VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 6,17.20-26 :
Las Bienaventuranzas

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Jr 17,5-8; Sal 1,1-6; 1Co 15,12.16-20; Lc 6,17.20-26 

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de gente, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón y, levantando los ojos hacia sus discípulos, dijo: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas. 

        La primera lectura del Profeta Jeremías agrupa dos textos diferentes, un salmo y dos proverbios; el primero contrapone el justo al impío en una serie de comparaciones muy sugestivas, como la del árbol. El proverbio insiste sobre la profundidad insospechada del corazón humano, que sólo Dios puede conocer. Se hace aquí una contraposición entre los "dos caminos", el que siguen los justos y el de los impíos. Estos son unos necios que ponen su confianza sólo en los hombres y en la debilidad de la carne.

          El mito antiguo del árbol de la vida (Gén 2,9) es la base del tema del árbol y de sus frutos. Pero la tradición judía ha depurado este mito pagano haciendo depender la posesión de los frutos de la actitud moral (Gén 3,22). La corriente sapiencial utiliza muchas veces el árbol de la vida, comprendiendo en esa imagen la vida moral del hombre, productora de los frutos de vida larga y de felicidad (Prov 3,18; 11,30; 13,12; 15,4). La corriente profética aplica el tema del árbol y sus frutos a todo el pueblo, en la medida de su fidelidad a la Alianza (Is 5,1-7; Jer 2,21; Ez 15; 19, 10-14; Sal 79,9-20) Dios destruirá el árbol que no produce buenos frutos. Alguna otra corriente profética compara al Rey y al Mesías con un árbol (Jue 9,7-21; Dan 4,7-9; Ez 31,8-9). Este modelo, corriente en las literaturas orientales, al personalizar el asunto, muestra que el pueblo puede sacar provecho de la vida de uno solo: la vida del rey, tronco central, se comunica a las ramas y a los sarmientos. En la evolución de estas corrientes, el Justo es, a su vez, comparado con un árbol que produce frutos llenos de sabor, mientras que los otros árboles permanecen estériles (Sal 1; 91,13-14; Cant 2,1-3; Eclo 24,12-27). Pero se necesita también que ese árbol sea regado por Dios. Ezequiel prevé que la economía escatológica llevará a efecto esa fecundidad del árbol (Ez 47,1-12).

Antes de plantar su cruz portadora del fruto eterno, Cristo denuncia el árbol de Israel, que no ha producido frutos (Mt 3,8-10; 21,18-19).

          Juan hace del mismo Cristo el árbol que produce fruto (Jn 15,1-6) y en el que hay que estar injertado para producir a su vez buen fruto; injertados en el árbol de vida, que es Cristo, podemos producir los "frutos del Espíritu Santo" (Gál 5,5-26; 6,7-8,15-16), es decir, las obras que despiertan en nosotros la presencia de la vida nueva, la pertenencia al Hombre nuevo. Finalmente, el árbol de vida será plantado definitivamente en el Paraíso, rodeado de todos los árboles portadores de frutos para la eternidad (Ap 2,7; 22,1-2,14,19).

          Estos proverbios son máximas sapienciales, que se refieren a la retribución con la que el Señor premia a los justos. El autor, para exponernos su pensamiento, se sirve de la antítesis que nos recuerda las contraposiciones, tan frecuentes en Prov. 10-15, entre sensato e insensato, honrado y malvado, maldición, bendición; muerte, vida; etc.

          Vemos aquí el peculiar concepto de verdad que tiene la Biblia y que difiere notablemente de la verdad abstracta. Dios no es la verdad de una teoría verdadera, sino la verdad misma que existe. Nadie puede vivir de una frase, nadie puede fundar su vida en una verdad abstracta, tampoco puede amarla, ni tiene que morir por ella. En cambio uno puede apoyar su vida en un verdadero amigo, puede amarlo y hasta morir por él. Pero sobre todo puede fundarse en el Dios vivo, en el que no nos falla. Porque Dios es como un río para las raíces de un árbol, o como la roca para los fundamentos de una casa. Adherirse a Dios, a la verdad viva, es creer en él, confiar en él, amarlo sobre todas las cosas.  

          SALMO RESPONSORIAL (Sal 1,1-6): Dichoso el hombre que ha puesto
     su confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos…
 

            La segunda lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios (1 Co 15,12-16.20) tiene el objeto de combatir las doctrinas equivocadas que, sobre la resurrección de los muertos, circulaban entre los corintios. San Pablo rebate con energía esta desviación de los primeros cristianos porque, si así fuera, no solamente la fe de los cristianos se habría malogrado, sino que incluso él mismo sería un impostor y su mensaje un engaño.

          Aunque no conocemos bien las motivaciones profundas y las razones de los que negaban la resurrección de los muertos que predicaba Pablo, parece que se trata, una vez más, de tendencias espiritualistas como las que propugnaban los gnósticos. El desprecio del cuerpo que tenían estos espiritualistas no les permitía creer en la resurrección de la carne. La sorprendente réplica de Pablo sólo se comprende desde la fe en la resurrección de Jesús y en lo que este hecho significa para los creyentes. Porque no se trata sólo de un hecho excepcional y aislado, que concierna únicamente al destino de Jesús de Nazaret, sino de un hecho de salvación universal: Jesús es "el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29), el primer nacido de entre los muertos o el primero que resucita. De ahí que el sentido y la eficacia de su resurrección se ha de manifestar todavía cuando llegue la resurrección de todos los muertos. El que no cree con la esperanza de resucitar no cree ya en la resurrección de Jesús, que es el contenido esencial del Evangelio, y su fe carece de fundamento; lo que constituye el triunfo sobre la muerte radical es la resurrección de Cristo lo que da seguridad sobre la esperanza futura es que Dios resucita a todos los salvados, incluido, como primero el mismo Jesucristo. Si el cristiano no resucita es que tampoco Cristo ha resucitado. Esta es la única vez que Pablo argumenta de este modo. Consuelo para el creyente y seguridad para el que se ha fiado de Dios.

          El problema que trata esta perícopa mira hacia la vida escatológica, superior y total: la vida de la resurrección, la resurrección de los que ya han muerto, puesto que para el hombre helenístico es un problema insoluble; de ahí que,   en las primeras comunidades, fluyen teorías que pretenden subsanar la inseguridad que produce el morir e ignorar qué hay más allá de la muerte. El Apóstol lo dice con energía: la muerte y resurrección de Cristo fundamentan la resurrección de los que han muerto; es posible vivir otro tipo de vida diferente a éste, pero tan real y tan verdadero como éste, pues Dios resucita a los que mueren y porque Cristo fue el primer resucitado de todos; confianza, seguridad y certeza es la herencia del resucitado. Si Cristo ha resucitado, también nosotros hemos de tener la misma resurrección, por el simple hecho de que poseemos su misma naturaleza.
Aduce una razón seria a favor de la resurrección de Cristo y de los hombres; sin la posibilidad de resucitar, esta vida de aquí abajo resulta carente de sentido, sin razón, ininteligible, «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos». Sin la resurrección, la vida del hombre, tal como se vive, no ofrece razón digna de atención por quedar circunscrita únicamente al cumplimiento de funciones fisiológicas de comer y beber.  Si así fuera, hay que reconocer que pierde cualquier valor aquello que hay de más alto y humano en el hombre: la mente, el pensamiento, la inteligencia, es absurdo que el hombre goce de estos dones si la única cosa "racional" que puede hacer no es otra que comer y beber; así, el anuncio de la resurrección representa para Pablo simultáneamente la recuperación y defensa del hombre en la parte más noble y más humana de él mismo. 

            Lectura del santo Evangelio según San Lucas (6,17.20-26), Jesucristo hoy anuncia el Reino de Dios a los más pobres, que ya estaban presentes en el precioso Himno del Magnificat que entonó la Virgen María tras la Visitación: “Ha colmado a los hambrientos y, a los ricos, los despide vacíos”.

          El género literario de las bienaventuranzas es un producto semita. Las S. Escrituras las emplean varias veces: (Sal 1,1-3; 31,1; 41,2; Prov 3,13; 8,34; Eclo 14,1; 28,23, …), “¡Maldito el hombre que confía en el hombre. Bendito el hombre que confía en Yahvé” (Jr 17,5-8). “Dichoso el hombre que se aparta del consejo de los impíos” (Sal 1,1),  lo mismo que los escritos rabínicos.

          Mt y Lc difieren en el número; ordinariamente se admiten ocho en S. Mateo, pero atendiendo a su simple diferenciación literaria, parece que el número es de nueve. Estas nueve “sentencias exclamativas” forman el exordio solemne del sermón de la montaña (Mt 5,3-12) y constituyen una síntesis del mensaje evangélico, como programa de vida cristiana. Al mismo tiempo, se presentan como formas concretas de concebir la felicidad del hombre. Pero, el tercer evangelista expone cuatro: Bienaventurados los pobres, los hambrientos, los que lloran y los desechados y proscritos; en parangón con otras cuatro imprecaciones que se corresponden en sentido negativo: “¿Ay de vosotros los ricos, los hartos, los que ríen y los que gozan de consideración”.

          Las bienaventuranzas, excepto la última que recae  especialmente sobre los discípulos, son para los pobres y los afligidos de este mundo. Lucas, a diferencia de Mateo que trae ocho (Mt 5,3-12), menciona sólo  cuatro; pero añade, en contrapartida, otras cuatro amenazas. San Lucas habla únicamente de los "pobres", de los  "hambrientos", de los que "lloran", sin añadir calificativo alguno, mientras que San Mateo los llama "pobres de espíritu" o los que "tienen hambre y sed de justicia". El texto de  Mateo se refiere a los hombres que se tienen a sí mismos por pobres delante de Dios y lo esperan todo de él, sin confiar en su propia autosuficiencia. Y el texto de Lucas subraya la pobreza como situación objetiva favorable y hasta necesaria, para llegar al reino de Dios; en cambio, las riquezas son un verdadero obstáculo.

          La sociedad actual abocada y sitiada por el relativismo, el hedonismo y el consumismo desecha el espíritu cristiano y, por lo mismo, no quiere saber de la mirada misericordiosa de Dios hacia los pobres, los perseguidos por confesar su nombre y la acerada crítica contra los que ponen su confianza en el dinero. Las Bienaventuranzas la descolocan y la desestabilizan en medio del fragor de una vida en que prevalecen el vacío y los valores mundanos.

          Jesucristo dirige su palabra indicando el comino de salvación y de bienestar. Palabra que va al corazón del hombre, que expresa el amor de Dios por su criatura, que envuelve y estremece invitando a despojarse de la confianza en sí mismo y en las cosas. Se afana el hombre en buscar la felicidad y la alegría. Cristo la ofrece en la práctica del amor; en el Sermón del Monte, define la felicidad, la bienaventuranza. Jesús propone un estilo de vida que llega con el Reino; da un mensaje de esperanza, una palabra de aliento; comunica la verdadera felicidad fundamentada en el desinterés y el amor a la justicia que es la voluntad de Dios. Hay que estar en disposición de acoger la mirada de Dios en Jesucristo, palpar en el alma el Reino de Dios y, sabiéndose amados, desprenderse de todo, para que Dios entre y colme plenamente el ser. Despojados y desprendidos de los afanes mundanos, se alcanzará la felicidad: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”, y el Reino de Dios, es el tesoro escondido por el cual se vende todo y se busca y adquiere. Para tener de verdad a Dios, se han de dejar los ídolos, los dioses falsos: intereses, prestigio, riqueza y poder. El orgullo y el enriquecimiento cierran la disposición y ciegan la visión de la verdad evangélica.

          El texto no hace sino recordarnos algo que los humanos parecemos haber olvidado: que  este mundo no es sólo nuestro, sino también de Dios y que, por tanto, también Dios tiene derecho a hablar. Resulta paradójico que, en el siglo de la conciencia de derecho, le neguemos derecho a Dios. Los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos, que lo son por causa del Hijo del Hombre, son paradójicamente dichosos en su situación porque saben de Dios y de su Palabra. Sólo los que viven como si Dios no existiera y, debido a ello, se enriquecen, nadan en opulencia y risas y hasta son idolatrados, son los que tienen que temer por el silencio paciente de Dios. ¡Ay de ellos! No es una amenaza, es el grito desgarrado de los profetas por la desgracia en la que ya están instalados sin ellos saberlo. Los discípulos de Jesús, los que lo siguen, padecerán por su causa, pero  participarán también de su gloria y de la gloria de los profetas. Lo específico de los  cristianos no es ser pobre o estar con los pobres, no es luchar por la justicia o construir la paz, sino dar testimonio de Cristo.

          El Evangelio es anuncio y denuncia al mismo tiempo, bendición y maldición. No es imparcial, no puede serlo en un mundo dividido por la injusticia. Por eso, Jesús no bendice a unos sin maldecir a los otros; pero la maldición o la amenaza que hace a los ricos y a los autosuficientes es una advertencia severa y una exhortación para que se conviertan, porque si siguen siendo ricos, a pesar de la pobreza de los pobres y a costa de ellos, su  situación es injusta a todas luces y es desesperada en vistas a lo que importa, el reino de  Dios.

          El Evangelio abre al amor, ilumina la fe y lleva al conocimiento del Reino. Las Bienaventuranzas conducen a Jesucristo y a valorar su mensaje.