XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52:
Maestro, que pueda ver

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí. Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: Hijo de David, ten compasión de mí.

Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Maestro, que pueda ver. Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

La primera lectura del libro del libro de Jeremías anuncia la alegría del retorno, expresada mediante unos versículos tomados en parte del salmo que se lee hoy.

Este oráculo se sitúa probablemente en los inicios del ministerio de Jeremías, cuando el reino de Judá aún no ha sido derrotado y sólo se encuentra en el exilio el reino del norte, llamado aquí "Israel" y "Efraín". Jeremías considera que el reino del norte, destruido por Asiria el año 721 y con sus habitantes deportados, ha sido ya purificado y, por tanto, pronto podrán volver a su tierra. Los capítulos 30 y 31 del libro de Jeremías forman una composición literaria referente a la salvación de Israel. Al morir Assurbanipal, el año 631, renace la esperanza de los desterrados que ven desmoronarse el poder de los asirios. Jeremías vive esa esperanza y anuncia la repatriación de los exiliados, el restablecimiento de la unidad nacional y la renovación de la Alianza.

Un pueblo desterrado y disperso puede muy bien entender la salvación en términos de reunión y retorno a la patria querida. La invitación al gozo por el retorno de Jacob, por la repatriación de los hijos de Jacob, es como una "monición litúrgica" festiva que canta las alabanzas de Yahvé. Todos los congregados en esta asamblea deben saludar con júbilo al pueblo que ha sido salvado y distinguido por Yahvé (cfr. Ex 4,22 y Jer 31,9). Enlazando con el himno de la asamblea, Yahvé toma la palabra y confirma su promesa de reunir a los dispersos y conducir a los desterrados, en un segundo éxodo, hacia la tierra que abandonaron. Los que marcharon llorando a su destierro, volverán llenos de alegría, y hasta la tierra se alegrará con su regreso. La profecía termina descubriendo el corazón de Dios, de donde procede toda iniciativa de salvación. Israel ha de comprender que Dios, a pesar de todo, sigue siendo como un padre.

Y, porque la palabra de Yahvé es verdadera y no defrauda, el profeta la da por cumplida e invita a la asamblea a celebrar lo que aún está por venir; en el horizonte abierto, el profeta ve venir ya una gran multitud que peregrina hacia Jerusalén, dando gracias a Dios y celebrando su liberación; la caravana de exiliados que el profeta proclama regresando de Asiria, llamada aquí "país del Norte" y "extremo de la tierra", tiene un lugar prominente para la gente débil, los "ciegos, cojos, preñadas y paridas"...: ¡la obra amorosa y salvadora del Dios que se presenta como "un padre para Israel" queda resaltada mediante la liberación de los más desvalidos! Es el buen pastor que cuida de los que van a la zaga y se preocupa de que nadie se quede en el camino. La acción sanadora de Jesucristo en el Evangelio será, por consiguiente, la realización práctica de estos oráculos proféticos.

El pueblo de Dios es una falange de hombres que sufren y lloran, seres humanos que sienten en su carne el desgarro fiero de la tristeza, del abandono, de la miseria económica, y la liberación que esperan no es ningún sueño ideal y alienante, sino el cambio del llanto en consuelo, del luto en baile con panderos en corros, del camino tortuoso por causa de la miseria a la vía llana y sin tropiezos..., del egoísmo cerrado del corazón humano a la apertura dadivosa a los demás.

La segunda lectura de la carta a los Hebreos (5,1-6), explica en qué consiste el sacerdocio de Cristo y su dignidad. Establece un paralelismo del sacerdocio de Cristo con el de los sacerdotes del A.T., pero destacando la excelencia del primero; destaca dos rasgos fundamentales, uno es la solidaridad con el pueblo, del que surge el sacerdote y al que representa ante Dios; otro, la vocación que ha de recibir de Dios. El sacerdote será tanto

más idóneo para su misión, cuanto más comprensivo se halle con las miserias ajenas. La experiencia de sus propias debilidades, que le envuelven como un vestido, le ayudará a mantener el recuerdo de su propio origen y a no distanciarse del pueblo. Esto le hará comprensivo; no obstante, su comprensión no deberá ir más allá de lo que vaya la ignorancia y la debilidad de los hombres, pues Dios, que perdona siempre a los débiles y descarriados (Lv 4,21.22.27; 5,24), resiste a los soberbios y no perdona a los que pecan "con mano alzada" (Num 1,30s), que deben ser excluidos de la comunidad.

El sacerdote del A.T. que era pecador como todos los hombres, ofrecía sacrificios por los pecados del pueblo y por sus propios pecado. En cambio, Jesús se hizo solidario con todos los hombres por amor, pues él no cometió pecado y se ofreció a sí mismo por los pecados ajenos. La vocación, es un honor inarrogable, nadie lo puede tener, si no ha sido llamado por Dios. Así, Dios llamó a Aarón y a sus descendientes al sacerdocio (Ex. 28,1; Lev 8,2); y también Jesús fue llamado por Dios, pero no como Aarón; cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios llamó de una vez por todas a su propio Hijo, nacido de la Virgen María, lo que prueba el autor con dos textos: que Jesús es el Hijo de Dios, con el Sal 2,7 (cfr. Hebr. 1,5); y su vocación con el Sal 110,4.

La alusión al sacerdocio de Melquisedec ilustra, de una parte, que el sacerdocio de Cristo no está en la línea del sacerdocio de Aarón y, de otra, que Cristo es también rey como Melquisedec; por tanto, el sacerdocio de Cristo aparece como algo único e incomparable. Nadie puede ser sacerdote como Cristo, que es el Mediador insustituible. Sin embargo, los que son sacerdotes en la iglesia deben imitar el sacerdocio de Cristo sobre todo en lo que respecta a la solidaridad con los hombres.

En nuestros tiempos, es justo y digno, por estar en el olvido, reflexionar sobre un texto que proclama una teología del sacerdocio; el sacerdocio del Nuevo Testamento es radicalmente diferente al del Antiguo, por ser nuevo, gracias al nuevo Mediador, Cristo; de hecho, es el único sacerdote que no ha de repetir varias veces su sacrificio, dado que es a la vez oferente y víctima, ofrece una sola vez su sacrificio, que es definitivo; el sacerdocio de la ordenación, lo mismo que el del bautismo, son participación en grados diferentes de este único sacerdocio, y el de los ordenados se distingue esencialmente por su poder, que concede el Espíritu, de actualizar los misterios pasados.

El sacerdote es el que goza de la proximidad con Dios, el que hace conocer al pueblo cuál es la voluntad del Señor y el que ofrece sacrificios por sus pecados y los de todo el pueblo; se puede decir, pues, que Jesucristo es el gran sacerdote, elegido por Dios, para ofrecer un único sacrificio que restaurara definitivamente las relaciones de los hombres con Dios.

La lectura del Santo Evangelio según San Marcos (10,46-52) trata sobre la curación de Bartimeo, el ciego de Jericó.

Jesús sube por última vez a Jerusalén, saliendo de Galilea y, marchando por la orilla oriental del Jordán pasa por Jericó, ciudad, que dista unos 30 km de Jerusalén; allí, realiza el último milagro que narran los sinópticos. El texto de Marcos es, también en este caso, el que nos ofrece una narración más viva y cercana a lo acaecido. Marcos rompe con algo que había sido habitual en los relatos de curación: Jesús no aparta al ciego de entre la muchedumbre, por el contrario, es Jesús quien pide a la gente que vaya a buscarlo.

Más aún, en diálogo público con el ciego, Jesús le pregunta qué desea, a lo que, públicamente accede. Este diálogo con iniciativa de Jesús es otra novedad en los relatos de curación de Marcos, gracias a ese diálogo Marcos consigue que se nos queden bien grabadas dos frases: ¡Maestro, que pueda ver! ¡Anda, tu fe te ha curado! Y Marcos no termina el relato con el encargo de guardar silencio, al que también nos tenía habituados; tras el imperativo ¡anda! se escondía una invitación al seguimiento en el camino, el camino concreto hacia Jerusalén, hacia la cruz y la resurrección; el relato está elaborado sobre esa visión del camino.

Bartimeo, echado al borde del camino, por el rumor de la gente se da cuenta que viene Jesús y que ha llegado su gran oportunidad. Entonces se pone a gritar llamando a Jesús Hijo de David, que era el nombre o título con que el pueblo designaba al Mesías Prometido. De este Mesías se esperaba la salvación nacional y el cumplimiento de todas las promesas que Dios hiciera a Israel (cfr. 11,10) y que curara a los ciegos. Bartimeo llama a

Jesús "Rabbuni", "Maestro mío", es un título menos frecuente y más honorífico que "Rabbi"y también expresa el gran respeto que le merece aquél a quien ha reconocido como Mesías.

Jesús le concede, por su fe, la gracia que le ha pedido y él seguirá a Jesús "glorificando a Dios" (Lc 18,43). La confesión de este ciego, que ha aclamado a Jesús como Hijo de David, ha desvelado públicamente el misterio mesiánico del Profeta de Nazaret. Pronto será todo el pueblo el que aclame a Jesús en Jerusalén y le salude como Mesías, como el que viene en nombre del Señor. Pues ha llegado el momento en el que, si callan los discípulos de Jesús, "gritarán las piedras" (Lc 19,30).

La historia exegética muestra que nos hallamos ante un texto simbólico: Jericó es la tierra; el ciego, la humanidad irredenta; las gentes que impiden los gritos del ciego, las fuerzas que distraen del cristianismo; el camino a Jerusalén, el camino al mundo celeste.

La iniciación en la fe comienza de entrada con una manifestación de Jesús en la vida del hombre: es necesario que Cristo "pase por allí" (Mt 20,30); y esa manifestación es misteriosa, el ciego, que representa aquí al hombre por el camino de la fe, no ve a Jesús; sólo, presiente su presencia en los acontecimientos, y él expresa ya su fe gritando, llamando y poniéndose a disposición de la iniciativa salvífica de Dios. Esta apertura a Dios es puesta inmediatamente en tela de juicio por el mundo que le rodea, y necesita todo su empuje vital para mantener su decisión de apertura a Dios; él se encuentra entonces con que es objeto de la atención de alguien que le muestra el llamamiento de Dios, que lo invita y lo anima a convertirse: a "levantarse" o resucitar y "desprenderse de su manto", el despojarse del hombre viejo.

Ahora, en esa disposición, es cuando se inicia el diálogo final: ¿Qué quieres...? Se trata del compromiso definitivo, expresado en forma de pregunta y de respuesta con el fin de dejar bien clara la libertad total de las dos partes contratantes de la Alianza. Finalmente, le es devuelta la vista al ciego como una visión de la fe, que le obliga inmediatamente "a seguir" a Cristo "por el camino". La curación se produce sólo por el poder de la palabra de Jesús, sus palabras finales hablan de salvación. El ciego es realmente el testigo perfecto del paso de la carne al espíritu, del egoísmo a la misión. La fe no ha conducido a Bartimeo sólo a recobrar la vista, sino a la adhesión personal y al seguimiento de Jesús "por el camino". Sigue a Jesús hacia Jerusalén y a la muerte: ésta es la verdadera salvación.

Visto en la perspectiva global del evangelio de Marcos, este episodio es enormemente realista y desgarrador. Muchos son los que acompañan a Jesús pero sólo un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna es capaz de ver a Jesús y seguirlo. Un ciego, es decir, un hombre con capacidad de asombro, de admiración, de aceptación, de disponibilidad; un hombre que todo lo espera sin exigir nada.

Hoy, se nos hace saber que el Reino de Dios está abierto a todos y que es un camino que pasa por la muerte y la resurrección y se nos invita a llamar: ¡Maestro, que pueda ver! Nos invita a pedir una visión muy concreta: la del camino a Jerusalén, a ver ese camino para seguirlo. Esto es a lo que Marcos llama tener fe y todo es posible para el que tiene fe (Mc 9,23).