IV Domingo de Adviento, Ciclo C
San Lucas 1,39-45:
¡Bendita tú entre todas las mujeres!

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Mi 5,2-5; Sal  79,2-3.15-19; Hb 10,5-8; Lc 1,39-45. 

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre; se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor me visite?

En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. 

          La primera lectura del Profeta Miqueas 5,2-5, invoca: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel.

          El libro es una colección de oráculos de amenaza y promesa.

          En la segunda mitad del s. VII a.C., Miqueas, anuncia al Mesías del linaje de David, que debe salvar a su pueblo. Miqueas nace en el Reino del Sur y es contemporáneo de Isaías. Le toca vivir el triste momento de la caída de Samaria en poder asirio (año 721 a.C.) y la terrible deportación de sus habitantes en masa. Ezequías (727-698) gobierna en el reino de Judá, prepara una insurrección contra Senaquerib, pero fracasa y debe pagarle tributo (año 701 a.C.; cfr. II Re. 18,13-16). Jerusalén confía en su poderío militar, y sufre el castigo; Dios usa una estrategia totalmente diversa jamás pensada por ser humano: la salvación no vendrá de la poderosa ciudad de Jerusalén, sino de aquella pequeña aldea sin importancia, llamada Belén en el futuro, el Señor sacará de Belén "el que ha de ser jefe de Israel" (5,1), llevará a cabo todas las promesas hechas a su padre pastoreará a su pueblo en paz y con su nacimiento se inaugurará una nueva etapa.     El evangelio de Mateo (2,6) aplica este texto a Jesús de Nazaret, nuevo David. Con su nacimiento se realiza la gran renovación humana: reúne a los desterrados, es el auténtico pastor del pueblo, su dominio se extiende a todos los hombres, quienes, finalmente, pueden vivir en paz y sin sobresaltos.

          El oráculo de esta lectura de hoy probablemente alude a la famosa profecía de Emmanuel (Is 7), pronunciada por Isaías unos treinta años antes, que se refiere no a David rey de Jerusalén, sino a David pastor de Belén; y habla también de una madre que debe tener un hijo, procedente de una de las más pequeñas familias de la tribu de Judá; será pastor de Israel con la fuerza del Señor y guiará al "resto" de Israel; la salvación y restauración anunciada por Miqueas es modesta y pacífica, sin ambiciones de dominar a los pueblos vecinos, limitada a un "resto" que vive en paz en la tierra prometida a los patriarcas.

          Seguramente el profeta se refiere al origen de este "jefe de Israel" en un sentido mucho más profundo y lo sitúa al principio de todos los tiempos. Se insinúa la misma concepción del "hombre primordial" que aparece en el NT cuando se llama a Cristo el segundo "Adán" (Rom 5,12s; 1 Cor 15,22.25s). Con lo cual se tiende un puente entre la economía de la creación y de la salvación: en el plan de Dios, ya desde el principio, se contaba con el adviento del Mesías. Por tanto, el reino mesiánico no es simplemente continuación o restauración del reino de David, sino la revelación del misterio de Dios y del último sentido de toda la historia y aun de la creación. Se habla aquí de la madre del Mesías. Miqueas hace referencia al famoso oráculo de Isaías (7,14), en el que se dice que el Emmanuel nacerá de una "virgen" (que así traducen los Setenta el término hebreo "ahlma", que de suyo significa "recién casada"). El oráculo de Isaías fue pronunciado unos treinta años antes que éste de Miqueas. El establecimiento del reino mesiánico supondrá la reunión de todos los hijos de Israel y la extensión de la paz y la seguridad a todo el mundo (cf. 4,4; Is 9,6; 11,6-10).

          En un momento de peligro grave para Jerusalén -la guerra siro-efrainita- Isaías había anunciado al rey Acaz un signo de salvación desconcertante: el niño que una muchacha llevaba en su seno y que sería prenda del "Dios-con-nosotros". En el débil embrión de aquel no nacido, está la fuerza y la esperanza; el hombre es muy poca cosa y un niño aún es menos, pero ese ser humano que todavía no ha visto la luz será la fortaleza, traerá la salvación de Dios que ha decidido salvar al hombre.  

          El salmo responsorial (79,2-3.15-19), canta: Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. despierta tu poder y ven a salvarnos. 

          La segunda lectura de la carta a los Hebreos (10,5-10), en su sección central, desarrolla el tema más importante del escrito: la función mediadora de Cristo, mediante su sacrificio único y definitivo. Frente a la ineficacia de los sacrificios "carnales" del A.T., de toros y machos cabríos, el autor subraya la eficacia del sacrificio de Cristo, por el que todos hemos sido reconciliados con Dios.

          Los sacerdotes del A.T., no ofrecían su propia vida, sino la vida de animales; no se comprometían propiamente en su sacrificio; el culto, meramente exterior, no afectaba radicalmente al que lo ofrecía. Pero Cristo, siendo a la vez sacerdote y víctima, interioriza el culto y se compromete en toda su vida. En consecuencia, todo es en Cristo sagrado y profano; su culto es toda su vida y toda su vida hasta la muerte es su único culto a Dios.

          Vivir será para Jesús, ya desde el principio, cumplir en todo la voluntad del Padre y en esto radica el verdadero carácter sacrificial de su vida y de su muerte en la cruz. Cristo ejercerá su sacerdocio no como miembro de una clase sacerdotal; Cristo ofrecerá su vida y entregará su espíritu al Padre no en un ámbito sagrado, en el templo, sino en medio de la sociedad y fuera de la ciudad santa, elevado en la cruz, que ha sido plantada sobre una colina. En este ajusticiado, todo es verdaderamente santo. El autor pone en labios de Jesús, apenas nacido, las palabras del Sal 40,7-9; y hace una profunda reflexión, como interpretando el sentimiento de Cristo al entrar a este mundo: "Me has preparado un cuerpo"; se trata de un salmo en el que un hombre justo, después de haber experimentado en su vida la salvación de Dios, le da gracias y promete cumplir su voluntad en vez de ofrecerle sacrificios de animales y holocaustos. Pero en la boca de Jesús estas palabras son como el "introito" del sacrificio de su vida que ha de culminar en la cruz. Jesús entra en el mundo bajo el signo de la obediencia al Padre y permanece así hasta que todo se haya cumplido según la voluntad del Padre. Los sacrificios del A.T. no agradan a Dios; en su lugar, Jesús establece el único sacrificio que agrada a Dios y que consiste en cumplir su voluntad. La voluntad de Dios es que el Hijo sea hombre y comparta el destino humano en todos los aspectos menos en el pecado personal. Este tema está enormemente subrayado en Hebreos.

          Lo que pacifica al hombre con Dios es el sacrificio de Cristo ofrecido una vez por todas. Este sacrificio perfecto es lo que nos santifica y nos salva. No es la ofrenda ritual sino la obediencia amorosa a la voluntad de Dios lo que le complace. El mundo va a ser salvado con esta actitud de obediencia, manifestada ya en la entrada de Cristo al mundo. Participar en el sacrificio de Cristo es siempre y radicalmente cumplir, como él, la voluntad de Dios. Jesús se ha ofrecido de una vez por todas, sin reservas al Padre, ya no tiene por qué repetir su sacrificio; y se ha ofrecido por todos los hombres, confiamos que por su sangre todos hemos sido salvados. La misa memoria y representación, en la que recordamos la vida y muerte de Cristo, es para nosotros una exigencia a cumplir como Cristo la voluntad del Padre; el reinado de Dios viene cuando los hombres cumplimos la voluntad de Dios, por eso pedimos en el "Padrenuestro" que se haga la voluntad de Dios y venga a nosotros su reino.         

          Lectura del santo Evangelio según San Lucas (1,39-45). María sale corriendo y va a visitar a su prima Isabel, quien al oír el saludo de María, notó que saltaba la criatura en su vientre, e inspirada exclamó:”Bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. El niño saltó de alegría en mis entrañas”. Así como el ángel, "mensajero de Dios" saludó a María con el “Ave María”, Dios te salve, la llena de gracia.

          El relato comienza de manera rápida, sin detenciones. En un momento, el autor nos traslada de Nazaret a la casa de Zacarías, al sur del país; María, en su incondicional disponibilidad a Dios, se declara: “He aquí la esclava del Señor”. Ya en el saludo de las primas, el autor se detiene para decirnos de forma absolutamente deliciosa, que María es la Madre de Dios: La criatura que lleva dentro Isabel salta de alegría. A partir de aquí todo es profusión, apoteosis, exaltación. Es el homenaje a María por haber aceptado que para Dios no hay nada imposible. ¡Dichosa tú por haber creído en el cumplimiento de lo que Dios te ha dicho! Lo importante en este relato es no lo que sucedió, sino lo que en él se anuncia, el mensaje evangélico.

          Al saludo de María, Isabel entusiasmada prorrumpe en alabanza profética bajo la acción del Espíritu Santo, ha reconocido en el hijo de María a "su Señor". Por eso, llama a María dichosa y bendita entre todas las mujeres; si cualquier hijo es una bendición de Dios para su madre, mucho más lo será aquel hijo que es bendito delante de Dios y por quien han sido bendecidos todos los hijos de mujer. Dios, que ha visitado a su pueblo por medio de profetas, ahora lo visita definitivamente  mediante de su propio Hijo; por eso, el niño de Isabel salta de gozo en el vientre de su madre; el que será su precursor nota ya la presencia del Mesías tan deseado. Pero, como dice Juan Evangelista, no todos recibieron con agrado la visita del Señor, el cual "vino a los suyos y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11; cf Lc 19,42).

          La Anunciación, la Visitación y el Magnificat, que surge en la visita, son unas de las perícopas más entrañables y más hermosas del Evangelio. El diálogo entre el ángel Gabriel y María es una preciosa joya, síntesis de las virtudes primeras y esenciales del cristianismo: la fe, la esperanza y la caridad; son el fundamento, la práctica vital, la actitud primordial que ha de mover los pasos del discípulo de Jesús. Son las denominadas virtudes teologales, porque entroncan al hombre con  Dios, lo divinizan, lo hacen a su imagen y semejanza.

          La fe de María: "Hágase en mí según tu palabra", está viva en esa su respuesta creyente. María cree firme, sin titubeo, sin dudar un instante; se pone en manos del Padre, que la llama, la vocaciona al enorme ministerio: “Serás la Madre del Mesías”. Sólo desde la fe, se puede aceptar este misterio insondable. La fe es el acto generoso de aceptar ciegamente, lo que no se ve, echándose confiado en la Palabra de Dios.

          María se entrega y espera en Dios. María es prototipo de la esperanza. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones”. La fe inspira la esperanza cristiana, "porque creemos, esperamos", dice el Apóstol. María hace de su espera del alumbramiento del Niño, el tiempo de esperanza de la humanidad". En María, se realizan las promesas eternas de Dios: la Salvación del hombre, la llegada del Rey con su Reino de Paz y de Justicia, que lleva en el vientre. María constituye su espera, en esperanza.

          Y María se inflama de amor; vive la caridad. María, que lleva en su vientre al Hijo de Dios, sabe que Dios es Amor (1 Jn 1,8). De todos los apelativos de Dios, conoce que el primero es Amor, Caridad. Ella pone el nombre de Dios en su vida y lo hace disponible para todos los hombres; se da al servicio del prójimo, se desvive para dar vida a la Vida, que viene a dar la vida que se perdió por el pecado.

          El “fiat” incondicional y dadivoso de María, engendra también la fe, que aboca a la esperanza y trae la caridad. “¡Bendita tú, que has creído, que se cumplirán las promesas del Señor!”. “Magnificat anima mea Dominum, porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46-48). Isabel llama dichosa a María porque ha creído en la Palabra de Dios y no sólo porque es la madre del Señor; del mismo modo que la fe de Abraham inició la historia del pueblo de Israel, la fe de María inicia la etapa definitiva de la historia de la salvación. Y esta bendición queda situada en la línea de Lc 11,27: "Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la guardan". Más tarde, Jesús, respondiendo a una mujer que bendice a su madre por haberlo llevado en sus extrañas, dirá que la verdadera dicha consiste en creer en la palabra de Dios y en practicarla (Lc 11,27s). Y en otra ocasión afirmará que su madre y sus hermanos son todos los que creen en el evangelio que predica (8,19-21).