradición judía, y el "impío", que se deja arrastrar por la cultura relativista y secularista del helenismo de entonces. El sabio se inspira en la figura del Siervo de Yahvé para hacer el retrato del justo que vive en medio de los impíos. El pasaje se refiere directamente a los judíos fieles que viven en la diáspora de Alejandría y tienen que soportar la mofa y la persecución de los judíos renegados. Estos últimos son los que se han apartado de las tradiciones paternas y quebrantan sin escrúpulos la Ley, por cuya razón, no aguantan la presencia de los justos, que sólo con su vida denuncian toda clase de impiedad.

La mentalidad secularista actual, ciertamente, reproduce esas ideas asesinas de los impíos de esta página bíblica. "Vamos a darle muerte; si el justo ese es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos... » (2,17-20). San Mateo parece inspirarse en este pasaje y en Sal 22,8-9, cuando hace decir, contra Jesús, a las autoridades de la religión, la teología y la política de Israel, que se burlan de él y de sus pretensiones: «Había puesto su confianza en Dios. Si de verdad lo quiere Dios, que lo libre ahora, ¿no decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27,43). No saben que «Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser».

La sabiduría contrapone los impíos, que obran la injusticia, a los justos, que se comportan acordes con la fe y la tradición; son «impíos» quienes con sus hechos, razonamientos, criterios y malas lenguas engendran la muerte; su visión materialista de la vida los incapacita, para valorar lo que sobrepasa la razón, se encierran en sí mismos y contemplan impasibles los sufrimientos que causan a los demás; se dejan llevar por el pesimismo y la tristeza de una existencia carente de sentido; sólo les queda la salida del desenfreno, los placeres de la vida y la espiral del loco consumo, aun a costa del más débil y del pobre.

Pero no se quedan ahí; tienen que ahogar todo intento de crear vida y alegría, dar muerte al justo que denuncia la injusticia con su conducta y que se gloría de tener a Dios por Padre, porque tiene una escala de valores diferente y constituye una acusación contra las convicciones mundanas de los impíos y la envidia ciega a los poderosos. Planean, contra el justo, la muerte que los consume. Los malvados se convierten así en jueces del justo: jueces en el plano intelectual de una concepción de la existencia y en el plano jurídico de su poder que formulan así: "sea nuestra fuerza la norma del derecho".Humanamente parece que triunfan; sólo que el autor pronuncia su juicio en instancia superior, condenándolos y anunciándoles el juicio inapelable de Dios, que presentará en el cap. 5. Así, los malvados quedan cogidos entre dos frentes: el juicio mudo y paciente del justo perseguido y asesinado y el juicio del autor que habla en nombre de Dios.

Todos los que luchan por la claridad de esta «imagen» defendiendo los derechos inalienables de los hombres y de los pueblos participan ya ahora de la inmortalidad de la justicia (1,15). La comunidad cristiana, alentada por el Espíritu del Señor, que la une y la centra en Jesús, el Justo por excelencia, ha de hacer visible este compromiso. 

La segunda lectura de la carta del Apóstol Santiago (3,16-4,3), aporta

una nueva exhortación moral algo apasionada de contenido no específicamente cristiano, sino de ética general, pero enteramente aceptable por un cristiano.

La perícopa se presenta dividida temáticamente en dos partes; la primera se centra en la sabiduría. El término hebreo "sabiduría" expresa más un estilo de vida que una cualidad intelectual. La sabiduría del AT se basa en el estilo creyente de plantear la propia existencia, basado en la Torah. La sabiduría que propone Santiago a sus lectores cristianos se basa en la caridad fraterna y se manifiesta en la comprensión, la docilidad, la misericordia, las buenas obras y la siembra de la paz.

La segunda participa de la teología judía de la época. Descubre la raíz del pecado en el "deseo", en querer siempre más, incluso a costa de los demás, en vivir en una continua insatisfacción. Santiago lo traduce en guerras y contiendas mutuas; y, a ello, contrapone la obediencia de la fe que impele a dejar nuestras pasiones y seguir la voluntad de Dios (cf. 4,7). Hay una falsa sabiduría de la vida que se opone a la sabiduría de Dios; es la sabiduría de los listos o "vivos", los que se interesan de sí mismos y sólo buscan saciar su plan; esta falsa sabiduría es el origen de todos los males, de las envidias y de las peleas que siembran el desorden e impiden la convivencia.

Las obras del cristiano han de estar inspiradas en la sabiduría y en un realismo sano. La verdadera sabiduría viene de Dios y sus frutos son evidentes, entre los que el más importante es la justicia en la paz; los cristianos han de ser artesanos de la paz; los que procuran la paz están sembrando la paz y su fruto es la justicia. Lo contrario es desastroso para la comunidad cristiana y para el mundo; la vida de los cristianos no llega a elevarse; la oración misma, si oran, no consigue elevarlos porque lo que piden son riquezas materiales, para satisfacer sus instintos. La auténtica sabiduría tiene su origen en Dios (cfr. 1,5), consiste en ordenar la convivencia según las enseñanzas del Evangelio. Los sabios construyen y promueven la paz y dan el fruto de la justicia. El autor se refiere a la justicia que justifica a los hombres ante Dios y también aquella justicia humana sin la que es imposible la paz.

La ambición y los deseos de placer dividen al hombre en su interior, al no poder alcanzar lo que desea; ese fracaso e insatisfacción producen la envidia, se proyecta al exterior, afecta a la vida comunitaria y origina las discordias y los conflictos; el consumismo desenfrenado no sacia y acarrea muchas frustraciones que, a su vez, desatan la violencia y la agresividad: "Codiciáis lo que no podéis tener, y acabáis asesinando".

El autor avisa de la posible deshumanización en la vida social centrada en el egoísmo o el deseo de dominio y poder de unos sobre otros. Es bueno tener presente esta triste capacidad humana para no caer en idealismos. Es tarea de cada uno encontrar la manera de hacer vivir estos ideales humanos. 

 La lectura del santo Evangelio según San Marcos (9,29-36) relata en dos partes muy bien diferenciadas, que Jesús les habla primero, con toda claridad de su pasión, muerte y resurrección y, después, los instruye sobre la humildad, el no ambicionar los puestos humanos y las jerarquías y hacerse niños.

Partiendo de la zona más septentrional judía, Jesús comienza su camino a Jerusalén, hacia la muerte y la vida. Una vez más Marcos apunta uno de sus temas favoritos: la falta de comprensión de los discípulos; que es también el punto de partida de la pregunta del Maestro sobre lo que habían hablado por el camino. Marcos está muy interesado en la relación maestro-discípulos. Por segunda vez, Jesús revela a sus discípulos su próxima pasión; al mismo tiempo, abandona la predicación a las gentes, decididamente incapaces de comprenderlo. Los apóstoles apenas si comprenden algo más que la muchedumbre. ¿Qué necesidad había de que el Mesías se sometiera al sufrimiento para ser Rey?

La incredulidad de los apóstoles tenía una clara solución: la Escritura podía revelarles que la Pasión estaba sugerida por varios antecedentes; las predicciones de Cristo sobre su pasión están fuertemente referenciadas en el A.T., así en Is 53,4.6.11.12 que señala la doctrina del Siervo Paciente, y además se ve en un targum arameo; en Jer 33,24 (o 26,24) que asocia a Cristo con el primer gran profeta perseguido; en Sal 118,22 (cf. Act 4,11; Mc 12,10). Los apóstoles poseían un equipo escriturario importante que, al menos, les posibilitaba comprender los sucesos próximos anunciados y profetizados.

El segundo tema de discusiones entre los apóstoles nace de la inminencia del Reino: comienzan a preocuparse por el lugar que pueden ocupar en el Futuro Reino; la escena es típica de una sesión de enseñanza al estilo judío, con el maestro sentado en el suelo y los alumnos a su alrededor. La instrucción a los doce se debe la conversación sobre el rango mayor y menor de los discípulos durante el camino hacia Jerusalén. La enseñanza es teórica y práctica; la teoría es muy breve, formulada por medio de lo que los especialistas denominan "logion": enunciado breve en forma de máxima o aforismo. Jesús aprovecha esta discusión para poner de manifiesto las condiciones de ingreso en el Reino: no sólo habrá de pasar por el sufrimiento el Mesías, para entrar en el Reino, sino que también los suyos, deberán presentarse como siervos y como pobres; el niño estaba considerado en aquella época como un ser insignificante,).

Un denominador común reúne las parábolas de Jesús en torno a las condiciones de acceso y de vida en el Reino, para entrar en el Reino es preciso estar disponible como un niño, es decir, ser sencillo, de corazón generoso y no pretender los primeros puestos; es posible que Jesús haya bendecido a los niños, porque ellos actualmente desdeñados serán algún día los beneficiarios del Reino -en Israel el niño no tenía ninguna consideración y la palabra aramea para designarlo era la misma que para designar al siervo-; en el Reino es preciso hacerse siervo de todos y amar a los más insignificantes; esta caridad reviste un carácter especial, no se ha de escandalizar a los pequeños, es decir, a los cristianos medio ignorantes de la casuística y de la doctrina y cuya fe podría bambolearse por teorías excesivamente avanzadas (cf. Rom 14,1-15, 8). Es preciso aceptar ser hoy tan simples como los niños, estar disponibles para el porvenir y poco atorados por los sistemas y las teorías. Jesucristo, apuntando a una sociedad que respete al pequeño y tenga en cuenta sus reacciones, ha querido reducir la ética del Reino a comportamientos infantiles, pero, sobre todo, desea que sus discípulos se parezcan a los niños en la aceptación de la dependencia de los otros: el hombre y el cristiano, "a fortiori", no puede aspirar a salvarse solo.

El niño es una metáfora, funciona como símbolo de pequeño, de menor, de alguien sin rango. No pega el hablar aquí del niño como símbolo de inocencia o de simplicidad. Las palabras finales de Jesús son la explicación de la metáfora; expresan la actitud cristiana ante los poco importantes o poco considerados, el esquema subyacente es el derecho judío del emisario, según el cual el enviado está en el lugar de aquél que lo envía; los poco importantes están vistos como enviados de Jesús y, en última instancia, de Dios; recibir en mi nombre significa recibir a los pequeños por su pertenencia a Jesús. Finalmente, el discípulo será objeto de menosprecio, como un ser débil e insignificante; deberá tener en cuenta que este menosprecio constituye, para él, la manera de seguir a Jesús en la subida a Jerusalén (Mc 9,29-32).

La historia se repite: "el justo", "el hijo de Dios", les estorba a "los malos"; la presencia de la persona buena da, por una parte, testimonio, edifica y anima a practicar el bien; y, por otra, resulta una denuncia callada del estilo de vida materialista, despreocupada por las cosas del espíritu, superficial, injusta, egoísta, que llevan otros; al "justo" del AT lo quieren hacer callar y lo eliminarán si pueden, estorba, como estorban todos los que alzan su voz profética a lo largo de la historia denunciando injusticias o tiranías. A Jesús, el justo, lo van a llevar a la cruz, porque predica y da testimonio de un modo de vivir, que choca con los cánones de la época, ¿cómo se le ocurre decir que "quien quiera ser el primero, que se haga el último de todos y el servidor de todos"? Este criterio, ciertamente, no encaja en este mundo y no cabe en la mente de muchos. No entienden que el cristiano tiene que seguir el ejemplo de Jesús, que "no ha venido a ser servido, sino a servir", que ayuda a todos y no pide nada y que al final entrega su propia vida por la vida de los demás.