Viernes Santo de la Pasión del Señor.
San Juan 18, 1-19, 42:
¿A quién buscáis? A Jesús el Nazareno. Yo soy.

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 52,13-53,12; Sal 30,2-17.25; Hb 4,14-16/5,7-9; Jn 18,1/19,42. 

En aquel tiempo Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis? …

 Allí, ya que el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús. 

Viernes Santo 

           Hoy se  contempla el misterio de la muerte en cruz del Hijo de Dios, de Jesús, hermano y redentor nuestro; un misterio de sentido salvador, pero inserto en el dolor y el sufrimiento, en la Pasión de Jesucristo.

Es el núcleo de la fe que incide en la vida de cada hombre; no es solamente un misterio a contemplar, sino un misterio que se debe vivir como la fuente más profunda de todo nuestro comportamiento. Ser cristiano consiste en asumir que el Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, ha entregado su vida aceptando la muerte y la muerte en cruz, y especialmente el anuncio pascual de la Resurrección, del triunfo de la Vida, del triunfo de Jesús, victoria que es fruto de la entrega hasta la muerte, por amor. La Resurrección implica antes la muerte y muerte de cruz.

 

“Cuarto Cántico del Siervo de Yahvé”.  “Mirad, mi siervo tendrá éxito” (Is 42,1-7; 53,12).

 

          El “LIBRO DE LA CONSOLACIÓN”, atribuido al Segundo Isaías, forma la segunda parte del libro de Isaías. En él se encuentran los cuatro “Cánticos del Siervo de Yahvé”: El primero: 42,1‑4; el segundo cántico del Siervo de Yahvé: 49,1‑6;  tercero: 50,4‑11; y cuarto: 52,13‑53,12. Este último, el más famoso e impresionante de los cuatro poemas, alcanza su cima en el contraste "humillación-glorificación". Presentado como desfigurado, traspasado, aplastado, es un cúmulo de toda clase de sufrimientos: desprecio, vejación, ultraje, castigos corporales.

Los cuatro cánticos líricos se mueven en una línea teológica y doctrinal de enorme profundidad y horizontes. Introducen en una de las cimas culminantes de la revelación y de la teología bíblica. Su gran novedad estriba en la misión ignominiosa, expiatoria del Siervo de Yahvé que redime y alcanza una recompensa gloriosa. El sufrimiento es un camino hacia Dios, no solamente una realidad de la cual hay que pedir la liberación, como en los salmos, que puede tener valor, no solamente para quien sufre, sino también para otros. El Siervo, es un personaje individual, que oye e ilumina, es justo y tiene una fe decidida y fuerte, su misión se extiende por igual a todas las naciones sin ningún matiz nacionalista. Es una salvación puramente espiritual y desprovista de todo matiz político, para todas las almas de buena voluntad, cualquiera que sea su nacionalidad.

En este cuarto cántico, un grupo, "nosotros", habla meditativamente del Siervo y se acusa de ceguera e incapacidad para reconocer lo que estaba sucediendo: el Siervo, un ser despreciado y humillado por Dios y por los hombres; y se reconoce el valor y el significado del dolor y del sufrimiento del Siervo. El profeta ve en este dolor una misión confiada por Yahvé y que el Siervo ha aceptado con toda generosidad y entrega, con pleno conocimiento de causa: la de redimir al mundo cargando sobre sí los pecados de los hombres, sus dolores y enfermedades, como víctima de expiación vicaria para cumplir el plan de Dios sobre la humanidad. Por este sufrimiento total, en el que se cumplen los designios de Dios, el Siervo padece y recibe la vida y una posteridad innumerable que se prolonga más allá de la muerte.

Desfigurado y despreciado, su tormento es considerado como signo de un juicio por parte de Dios. En realidad, son los espectadores los que tienen que confesar su propio pecado, que ha caído sobre él sin culpa alguna. El castigo es nuestro, pero el dolor es suyo. Su entrega es total, con la docilidad de un cordero conducido al sacrificio. Lo que le aguarda es la muerte y la sepultura. Sin embargo, "Él jamás cometió injusticia ni hubo engaño en su boca". Pero la muerte no es el desenlace definitivo. Más aún, la muerte hace brotar el misterio de fecundidad que aquel retoño contenía; y el justo contempla ahora la luz y se sacia en Dios, que declara inocente a su Siervo. Su sufrimiento expiatorio ha liberado a los hombres, que ahora serán el botín de su triunfo y de su victoria sobre el mal. El Oráculo de Yahvé (53,11-12) introduce solemnemente una idea muy importante en la descripción de la obra salvadora del siervo: Justifica a los hombres, restableciendo la relación inicial entre ellos y Dios, después de haber destruido el pecado y sus consecuencias. El Siervo con sus llagas nos curó (Is 53,5), carga sobre sí las enfermedades y los dolores. Nuestro castigo pesa sobre él. Ofrece su vida en expiación. Se entrega de modo voluntario a la muerte. Intercede por todos nosotros. Justifica y es justificado. Y como recompensa tendrá una gran posteridad. No responde herida por herida como permitía e incluso ordenaba la ley del talión (Ex 21,25); mucho menos trata de vengarse de ningún modo de la ofensa recibida (Gn 4,23-24). Por el contrario,  sus propias heridas llevan la curación a la humanidad.       

          Así, el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas (Is 53,6), indica el castigo infligido en el orden jurídico y religioso del hebreo de "cargar", por castigar, la transgresión, culpa y castigo, para señalar una intervención salvífica del Señor que pone remedio a una situación extrema, aunque para ello sea necesario recurrir al dolor. En el Cántico, la fundamentación  teológica es la presencia del Siervo en la expiación de la culpa y en la reconciliación entre el señor y el hombre. Por haberse entregado en lugar de los pecadores, quiere decir "entregarse en expiación". El versículo: Mi siervo traerá a muchos la salvación (Is 53,11) traduce la expresión hebrea "declarar justo" o "justificar" (Ex 23,7; Dt 25,1). El Siervo no convierte en justo al injusto; es el Señor quien puede borrar la rebelión y olvidar el pecado (Is 43,25; 44,22), de manera que el hombre pueda "justificarse", y así "ser justificado" en su presencia (Is 43,26). Las expresiones, cargar con sus culpas (Is 53,11), o con sus pecados (de ellos) (Is 53,12), manifiestan que el Siervo asume la culpa en que otros habían incurrido. El pensamiento de la asunción de la culpa que se anuncia en estos términos adquiere toda su fuerza en este cántico de Isaías. Al poder aceptar la asunción de la culpa de otros, la substitución de los culpables en el castigo se hace también posible y aceptable en toda su circunstancia. La misión del Siervo en este contexto no es declarar justo a alguien que no lo es, ni es olvidar o borrar el pecado, sino que él puede asumir la culpa de los demás como argumento para que el Señor pueda olvidar y borrar el pasado aceptando como justo lo que ante él no podría serlo, porque la mancha exigía una reparación de carácter extraordinario.

Más que un profeta parece un evangelista el que habla. El Nuevo Testamento ve aquí designado literalmente a Jesucristo: Mt. 3,17; 8,17; 12,15-21; 26, 67-68; 27,26; Mc. 15,19. 27-28; Lc.4, 17-21; 22,37; Hch 8,32s; 2 Cor 6,2).

   En señal de premio y de pago, por haberse ofrecido para tomar y expiar la culpa, el Siervo tendrá descendencia, prolongará sus días (Is 53,10). El Siervo ha muerto verdaderamente, ha abandonado la tierra de los vivos (Is 53,8; véase el contraste del reino de los vivientes con el Sheol, reino de las tinieblas, en Ez 32,23-27). Su supervivencia no significa, sin embargo, que el concepto de resurrección en sentido cristiano esté ya presente, pero, sí, implica que quien se pone al lado de los pecadores para asumir su culpa y buscar la expiación de la misma, participa de un modo especial de la bendición del Señor. Precisamente, porque el Siervo ha cumplido esa condición, el Señor permite que continúe presente de algún modo en aquellos con quienes se ha identificado y extraído del abismo.

          A causa de su profundidad teológica, este texto ha sido utilizado frecuentemente por el Nuevo Testamento para procurar comprender la figura de Jesús. Este entramado de humillación y de exaltación, para los cristianos, ha tenido un nombre concreto: Cristo y su pasión, muerte y glorificación.

 

Lectura del santo Evangelio según San Juan (18,1/19,42):

El relato de la Pasión, según San Juan, presenta una teología propia y muy singular. En general, los exégetas contemporáneos reconocen que los cuatro evangelistas han elaborado, cada uno, una teología propia y ofrecen diferentes facetas de Jesús, particularmente en las narraciones de la pasión y muerte del Señor. Mateo y Marcos describen un Jesús que toca los límites más hondos del abandono y sólo después de la cruz puede ser reconocido como Hijo de Dios; Lucas narra la pasión y crucifixión  como la ocasión para manifestar la grandeza del amor y del perdón divino; y Juan, muestra un Jesús dueño de su propio destino, cuya vida nadie se la quita, sino que él la entrega voluntariamente; es su glorificación, casi la entronización de un rey.

El evangelio de Juan parte todo él de la encarnación, como anuncia en el prólogo (cf. Jn 1,14), esto es importante, no es sólo el fundamento de su cristología, sino el criterio hermenéutico para la interpretación de todo su evangelio. Distingue siempre dos niveles: "la carne" de Jesús (cf. Jn 1,14), es decir, su dimensión humana y por otra parte, "la gloria (cf. Jn 1,14b), es decir, el misterio de Dios, misterio que se percibe a través de la humanidad de Jesús. El principio de la encarnación nos lleva a la idea teológica fundamental del cuarto evangelio, la revelación, que constituye su tema central. Probablemente las palabras: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9) son el resumen más logrado y completo de la teología joánica. La existencia corporal de Jesús, "la Palabra hecha carne", su caminar histórico, es verdadero "sacramento". Sus palabras y acciones son auténticos signos de una realidad superior; este es un principio hermenéutico de gran importancia para la recta comprensión del evangelio joánico, como lo son también, las ideas teológicas de "la Hora", "la elevación" del Hijo del Hombre y "el juicio" de este mundo.

"La Hora" de Jesús, es el momento en que Dios mostrará toda su gloria, su amor fiel a los hombres, en el Hijo; toda la vida de Jesús está orientada hacia ese punto; es la hora de pasar de este mundo al Padre" (13,1) y "la Hora" va íntimamente unida al momento de la glorificación que tiene lugar en la crucifixión (12,23; 17,1). La segunda idea, la elevación del Hijo del Hombre en Jn 12,32, es la elevación en la cruz, simbolizada -por contraste- con "la caída" en la tierra del grano de trigo (12,24-32); así, la muerte de Jesús también hará surgir la vida eternamente nueva. Y la tercera idea, "el juicio de este mundo" refleja su teología acerca de la venida de Jesús; Juan describe la obra de Cristo en el mundo, en términos de un gran enfrentamiento, casi de un proceso judicial, entre la luz y las tinieblas (3,19); la muerte de Jesús es el punto culminante de ese juicio: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera" (12,31). Esta teología, que se halla en el relato de la pasión, explica el porqué de un Jesús tan distinto al de los otros evangelios: Jesús tiene plena conciencia de su misión, muestra una libertad sin límites para dar la vida y una majestad imponente al afrontar su pasión y muerte. Historia y fe se aúnan con maestría; Juan, partiendo del dato histórico, ve los hechos desde la fe y los transfigura a la luz del hondo misterio que contienen.

El relato (Jn 18,1-19,42) se puede dividir en seis partes: 1. Prendimiento en el Huerto (18,1-12); 2. Jesús ante Anás (18,13-24); 3. La negación de Pedro (18,25-27); 4. Comparece ante Pilato (18,28-19,16); 5. Crucifixión y Muerte (19,16b-37); 6. Lo Colocan en la sepultura (19,38-42).

 

1.    Prendimiento en el Huerto (18,1-12)

 

El relato comienza en un huerto, parece que Juan está pensando en el jardín del Edén, más de una vez Juan evoca el Génesis 2-3; quiere que pensemos que la Pasión es una nueva creación, la que brotará del costado abierto del Señor (cf. 7,39). En la narración joánica el episodio del huerto es un auténtico combate entre la luz y las tinieblas,  representadas por Judas y los esbirros, símbolos de los que se cierran a la Verdad y a la Luz.

Ha llegado su hora: “Padre glorifica tu Nombre"; es el inicio de la hora de la gloria. Este enfrentamiento será permanente en la historia, por eso ruega: “Padre, te pido que los guardes del Maligno" (17,14-15).

 

2. Jesús ante Anás (18,13-24)

Jesús ante Anás no tiene un verdadero juicio, es a él a quien Jesús interroga y lo deja callado (18,23). Jesús frente a Anás no es un reo silencioso, es un revelador y es que para Juan toda la vida de Jesús es un inmenso proceso judicial; cada hombre se juzga a sí mismo cuando toma posición frente a Jesús, el mundo, rechazando la luz y prefiriendo las tinieblas, se juzga a sí mismo, tal rechazo lo describe simbólicamente a través de "la bofetada" de uno de los guardias.

 

2.    La negación de Pedro (18,25-27)

 

Pedro representa al discípulo "que ha oído lo que ha hablado y sabe lo que ha dicho Jesús" (cf. 18,21) y, sin embargo, niega tener algo que ver con el Maestro. Son las posibilidades de rechazo a la Verdad y a la Luz: el mundo obstinado en el pecado y el discípulo que se queda "fuera".


4.
Comparece ante Pilato (18,28-19,16) 

Esta sección está cuidadosamente construida por el evangelista a través de una serie de escenas "dentro" y "fuera" que urden la trama del relato a través de un constante "entrar" y "salir" de Pilato. Jesús siempre aparece "dentro", en un ambiente de diálogo y de serenidad; en las escenas de "fuera", en cambio, están los judíos, predominan el odio, rechazo y confusión. Pilato sale y entra vacilante y cobarde; es él el que verdaderamente está siendo juzgado. Jesús se mantiene soberano y libre, dominando en todo momento la situación. "Mi reino no es de este mundo", 

El poder romano comete un acto inhumano por excelencia y los judíos, al preferir al Cesar (19,15), se cierran a toda esperanza mesiánica. Ambos son juzgados.

5. Crucifixión y Muerte (19,16b-37) 

Narra la crucifixión mediante unas escenas cortas. No aparece Simón de Cirene. El letrero sobre la cruz, más que un simple letrero, es una solemne proclamación: Pilato ha presentado a Jesús a su pueblo como rey, ahora, Pilato reafirma la realeza de Jesús y lo hace con toda precisión legal de la normativa del imperio romano: "Lo escrito, escrito está" (19,22); un representante del más grande poder sobre la tierra, ha reconocido que Jesús es rey.

En el reparto de las vestiduras de Jesús. Juan cita explícitamente el salmo 22,19 y anota una peculiaridad: la túnica era sin costura (19,23) con lo que simboliza que el Nuevo Pueblo está congregado en torno a la cruz de Jesús sin división alguna. Junto a la cruz de Jesús están "su Madre" y "el discípulo amado"; simbólicamente representan la Iglesia: La Madre es figura de Sión, lo mejor del pueblo de Dios (cf. Is 66,8-9); y el discípulo prefigura el creyente, "al pie de la cruz nace la nueva familia de Jesús, "su Madre y sus hermanos", la Iglesia. Jesús fue sentenciado a muerte hacia la hora sexta del día de la Preparación (19,14), la misma hora en que en la víspera de la Pascua los sacerdotes comenzaban a degollar los corderos pascuales en el Templo. No le quiebran ningún hueso (cf. Ex 12,10). Describe una muerte solemne: Entregó la vida, por una parte y, por otra, entregó el espíritu, fuente de la vida, para Juan aquí ocurre la glorificación de Jesús, en la cruz Jesús es glorificado y brota el Espíritu, que es donado a los que simbolizan y forman la Iglesia, su Madre y el discípulo amado.

A diferencia de los sinópticos, no ocurren signos cósmicos especiales al morir Jesús. Todo se centra en su cuerpo glorificado, verdadero santuario (cf. Jn 2,21), por eso, de su cuerpo brota "sangre y agua", que aluden al paso de Jesús de este mundo (sangre) al Padre a través de la glorificación (agua) (cf. 12,23; 13,1); y también hay aquí una alusión al bautismo ("nacer del agua y espíritu": Jn 3) y a la eucaristía ("quien no come mi carne y no bebe mi sangre": Jn 6). Como ya había anunciado Juan: "de su seno brotarán ríos de agua viva" (7,38) vivificando a "todos los que creyeren en él", la comunidad cristiana.


6.
Lo Colocan en la sepultura (19,38-42) 

La sepultura, en Juan, acentúa la soberanía de Jesús. Aparece en escena un personaje propio del cuarto evangelio, Nicodemo, que va ahora hacia Jesús, abiertamente (19,39); él y J. de Arimatea depositan en el sepulcro el cuerpo de Jesús, el nuevo y eterno santuario destruido por los hombres y levantado por Dios (2,19-22), en el que todos podrán adorar a Dios "en Espíritu y Verdad" (4,24). Es el cuerpo de un rey, santuario lleno de gloria, por eso es "envuelto en vendas con aromas" (19,40) y con una gran cantidad de mirra y áloe (19,39), y su sepulcro no es corriente, "es nuevo" (19,41), acorde con la novedad absoluta de su gloria.

En fin, la pasión de Jesús, en el cuarto evangelio, es la narración de una victoria: "Yo he vencido al mundo" (16,33). La realeza de Jesús ha quedado de manifiesto. Jesús, Verdad, Luz y Vida, vence al mundo. "A todos los que lo recibieron les dio poder hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre" (1,12).