IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C:
San Lucas 15,1-3.11-32:
Dios es amor, es Padre y Madre

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Jos 5,9-12; Sal 33, 2-7; 2Co 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32 

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: Ese acoge a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame, la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna, viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a casa de mi Padre y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros»

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo…. este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. 

La primera lectura del libro de Josué narra que los israelitas, ya acampados en la tierra prometida, celebran la Pascua. En aquellos días, el Señor dijo a Josué:”Hoy os he despojado del oprobio de Egipto”.  

Esta perícopa, de tipo cultual o litúrgico, describe el paso del Jordán; la finalidad de este relato es darnos un paralelismo con el paso del Mar Rojo al comienzo del Éxodo, haciéndonos comprender la entrada en la tierra prometida como un acto de culto y de fe en la fidelidad de Yahvé, que les daba la tierra. El vocabulario es muy parecido al que se emplea en la descripción del paso del Mar Rojo; en ese paralelismo se nos muestra la potencia salvadora de Dios en favor de su pueblo y la continuidad de la protección de Yahvé. Terminado su peregrinar por el desierto, el pueblo de Dios, está dispuesto a conquistar la tierra prometida y repartirla entre las tribus. Josué es el elegido por Dios para llevar a cabo esta doble tarea, que no fue fácil ni fulgurante; este libro es una profesión de fe.

Los israelitas han empezado a vivir otros tiempos y una crisis que durará hasta el rey David: de pueblo nómada han de pasar a campesinos, habrán de adaptarse e inventar una religión adecuada. La presencia del arca delante del pueblo, símbolo de la presencia de Dios, nos muestra cómo el Señor guía a su pueblo. Han llegado a la tierra prometida y, al acampar, los israelitas, como lo hicieron durante el Éxodo, ahora, celebran la fiesta de la Pascua, que cierra y conmemora la salvación de Yahvé en los días del desierto desde Egipto a Palestina. Se cierra también el paréntesis del maná; ahora cambia el estilo de vida: los frutos de la tierra serán en adelante la riqueza y el alimento del pueblo en la patria que Dios les ha dado.

El paso del Jordán es importante para la fe del AT, y a su vez, para la teología del NT y para los Padres de la Iglesia, quienes consideran el bautismo de Jesús en el Jordán el gran paso de la pascua definitiva, realizada por Cristo, representante del nuevo pueblo de Dios, que lo hace llegar a la tierra prometida de la gloria. El desierto representa para nosotros esta vida, con sus problemas, dudas, debilidades y esperanzas; el Jordán es el paso pascual de la muerte y de la resurrección del creyente incorporado a Cristo, y la tierra prometida es nuestra última meta: la gloria y la felicidad eternas. Vemos, pues, una vez más la íntima correlación del AT con el Nuevo; es una figura de la nueva realidad que tendrá su cumplimiento en Cristo, en su obra y su predicación. la entrada en la tierra constituía una nueva etapa y muy importante. Esta importancia está subrayada por la celebración del rito de la circuncisión y de la fiesta de la pascua en las puertas mismas de la tierra prometida. La circuncisión y la pascua son la versión litúrgica del paso del Jordán. Al no estar circuncidados, los israelitas parecían continuar en estado de paganía, en la esfera de la antigua esclavitud; o sea, seguía pesando sobre ellos un "oprobio" similar al de los egipcios, los cuales eran considerados por el autor como incircuncisos. La circuncisión daba carta de ciudadanía dentro del pueblo elegido, con todos los privilegios que esta pertenencia llevaba consigo.

La promesa de la tierra se ha empezado a cumplir. Se abre una nueva página.

Lo mismo que la liberación de la esclavitud egipcia era presagio y garantía de la futura redención llevada a cabo por el Mesías, así también la entrada y la posesión de la tierra presagia y simboliza la entrada en la patria definitiva. A ella se refiere la bienaventuranza que dice: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra" (Mt 5,4). 

El Salmo responsorial invita a gozarse en Dios: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. “Bendigo al Señor en todo momento, mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren”.  Sal 33,2-7 

En la Segunda lectura, San Pablo enseña a los Corintios que Dios nos reconcilió, por medio de Cristo: “Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo… Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados… Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios” (2 Co 5, 17-21).

Esta perícopa se sitúa en el ministerio de la reconciliación, es un modo de describir los efectos de la obra de Cristo. “Reconciliación" es una imagen que significa que Dios y el hombre se han encontrado, como dos personas que se abrazan y renuevan una amistad maltrecha; se han borrado las barreras que dividen a los hombres y los clasifican; el que está en Cristo es una criatura nueva (cf. Gál 3,28 y Ef 2,14-16); es un hombre nuevo que deja los deseos humanos y se entrega al Espíritu que ahora lo guía (Gál 5,14-16). Ser cristiano consiste en participar en la obra de la reconciliación universal, que supone tanto denunciar las injusticias y pecados, como tratar de superarlos de forma colectiva, con espíritu de valentía, amor y sacrificio.

Al hablar de expiación por los pecados; el original paulino dice: "A quien no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros a fin de que fuésemos justicia de Dios en El". Significa la participación integral de Cristo en la condición humana, en el pecado y la muerte, su consecuencia, aunque no fuera pecador personal; este mundo injusto y roto le afecta en su ser personal humano asumido por amor a los hombres. Aunque, en última instancia, todo esto viene de Dios, que es el que realiza en Cristo la obra de la redención y "reconcilia al mundo consigo sin pedirle cuentas de sus pecados". Dios salva por propia iniciativa, salta el abismo que habíamos interpuesto con nuestros pecados. Al morir Cristo por todos y en lugar de todos, es como si todos hubieran muerto en Cristo. Ahora que paga con su sangre nuestro rescate, todos somos de Cristo. Se acabó lo antiguo. Los que creen en Cristo y saben que ahora le pertenecen experimentan en sí mismos la fuerza de la resurrección, la nueva vida. Son criatura nueva. El principio de esta segunda creación, el principio de esta nueva vida, es Cristo resucitado.

Cristo es nuestra paz. El se hizo responsable de nuestros pecados, cargó con ellos y los clavó en la cruz. Tarea nuestra es actualizar esta reconciliación de Cristo, seguir anunciando la paz y trabajar por ella. Reconciliar unos hombres con otros, unos pueblos con otros y todos, el mundo entero, con Dios, es tarea difícil, pero a la vez gratificante. Sigue siendo necesaria la cruz, la de Cristo y la nuestra, extender bien los brazos para abrazar al mundo.

Hay que derribar primero muchos muros de incomprensión, odios y resentimientos, injusticias y opresiones... Pero todo es viejo y «lo antiguo ya ha pasado». En Cristo ya ha empezado algo «nuevo». 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas (15,1-3.11-32). El evangelio, nos trae hoy una de las páginas más hermosas de la Biblia y de la Literatura Universal. Es, por su factura sencilla y exquisita, un texto subyugante y, en su profundidad teológica, expresión sintética del mensaje de Jesucristo. Ya lo dice San Juan: “Deus charitas est” (1 Jn 4,8). La parábola del Hijo Pródigo entra en la esencia de la Divinidad: “Dios es amor, el amor es de Dios y el que ama ha conocido a Dios”.

          Jesucristo muestra con esta parábola la misericordia, la bondad, la ternura siempre dispuesta y expectante de entrega y abrazo de Dios, Padre, hacia el hijo que vuelve arrepentido. El padre siempre acoge con amor, aunque tenga que imponer en algún caso su autoridad, pero, inmediatamente, abraza, perdona y protege; la madre atenta, escucha, llora la ausencia y recubre de dulzura el rostro del hijo. Esta es la imagen de Dios. Dios es amor, porque es Padre y Madre. Todas esas prerrogativas de la paternidad y de la maternidad, están refundidas en la afirmación teológica de San Juan: Dios es amor.

          Esta parábola, haciendo alusión a Jeremías, es el texto del Antiguo Testamento que mejor describe la Nueva Alianza (Jer. 31,31-34). Las motivaciones del arrepentimiento del hijo menor no son particularmente puras y la conversión se produce por la presión de sus necesidades vitales, lo que al menos tiene la ventaja de subrayar la magnitud de la gratuidad del perdón paterno. Pero, en el momento en que ese amor alcanza su culminación entra en escena el hermano mayor. Jeremías 31 termina con la descripción de la reconciliación de Efraim y de Judá, dos tribus que estaban interesadas por la misma alianza y la misma abundancia. En la parábola, el padre de familia no tendrá la alegría de reconciliar a sus dos hijos en torno a su amor, en el banquete de la abundancia: el mayor, roído por la envidia, rechaza esa unión con el pecador de la misma forma que los escribas y los fariseos (Lc 15,1-3). El hermano mayor se comporta además con el mismo orgullo que el fariseo en el Templo (Lc 18,10-12), con el mismo desprecio hacia el otro y la oración del hijo menor se parece a la del publicano (cf. Lc. 18,13). Por tanto, esta parábola como aquella, trata de justificar la benevolente acogida que Cristo dispensa a todos los hombres, incluso a los pecadores.

Los dos hijos son pecadores: así es la condición humana. Pero uno lo sabe y monta su actitud en función de ese conocimiento; el otro se niega a reconocerlo y no modifica en nada su conducta. Dios viene para el uno y para el otro; en segundo plano, el mayor aprende que no será amado por su Padre si, a su vez, no recibe al hermano pecador; el padre amoroso espera que no se le limite en su misericordia. No es él quien excluye al mayor, sino que es él, quien se excluye a sí mismo, porque no ama a su hermano (cf. 1Jn 4,20-21). Así, el amor gratuito de Dios elabora una nueva alianza que incita a la conversión y se sella en el banquete eucarístico, alianza en la que el derecho de primogenitura antiguo queda eliminado, porque el amor de Dios se abre a todos. Lucas no ha montado ninguna situación especial sino algo que sucedía a diario: mientras los pecadores públicos y todos aquellos que no eran buenos a juicio de los fariseos y según la religiosidad oficial, se acercaban a Jesús, lo escuchaban y se convertían al Evangelio, los santones y maestros de Israel se dedicaban a expiarlo y criticar su conducta. Pero Jesús, acogiendo a los pecadores, estaba manifestando el amor de Dios y su perdón misericordioso. La parábola del "hijo pródigo" es una réplica de Jesús a la murmuración de los fariseos.

El hijo arrepentido piensa: “Me pondré en camino, a casa de mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo’”. Y ante la respuesta de rechazo e incomprensión del hermano, que se mantuvo fiel al padre, que no había marchado ni pecado, el padre roto de emoción y cariño por los dos, dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado".

          Dios, que concedió al hombre la libertad, no lo coacciona nunca. El pequeño quiso ser libre y el padre lo permitió. El mayor se quedó y el padre lo tuvo y gozó de su presencia, tú siempre estás conmigo y yo soy feliz con ello. El padre actúa como el mar, se va retirando y se va acercando, dejando que los hijos sean ellos mismos. La inflexión está en la misericordia y en la conversión que lo movió a volver a Padre, aunque la decisión la haya tomado por el interés, por la necesidad. Pero eso no es inmoral, buscar nuestro propio bien es parte de nuestro ser. Santo Tomás dice que "a Dios le ofendemos cuando obramos contra nuestro propio bien". Dios siempre nos está esperando, incluso antes de la conversión. Espera con los brazos abiertos, para abrazar con amor, con gozo y perdón.