III Domingo de Cuaresma, Ciclo C
San Lucas 13,1-9: No da fruto, córtarla

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Ex 3,1-8.13-15; Sal 102,1-11; 1Co 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9 

 

En aquel tiempo, se presentaron unos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.           

La primera lectura del libro del Éxodo narra la vocación de Moisés. Dios le dijo: «"Soy el que soy"; esto dirás a los israelitas: "'Yo-soy' me envía a vosotros"».

            Hay en el relato cuatro puntos: Manifestación de Dios en el monte santo a Moisés; Moisés encargado de llevar a los oprimidos la noticia de su liberación; revelación del nombre divino Yahveh y un adelanto del proceso de la actuación de Moisés.

Huyendo de la venganza del Faraón, Moisés se halla en el desierto del Sinaí, en la tribu de Madián, donde se casa y recibe una formación religiosa y jurídica conforme a las tradiciones de los nómadas. Esta experiencia debió de ser particularmente interesante para Moisés, que enriquecía así su formación jurídica y administrativa egipcia con las tradicionales y la vida nómada que habría de compartir con su pueblo.

La manifestación de Dios a Moisés, que pastorea en el monte, es en forma de fuego, un fuego que no se extingue y desde el que Dios habla. Es el recurso preferido del yahvista para presentar una teofanía (Gén 15,17; Ex 19,18). El encuentro allí con Dios hace que Moisés caiga en la cuenta del carácter sagrado del lugar; tenemos aquí la etiología de un santuario, es el Sinai-Horeb, semejante a la de los santuarios patriarcales. Es una experiencia religiosa particularmente decisiva. Moisés medita sobre estos acontecimientos misteriosos y esta experiencia mística le lleva a comprender que el Dios de sus antepasados es también el Dios de la promesa. La profundización del contenido de esa promesa permite a Moisés abrir los ojos respecto a la desgraciada situación de los hebreos en Egipto y le hace comprender que esa situación no puede eternizarse sin que Yahvé quede por mentiroso. De todo eso llega Moisés a una conclusión: Yahvé no tardará ya en venir en ayuda de los hijos de aquellos a quienes ha prometido una tierra y una descendencia numerosa. El encuentro entre Moisés y Dios es real. Pero Dios está menos en la zarza ardiente que en el corazón de Moisés, que busca un significado a los sucesos presentes. 

Pero un enviado no tiene probabilidad alguna de ser bien recibido si no dice en nombre de quién cumple su misión; Moisés revelará a sus hermanos el nombre de Yhwh-Yahvé El texto da una etimología nueva de la palabra "Yahvé": "Yo soy el que soy". Yahveh deriva de la raíz hayah, ser, en su forma verbal de imperfecto. A tenor de ello interpreta: "Seré el que seré" o puesto en presente. "Yo soy el que soy". No se trata de una definición metafísica de la naturaleza de Dios, sino de una afirmación de doble vertiente: una vertiente evasiva en primer lugar (como cuando decimos en castellano: "hay que hacer lo que hay que hacer"): Dios, de todas formas, está por encima de todo nombre y no puede ser aferrado, y también una vertiente histórica: podría traducirse, en efecto, con mayor exactitud: "seré el que seré", que vendría a decir: me conoceréis en lo que haré por vosotros: "es la historia la que me desvelará". Así, pues, el nombre de Dios salvaguarda su misterio y su trascendencia y descubre al mismo tiempo su inmanencia a la historia y a la misión del patriarca. El hombre actual apenas si ha progresado sobre Moisés cuando quiere nombrar a Dios. Posiblemente experimenta con más fuerza la vanidad de los esfuerzos del mundo y de la metafísica para dar a Dios un nombre válido.

La vocación y la misión de Moisés constituyen el verdadero centro del capítulo; son la legitimación de Moisés como mediador de una liberación que es salvación de Dios. Moisés es como un profeta que escucha el propósito de Dios y lleva como mensajero su noticia al pueblo oprimido y al pueblo opresor; el mismo se retrae y se confiesa radicalmente incapaz de esa empresa. Ello fuerza la aclaración de que Dios estará con él y de que será él quien realice esa obra. Si por momentos parece que se atribuye a Moisés el papel de "sacar", es que se le considera como la encarnación de la fuerza de Dios, que ha comenzado por sacarlo a él primero; todo el relato del éxodo afirma una sola cosa: Dios libró a su pueblo de la servidumbre en Egipto. Dios es, en efecto, según el relato proclama, quien ve la opresión, quien escucha el clamor, quien se comprometió con este pueblo en sus padres, quien desciende y quien salva. La promesa a los padres es el fundamento de esta obra. 

El Salmo responsorial nos habla de la bondad paternal de Dios: “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios…

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles” (102,1-11). 

            Segunda lectura de la carta de San Pablo a los Corintios: “Nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo”.

Esta perícopa es un texto característico de interpretación tipológica del AT; ello se debe a una determinada comprensión de la historia de salvación, en que la continuidad de la acción salvífica de Dios permite establecer una relación entre los tiempos de la antigua alianza y los de la nueva. La interpretación del Apóstol engloba la historicidad de los hechos antiguos y también la realidad salvífica que significaron para el pueblo de Israel.

San Pablo aborda aquí la cuestión de la licitud o no, para los cristianos de comer carne sacrificada a los ídolos. La palabra "sacrificar" habla de unos tiempos en los que toda carne para el consumo humano había sido antes sacrificada a los dioses; esto planteaba un problema de conciencia para los primeros cristianos ya que entendían que comer carne sacrificada a los ídolos era tanto como participar en el culto pagano. Pablo les da una solución fundándose en la libertad de los hijos de Dios, pero con la advertencia de que los cristianos deben evitar una participación expresa en las orgías y en los cultos paganos. Les dice que pueden comer de toda carne vendida en los mercados públicos, pero que la participación en la cena del Señor es incompatible con la participación en una comida expresamente sacrificial pagana. Pablo amonesta a los Corintios para que no se dejen llevar por las costumbres paganas del ambiente en que viven, y les recuerda lo que sucedió en otro tiempo a los israelitas que prevaricaron en el desierto y adoraron al becerro de oro. Pablo quiere que los cristianos escarmienten en cabeza ajena, que el nuevo Israel no se olvide nunca del castigo que sobrevino contra el viejo Israel.

Es evidente que Pablo establece un paralelismo entre las manifestaciones salvíficas de Dios en Israel y los sacramentos cristianos: bautismo y eucaristía; estos signos de la nueva época son presencia salvífica de Dios a través de Cristo. La salvación de Dios está presente y es real en toda la historia, en aquel tiempo como figura e imagen, en otro como plenitud y realidad. Pablo ve en los castigos que sobrevinieron a Israel por sus pecados una amenaza ejemplar a la Iglesia y una advertencia de los castigos que le pueden llegar, si se deja contaminar de la idolatría ambiental.

San Pablo está convencido de la unidad fundamental de las líneas de acción de Dios en su comunicación con el hombre. De ahí que los sucesos pasados sean lección, "tipo", para nosotros, a fin de que aprendamos de lo ya sucedido. La adhesión al cristianismo, a la Iglesia, no es suficiente, si no hay una entrega total, interna y externa coherente; y esto sirve tanto ayer como hoy; el seguimiento de Cristo no admite componendas. 

En la Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (13,1-9), Jesucristo exhorta: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Si no os convertís, todos pereceréis”. El verbo convertir procede del latino cum–verto, que etimológicamente significa rodear y volverse, dar la vuelta. Este es el sentido con que lo usa el Señor; hay que detenerse y retroceder dejando el camino del pecado, hay que volver los ojos hacia la rectitud; dejar el hombre viejo, que dice el Apóstol, y revestirse del hombre nuevo, que es el que sabe oír la Buena Nueva que trae Jesús y, revistiéndose de ella, imponiéndola como norte de su vida, andar por la vida inundando el mundo de paz, justicia y amor.

En la importantísima conversación teológica que mantiene con Nicodemo, Cristo le asegura que “el que no nace de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios” (3,3.5); ante las dudas que le plantea su interlocutor, le contesta que la cuestión consiste en renacer, no de la carne, sino de “agua y de Espíritu”, del “agua viva que yo le daré y que fluirá en su interior como un manantial que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14); y de la fe que, con el agua del Bautismo, el Espíritu Santo deposita, como don y gracia, en el alma del cristiano, que, convertido, deja el mundo y sus halagos, para andar por el camino estrecho y difícil: “Toma tu cruz, y sígueme”, “ve y vende todo lo que tienes, y ven y sígueme”, pero glorioso y cierto, porque conduce al Reino, a la vida eterna.

                Este evangelio nos reconcilia con el Dios de la misericordia y de la paciencia; al interpretar Jesús esos hechos recientes de muertes violentas y desgracias, enseña claramente que no son castigos, que Dios no entra en ese juego, como dirá cuando le pregunten sobre el pecado del ciego de nacimiento. Que nadie juzgue al otro; que nos juzguemos a nosotros mismos. No acabamos de convencernos de que Dios no castiga, que Dios no quiere la muerte, que todo sucede según las leyes naturales, para malos y buenos. Es casi blasfemo decir, cuando alguien muere prematuramente: «Dios lo ha querido», «Dios se lo ha llevado». ¿Tanta prisa tiene Dios, con toda una eternidad por delante? ¿Lo necesitaba Dios más que sus hijos o sus padres? La diferencia entre los buenos y los malos no está en que se sufra más o menos, sino en la manera de sufrirlo; el Dios de la paciencia; Dios no castiga, sino que espera, como el agricultor el fruto; una paciencia infinita, un año y otro... y otro.

          Por el comentario de Jesús se deduce que lo que a Lucas le interesa es la lectura religiosa del hecho; existía entonces, en efecto, la creencia generalizada de que determinadas desgracias personales eran consecuencia de un pecado precedente; por ello, Jesús afirma que esos galileos no son más pecadores que los otros, para añadir: “Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo”. Esto último es lo que a Jesús le interesa, el problema no está en los muertos; el problema está en los vivos, que creen  que el asunto no les atañe.

El texto concluye con la parábola gráfica de la higuera que no da fruto, pero que no se arranca en la confianza de que lo dará. La parábola desempeña un doble papel, crítico y esperanzador; a su vez, ilumina el sentido de la conversión, que no es sólo ruptura con algo mal hecho, sino también realización de algo nuevo y diferente. La parábola refuerza la advertencia sobre la conversión; los galileos y los de la torre, no murieron porque fueran más pecadores que los demás; toda muerte repentina nos interpela, tenemos un tiempo para nuestra vida y debemos aprovecharlo. La llamada de Jesús es la última oportunidad que se nos da; como en la parábola, a la higuera se le da un año, para que produzca.

La cuaresma es tiempo de conversión. Vender todo lo que se tiene, significa retrotraerse de las cosas materiales, renunciar a los reclamos mundanales, huir del consumismo, desechar los placeres vanos, domeñar los egoísmos imperantes, la nociva agresividad a flor de piel y la violencia y retomar los pasos del bien fructífero; pues, el sarmiento que no está unido a Jesucristo, se seca, no da fruto y se le arroja (Jn 15,6). Como la higuera que no daba fruto, se mandó cortar. Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto" (Lc 13,8). El cristiano ha de cavar y abonar su alma con la palabra de Cristo, para obtener una buena cosecha de amor a Dios y al prójimo e inundar todo su entorno de los frutos de paz y de justicia, porque “el que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto; sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5).           

          Es la vida orientada hacia el Padre Dios, Abbá, pues los hombres viven como hijos suyos y se aman unos a otros como hermanos, con la confianza de hijos que nada esperan de sí, sino de Dios, pues "todo es posible para el que cree" (Mc 9,23).