VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 6, 27-38: Amad a los enemigos, haced el bién

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 26, 2-23; Sal 102, 1-13; 1 Co 15, 45-49; Lc 6, 27-38 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.

Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.

Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros. 

            La primera lectura del Profeta Isaías presenta el último encuentro de David con Saúl. Las relaciones entre estos dos ilustres personajes se nos descubren en 1 Sam. 16-2. David, ungido rey por Samuel, entra al servicio de Saúl; su triunfo sobre el gigante Goliat y su éxito en todas las incursiones militares que se le encomiendan, provocan la celotipia y envidia de Saúl, que intentará eliminarlo. En este capítulo, nos encontramos con otro gesto de caballerosidad y de bien hacer de esta figura casi de leyenda; en 1 Sam 26, David se acerca al campamento donde dormía Saúl, le coge la lanza y desde lejos se la muestra para darle a entender que podía haberle asesinado impunemente y en 1 Sam 24,  entra en la cueva de Engadí donde se había refugiado con sus hombres y, sin que Saúl se dé cuenta, David le corta la orla del manto, que luego le muestra para que vea que lo habría podido matar. Son dos narraciones sobre la institución de la monarquía y del mismo modo dos versiones de la reprobación de Saúl por parte de Samuel. Como contrapunto, el autor nos pone al réprobo y mezquino Saúl, que, instigado por los envidiosos sale en persecución de David y al magnánimo David que, en el último encuentro con Saúl, perdona la vida a Saúl y proclama, contra los que le animan a liquidar al enemigo, que el Ungido del Señor es inviolable. La conclusión de ambos relatos revela su intención teológica; así, en la historia de David, la providencia hace que las contrariedades se conviertan para él en factores de prosperidad; en este caso, el que había salido a matar a David acaba bendiciéndolo: «¡Bendito seas, David, hijo mío!» (26,25). Saúl pide humildemente a David que, cuando él haya muerto, no extermine a su familia, cosa que David tiene la generosidad de hacer (24, 21-23- cf. 20,12-17.41-42; 23,15-18). Una vez más, como en la amistad y en el amor, los buenos sentimientos de David resultan a la larga la mejor política.

La Biblia, Historia de la salvación, conserva estas anécdotas pertenecientes a caudillos con sentimientos caballerescos, porque apuntan ya al verdadero perdón y amor. Véase que Dios no está tan solo presente allí donde hay virtud cumplida y amor perfecto; se encuentra también donde hay cimientos de amor y preámbulos de fe. La actitud del biógrafo de David es muy benévola; descubre en su héroe una actitud que Dios puede transfigurar y llevar a la perfección. Por eso ve en la actitud caballeresca de David un llamamiento al respeto de los demás en cuanto imágenes de Dios. En este sentido, el acto de David pertenece realmente a la historia de la salvación porque encaminará sus pasos  hacia su cumplimiento.

La simpatía que el cronista antiguo siente por ese guerrillero que era entonces David coincide con la que algunos han sentido y sienten hacia guerrilleros modernos; las situaciones vividas por estos héroes y guerrilleros son ciertamente ambiguas, pero señalan solicitud y condescendencia al otro. Conservar las manos limpias, respetar a la persona, aunque sea la del enemigo, dar la vida por algo más grande que uno mismo, cuando otros sufren a su alrededor, son acciones que bien pueden considerarse como auténticas cimentaciones del Reino, dignas de un respeto profundo. Es el precio que pagó David para merecer elaborar algún día un esbozo del Reino de Dios.  

El SALMO RESPONSORIAL (Sal 102,1-13) clama: El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.
 

La segunda lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios (1 Co 15,45-49) tiene el objeto de explicar en qué consistirá la resurrección corporal. Destaca especialmente, no con teorías físico-químicas, sino con imágenes y metáforas, que, el hombre que vive ahora en este mundo será el mismo que va a vivir en la vida glorificada, pero habrá también una gran diferencia entre lo que es ahora y los que será después: la diferencia que va de la corrupción a la incorruptibilidad, de la vileza a la gloria, de la debilidad al vigor. La diferencia, en resumen, entre los "hombres terrenos" y los "hombres celestiales".

En el texto de hoy, como explicación final de la diferencia entre los dos tipos de hombre, presenta la conocida contraposición entre Adán y Cristo. Igual que Adán, de modo simbólico, es modelo y causa de la existencia humana, así también lo será Cristo, que es el segundo Adán, algo que también dice en el capítulo 5 de Romanos. Igual que Cristo supera infinitamente a Adán, la vida que El proporciona es también del todo superior a la mera existencia humana; es preciso creer en esa transformación que nos espera, y ya ha comenzado; seremos y somos, como El es, del mismo modo que El se hizo igual a nosotros.

El modelo del "hombre celeste", que no sabemos cómo será, es el cuerpo resucitado de Jesucristo, el "segundo hombre". A partir de la imagen de Gen 2,7, en la que se dice Dios puso en Adán el aliento de la vida y a partir de este aliento nació la vida natural, Pablo presenta la resurrección de Jesucristo como el momento en que él recibió también el aliento de la vida, pero de una vida distinta, que da origen a la vida nueva de los hombres mediante la donación del Espíritu Santo. La tesis paulina de este capítulo es que lo que le ha ocurrido ya a Cristo en su Resurrección le ocurre y ocurrirá también a los creyentes; aquí expone un tanto cómo y porqué es posible eso. La unión y dependencia de unos hombres de otros, especialmente de los que se consideran cabeza de grupo, es algo evidente para él, y un rasgo de vinculación interhumana.

La resurrección de los muertos no será una reanimación general de cadáveres; será un salto hacia adelante, a una nueva condición; una cosa es lo que sembramos y otra lo que recogemos: el cuerpo natural, que tenemos en esta vida, comparado con el que tendremos, es tan distinto como la semilla lo es del fruto. En la resurrección, se manifiesta una corporeidad totalmente nueva, que no está hecha de átomos, partículas y moléculas, sino que trasciende el actual orden cósmico visible; no olvidemos que lo visible no constituye la única dimensión de la realidad.

Ciertamente el hombre resucita con Jesucristo, mediante la donación del Espíritu Santo.   

            Lectura del santo Evangelio según San Lucas (6,17.20-26), Jesucristo nos exhorta este domingo a una de las exigencias más propias del cristianismo: el amor. El cristiano debe ser reconocible por el amor. Jesús no concibe este amor como un sentimiento, sino como una actuación. Por el amor, Dios reconoce al hombre como hijo suyo y el hombre se reconoce hijo de Dios. Este es el premio del que habla Jesús: experimentar a Dios como Padre. Jesús sitúa al hombre en una relación nueva con Dios: relación hijo-padre. Sólo así adquiere sentido toda la nueva noticia que Jesús ha proclamado. El amor del que habla Jesús no es un simple sentimiento humanitario; tiene una raíz existencial: la realidad del Padre. Sólo así tiene sentido que pueda amar yo al de al lado: es que resulta que es hermano mío. Sólo a un hermano se le comprende, se le acepta, no se le condena, se le da, se le perdona.

Tras las Bienaventuranzas, hoy nos insta a más: “Yo os digo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”; porque, amar al que ya nos ama, no tiene mérito alguno, eso también lo hacen los pecadores. Jesús pide, en el Mandamiento Nuevo, el amor entre nosotros, y más aún, a los enemigos, que significa la extensión universal del amor, de la paz y la justicia. Por eso, dice Isaías: “Recta es la senda del justo, el recto camino del justo tú allanas” (Is 26,7), porque el camino de virtud que propone Jesucristo no es nunca por lo fácil. El cristiano ha de ir por la senda de la rectitud, de la entrega en el retorcimiento de sí mismo, para implantar las exigencias justas. Exhorta a doblegarse por un camino difícil, pero no imposible, pues, Dios allana las dificultades, “venid a mí los que estéis cansados, que yo os aliviaré”. El Salmo 102 revela el rostro de un Dios que lleno de ternura por sus fieles, actúa como un padre tierno con sus hijos.

          El egoísmo humano tan acendrado impide emprender esta vía de desprendimiento. Muchas circunstancias de la vida nos impulsan a los sentimientos de ira. Queremos y tendemos a responder con la violencia a las injusticias, a la opresión, la rapiña, la agresión, la pobreza; al ser agredidos y pisoteados en nuestros derechos, nos arrastra el impulso a la fuerza y a la imposición; pero, “la ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere” (St. 1,20). La comunión de amor y de vida con Jesús lleva a despojarse del yo y del mundo exterior, a extirpar el amor propio, la soberbia, la venganza, el resentimiento, presentes en innumerables justificaciones objetivas o subjetivas, pero que han hecho daño y hay que reprimir.

Jesucristo, avanzando una doctrina totalmente inaudita, preceptúa expresamente amar a los enemigos, en un ambiente popular avezado a proferir maldiciones contra sus opresores y hostiga­dores (cf. los Himnos de Qumrán). En ello, se recoge la Nueva a Ley del Rei­no de los cielos (Mt 5,21-48). Al exigir el amor a los enemigos, Jesús se enfrenta con la praxis dominante y expresa la forma de obrar del Padre Celestial, que hace brillar el sol sobre malos y buenos y envía la lluvia sobre justos y pecadores; que no excluye a nadie y llena y abraza a todos con su amor (Lc 6,27-35). El Maestro de Nazaret soporta las afrentas, no devuelve nunca los insultos recibidos, no amenaza a nadie en su pasión (1 Pe 2,21ss), y, desde la cruz, suplica al Padre por sus verdugos e implora para ellos el perdón (Lc 23,34). El primer mártir cristiano, el diácono Esteban, a imitación del Señor, ruega por los que lo lapidan y asesinan (He 7,59s).

          Es una de las enseñanzas más novedosas y revolucionarias del Evangelio, por la motivación que da al alcance del amor cristiano. El amor que Jesús viene a enseñar es inmenso, insondable. Es un amor de entrega total: "El que ama su vida la perderá" (Jn 12,25). El amor al prójimo llega hasta amar a "vuestros enemigos" y amar a todos los hombres, con verdadera amplitud; perdonar las ofensas y orar por los atacantes. Amor sin límite ni fronteras, expresión del amor de Dios que es universal; la bondad infinita es esencial a Dios, que se desborda sobre todos, buenos y malos. El cristiano tiene que imitar y manifestar, con su conducta, el amor indistinto y universal de Dios, norma de toda perfección. El discípulo debe amar como ama el Padre del cielo. Este será su signo distintivo y el título de filiación de hijos de Dios. Sólo el amor y la no-violencia vencen al opresor. Amor sin medida, incondicional a todos y respetuoso con los demás; si este amor manase del corazón de los cristianos, como un río que se desborda a diario, en el común de nuestro vivir, transformaríamos este frío mundo. Tenía que ser nuestro distintivo habitual, ¡”mirad cómo se aman”!, la señal corriente del cristiano. Para Cristo, el modelo de conducta es el Padre, con su amor infinitamente generoso y compasivo: Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre Celestial (Mt 5,43-48)."Amad al extranjero, porque extranjeros fuisteis" (Dt 10,19).

Pocos textos como éste sintetizan tan bien la aportación de Jesús. La designación misma empleada es ya significativa, pues da razón del Dios que Jesús revela y de la vinculación de los humanos con El. Jesús propone su modelo en la propia actuación del Padre y es para hijos, es filial en su origen y fraterna en su actuación. La vida cristiana es necesariamente una imitación del comportamiento de Dios: el cristiano obra "como" Dios.