V Domingo de Cuaresma, Ciclo C:
San Juan 8,1-11:
Yo tampoco te condeno

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 43,16-21; Sal 125, 1-5; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les enseñaba.

Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.

Y quedó solo Jesús y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: Ninguno, Señor. Jesús dijo: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.         

          Isaías, en la primera lectura, dice: “Mirad que realizo algo nuevo y apagaré la sed de mi pueblo” (43,16-21). 

El presente texto pertenece al “Libro de la Consolación” del Deutero-lsaías, un profeta consolador que anuncia mensajes de liberación y consuelo, un profeta atento a los signos de los tiempos; esos signos anuncian la liberación de los desterrados, pero que no vendrá de Ciro el persa, sino del Dios del éxodo y de los manantiales; el Dios capaz de sacar agua de la roca y hacer ríos en el desierto. Así que vale la pena recordar y mirar al pasado. El profeta hace una relectura de las antiguas tradiciones del pueblo referentes al Éxodo y en virtud de la confianza que emana de su fe, proclama una nueva salvación.

El pueblo está en crisis. Dios, aparentemente, los ha abandonado. Israel era en este momento un pueblo de exiliados, vilipendiado y subyugado por sus enemigos, que se burlaban del nombre de Yahvé. El fin de Babilonia se acercaba, Ciro venía sobre ella portando el desquite de Israel; Ciro lo salvará, como enviado de Yavhé, igual que, en otro tiempo, a la salida de Egipto, anegó en el mar Rojo a los perseguidores de Israel y le abrió un camino hacia la tierra de promisión, así también ahora destruirá Yavhé a los enemigos del pueblo y abrirá un camino para retornar a Palestina. La salvación ya está llegando. El profeta invita a los exiliados a ver lo que sucede y a interpretar los signos de su propia liberación. Será como un segundo éxodo y es bueno no olvidarse del primero para cobrar aliento y confianza en el poder de Yahvé. Pero ahora también será algo distinto y hasta sorprendente, algo nuevo, algo que hará olvidar las antiguas hazañas de Yahvé: "No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que yo realizo algo nuevo". Si en el primer éxodo abrió Yahvé caminos en el mar, en este segundo hará brotar ríos por el desierto y transformará una situación de muerte en otra situación de vida (cf. Is 41,18-19; 35,6-7).

El autor introduce un rasgo poético para expresar el cambio que se anuncia en la historia de Israel: hasta las fieras del desierto se alegrarán por el agua, también ellas recibirán de Dios la comida y la bebida abundante (cf. Sal 104,21). El tema del Éxodo aparece en el trasfondo del oráculo profético, pero transformado. El paso del Mar se convierte en la travesía del desierto. El Mar convertido en tierra seca es sustituido por el desierto convertido en ríos de agua. El agua de la Roca, del primitivo Éxodo, se convierte en el símbolo fundamental de la nueva salvación: del yermo manarán ríos que apagarán la sed del pueblo desesperanzado. Israel siempre ha recordado y meditado su pasado; y este recuerdo de la liberación ha hecho posible que el pueblo israelita saque fuerzas para poder hacer frente a los duros y frecuentes ataques en que se ha visto envuelto a lo largo de los siglos. El recuerdo agradecido del primer éxodo hace renacer las esperanzas de los oprimidos por Babel y por los otros pueblos.

La expresión "mirad que realizo algo nuevo" se dirige también a nosotros. El Éxodo es una realidad dinámica y siempre presente. Es peligroso quedarse anclado en el pasado, "Un pueblo sin pasado es un pueblo sin identidad"; el futuro no se construye aniquilando el pasado, porque nos pueda resultar irritante u ofensivo sino asumiendo su lado positivo y eliminando su parte negativa. La palabra de Isaías II y la actitud de Jesús siguen resonando en nuestro ciego y sordo mundo, sin percatarse de que algo nuevo también está brotando entre nosotros 

El Salmo responsorial: “El Señor cambió la suerte de Sión. Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cánticos” (Sal 126, 4-5). Oráculo del Señor: Ahora, convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso (Jl 2,12-13).         

San Pablo, en la segunda lectura, explica a los Filipenses: “Por Cristo lo perdí todo, muriendo su misma muerte. Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Flp 3, 8-14)

A Filipos, en el norte de Grecia, habían comenzado a llegar cristianos judaizantes, apodados «los perros», «los malhechores», que perturbaban la paz. Pablo entra en polémica contra los que él denomina "enemigos de la cruz". Posiblemente esgrimían títulos de apostolado para justificar su predicación. Pablo adopta una actitud apologética respecto a su propia persona. Flp 3,1-6 contiene los títulos con los que Pablo se justifica frente a sus adversarios: hebreo, circuncidado, fariseo, perseguidor de la Iglesia, irreprensible en la observancia de la Ley, pero, todo ello lo estima pérdida por Cristo.

El texto de esta carta nos va situando de manera progresiva frente a una cuestión radical sobre la comprensión cristiana de uno mismo y de su entorno. Contra los judaizantes, San Pablo argumenta que la circuncisión que vale no es la mutilación corporal, sino la de verdad, la auténtica, que la hacen sólo aquellos que dan culto a Dios según el Espíritu y se glorían en Cristo Jesús, sin confiar en absoluto en la carne. La vida cristiana estriba en conocer a Cristo, ganar a Cristo, existir en Cristo, comulgar en sus padecimientos, morir su muerte, conocer y participar la fuerza de su resurrección; el mismo Pablo se propone como ejemplo: él fue alcanzado por Cristo cuando corría en otra dirección; ahora es él quien pretende alcanzar a Cristo, "corriendo hacia la meta, lanzándose hacia adelante"; como el atleta, siempre en tensión progresiva. La vida cristiana es esencialmente camino, carrera y progreso, liberarse de peso excesivo y cargas inútiles: todo es estorbo y "basura", en comparación con el premio.

Pablo, a partir de su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, opera en su vida una profunda transformación y no desea otra cosa que ganar a Cristo. En comparación con el conocimiento de Cristo toda ganancia le parece pérdida y toda ventaja un inconveniente. Si antes se glorió de ser un hijo de la Ley y de su propia justicia, ahora todo esto le parece basura. El encuentro con Cristo en el camino de Damasco y el camino operado en la vida de Pablo, es ciertamente ya un premio; sobre todo es premio el haber sido elegido y tomado por el Señor para su servicio. De todo esto tiene Pablo clara conciencia y es para él como una prenda de lo que todavía confía en alcanzar.

Para Pablo no hay otra justicia que la que viene de Dios como una gracia para todos los creyentes. En esta justicia está la salvación y no en las obras de la Ley. Sobre este tema ha escrito Pablo extensamente en sus dos grandes cartas, la dirigida a los romanos y la dirigida a los Gálatas. Aquí se contenta con señalar los puntos principales de su doctrina: El hombre se justifica al recibir la justicia que viene de Dios, abriéndose por la fe a esta justicia. Pablo espera recibir, como fruto de esta justificación por la fe, un "conocimiento" de Cristo; se trata aquí de una experiencia profunda y de una comunión de vida con el Señor resucitado, de una correalización de la pascua de Jesús, es decir, del tránsito de Jesús por la muerte a la vida. Muerte y resurrección son momentos inseparables tanto en la vida de Cristo como en la de sus discípulos. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan (8,1-11). Hoy domingo, San Juan trae a consideración otra vez la misericordia de Dios.

Entre la doblez y la ruindad: Los maestros de la ley y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8,3-4).

San Juan en su evangelio ofrece un caso de confrontación judicial entre Jesús y la autoridad religiosa judía. Jesús testimonia en favor de un orden basado en el amor; la autoridad judía, en favor de un orden viejo basado en la ley (Lv 20,10; Dt 22,22). Su testimonio es orgulloso, prepotente; exhiben al reo (la mujer) como una presa de su buen hacer moral, e incluso se permiten servirse de ella para hacer otra presa (Jesús). Dilema: Si Jesús perdona, va contra la ley; si aprueba la condena de muerte, contra la autoridad romana, porque desde el año 30 las condenas a muerte dependen del gobernador romano.

Con intención de tentarlo y, si erraba, poder acusarlo, en parangón con el dilema del tributo al César (Mc 12,13-17); le trajeron una mujer, sin duda casada, no traen al hombre. Moisés mandó apedrear a estas mujeres. Tú ¿qué dices? (Jn 8,5). Piden su muerte, desean que Jesús yerre en su dictamen; si la absuelve, actúa contra la Ley y si la condena, contra la misericordia. Contrasta la premura y las prisas de los doctores y fariseos, frente a la parsimonia y la tranquilidad de Jesús: Pero Jesús, agachándose, se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como insistían en la pregunta, se alzó y les dijo: “El que de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y, agachándose otra vez, continuó escribiendo en el suelo (Jn 8,6-8). Jesús, que ha captado la malicia interna de aquellos delatores, malicia inminente sobre Él y sobre aquella mujer, agachado, se limita a garabatear con el dedo en la tierra, lo que sugiere por sola evocación la interpretación de Jeremías (Jer 17,13), “vienen delatando y acusando al débil en lugar de humillarse bajo sus miserias e inclinar la cabeza al polvo de la tierra”. ¿Quién está completamente libre de pecado? Según S. Pablo: Todos han pecado y necesitan el perdón de Dios (Rm 3,23). No juzguéis por las apariencias, juzgad más bien con juicio recto (Jn 7,24).

Jesús, que puede leer en el corazón de los hombres, ofrece su célebre respuesta, a fin de que los acusadores se desnuden a sí mismos y sean ellos sus propios jueces y, en conciencia, hagan veraz balance de sus existencias: Al oír estas palabras, se fueron uno tras otro, comenzando por los más ancianos y se quedó Jesús solo, con la mujer allí en medio (Jn 8,9). Y ofrece, con ella, la nueva Alianza, el vino dulce en odres viejos; indica que se inaugura la Nueva Ley del amor y la misericordia que rompe los moldes y formas vetustas del puritanismo e hipocresía de los judíos. Mediante su respuesta, Jesús resuelve, con aire de frescura positiva, toda la mísera situación de inferioridad y desprecio que soporta la mujer. Yo no te condeno es palabra de intenso amor y perdón pleno. Pues Cristo es amor; y la caridad no se alegra de la injusticia, pero se alegra de la verdad; todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera (1 Cor 13,6-7).

Cierto, eso sí, de ninguna manera da por bueno el pecado de la mujer. No excusa su mala conducta, como tampoco la reprende ni castiga. El Maestro, sin excusar el pecado, levanta la cabeza y sólo hace una pregunta: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?... “Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más” (Jn 8,10-11). No profiere ninguna frase de culpabilidad, ni de recriminación ni de reproche; se limita a darle el perdón y a cubrirla con la hondura enorme de su misericordia. Le brinda la salvación. El amor es el resorte que lo consigue, la mujer pecadora regresa a la vida, no es condenada, sino que salvada, es puesta en el redil: Jesús lo hace porque percibe la crueldad que insta al rigor de la ley, que es quebrantada a diario por conveniencia; y porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10); si hubierais entendido que ‘Misericordia quiero y no sacrificios’ no condenaríais a los inocentes. En su nombre, pondrán las gentes su esperanza (Mt 12,7.21).

Jesús escoge la persona, antes que la ley; otorga el perdón y el amor sin paliativos, de modo absoluto, sin atender al arrepentimiento o persuasión. No condena, salva; no juzga, no recrimina, ama, da la dignidad a la humillada y el camino hacia la vida eterna: “Ve y no peques más”.