Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor, Misa del Día.
San Juan 20,1-9:
“El Mesías, a quien crucificasteis, ha resucitado”

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 10,34.37-43; Sal 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9 

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa apartada. Entonces, echó a correr y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.  

Salieron Pedro y el otro discípulo corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro y llegó antes al sepulcro; y, asomándose, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Luego, llegó Simón Pedro y entró en el sepulcro y vio los tirados y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo, sino enrollado en un sitio aparte. Entró entonces el otro discípulo, el que había llegado primero y vio y creyó; pues no había entendido aún la Escritura, según la cual, Cristo había de resucitar de entre los muertos.  

Domingo de Resurrección

 

          El Domingo de Resurrección o Vigilia Pascual es el día de gloria, es la cima del año litúrgico; es el aniversario del triunfo de Cristo, el final feliz del drama de la Pasión y la alegría inmensa que sigue al dolor. Aquí dolor y gozo se funden, al entroncar en la historia, el acontecimiento más importante de la humanidad: la redención y liberación de la humanidad por el Hijo de Dios. San Pablo afirma: "Aquel que ha resucitado a Jesucristo devolverá asimismo la vida a nuestros cuerpos mortales".

          Para comprender y explicar la grandeza de la Pascua Cristiana, hemos de evocar la Judía, que se festejaba y, aún, festejan los judíos, como lo festejaron los hebreos, hace tres mil años, la víspera de emprender su salida de Egipto, al frente de Moisés. Así mismo, Jesucristo celebró la Pascua todos los años de su vida terrena, según el ritual del pueblo de Dios, hasta el último año de su vida, en cuya Pascua se sentó a la mesa con sus discípulos, en la cena en que instituyó la Eucaristía.

          Al celebrar la Pascua en la Cena, Cristo dio a la conmemoración tradicional judía un sentido nuevo y de mucha más profundidad. La acción salvadora de la cruz no se reduce a su pueblo, alcanza a la humanidad entera, libera a todo el mundo, para entrar en el Reino de los Cielos. La Pascua Cristiana, plena de simbología celebra la protección constante de Cristo a la Iglesia, hasta que se abran las puertas de la Jerusalén celestial.

          La fiesta de Pascua es, ante todo, la representación del acontecimiento clave de la humanidad, la Resurrección de Jesús tras su muerte asumida libremente, para rescatar al hombre de su caída. Este acontecimiento es un hecho histórico innegable; lo narran todos los evangelistas y lo confirma San Pablo, como el historiador que se apoya, no solamente en pruebas, sino en testimonios.

          La Pascua señala victoria, indica que el hombre es llamado a su dignidad más grande, por Aquel que injustamente sufrió la pasión más terrible y la muerte en la cruz. El triunfo del que fue flagelado, abofeteado y crucificado con tan inhumana crueldad. Es el día de la esperanza universal, el día en que en torno al resucitado, se sufren y se asocian todos los sufrimientos humanos, las desilusiones, las humillaciones, las cruces, la dignidad humana violada, la injusticia y la fractura de la vida humana. La Resurrección afirma y muestra la vocación y misión cristianas de llevar a Cristo a todos los hombres. El cristiano ha de vivir la esperanza de lograr la victoria del bien sobre el mal. Creer, proclamar y extender la Resurrección. Cristo con su resurrección de entre los muertos ha hecho de la vida de los hombres una fiesta.

          El mensaje redentor de la Pascua expresa la purificación total del hombre, la liberación de sus egoísmos, de su sensualidad, de sus complejos; purificación que, aunque implica una fase ascética de saneamiento interior, sin embargo, se realiza en dones de plenitud; es la iluminación del Espíritu, la vitalidad del ser en una vida nueva, llena de gozo y paz, suma de todos los bienes mesiánicos: la vida del Señor Resucitado. Así San Pablo, con incontenible emoción, expresa: "Si habéis resucitado con Cristo, os manifestaréis gloriosos con Él" (Col 3, 1-4).

          La celebración del misterio pascual está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. La resurrección de Cristo no es solo su victoria sobre el pecado y la muerte, es la manifestación de la divina economía de la Trinidad: el amor infinito y omnipotente del Padre, la divinidad del Hijo y el poder vivificante del Espíritu Santo.

          Toda la historia de la salvación tiene su centro y su culmen en la Resurrección de Jesús, hacia ella tiende la creación entera y de modo especial la Pascua de Israel, profecía de la Pascua de Cristo, de su paso de la muerte a la vida. Hacia la resurrección del tercer día, tantas veces anunciada, como coronación de su pasión, va precipitándose toda su vida, sus palabras, sus milagros, sus enseñanzas, hasta los últimos momentos, cuando Cristo demuestra con sus palabras y con sus dolores que está, para pasar de este mundo al Padre, ha venido del Padre y al Padre va, por ello su vida es una Pascua, un paso; pero en este éxodo, más glorioso que el paso del Mar Rojo, Jesús arrastra su propia humanidad, asumida de la Virgen Madre, haciéndola pasar por el misterio de la pasión y de la muerte, a fin de que quede para siempre sellada por el amor sacrificial en su carne, que lleva marcados los estigmas de su pasión gloriosa.

Lectura de los Hechos de los Apóstoles: 

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Hermanos: Vosotros conocéis lo que sucedió entre los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. 

          Este texto del cap. 10 de los Hechos señala un momento primordial de la vida de la Iglesia Primitiva por sus consecuencias. San Lucas no ha inventado el hecho, solamente, lo ha enriquecido y acomodado, tomándolo del relato que circulaba en la comunidad.   Este fragmento del quinto discurso de Pedro en el libro de Hechos narra la predicación de Pedro ante un prosélito romano, el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos religiosos.

          San Pedro se centra en el anuncio kerigmático, que en su estructura y estilo es una composición de Lucas, que presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del "kerigma"; en el anuncio, lo esencial es el acontecimiento pascual. En este sermón, Pedro, subrayando que comenzó en Galilea, explica la actividad de Jesús, según el esquema del evangelio de San Marcos, que recogió en su redacción la catequesis de Pedro. Así lo atestigua, ya en el año 130, Papías de Hierápolis. Destaca que Jesús, ungido por Dios con el Espíritu Santo, pasa haciendo el bien, curando enfermos y liberando a los oprimidos. Habla, no de lo que le han contado, sino de lo que él mismo ha visto con sus propios ojos, en solidaridad con todos los apóstoles: "Nosotros somos testigos..." Nosotros hemos comido y bebido con Él. Pues, en realidad, "apóstol", es el testigo cualificado, elegido por Dios, para proclamar que Jesús de Nazaret, el que fue crucificado en Jerusalén, es el Señor que ha resucitado. El testimonio de los apóstoles se resume en que “Jesús es el Cristo, el Señor”. Se identifica así el Cristo predicado y el Jesús histórico, esta identidad constituye el núcleo de la fe cristiana.

          Jesús es el Señor, el juez de los vivos y muertos; pero es también el rostro humano del amor de Dios, Cristo ha manifestado a Dios que es Amor, que nos ama y nos perdona. Pedro invoca el testimonio unánime de los profetas y anuncia la gran noticia de que todos sin distinción, podemos recibir el perdón de Dios, si creemos que Jesús es el Señor. El Evangelio es el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús y, por tanto, el anuncio del perdón de Dios a todos los que creen en el nombre de Jesús.

          El resucitado se hace presente en este mundo, pero no pertenece ya a este mundo. Así los evangelistas no pueden describir el proceso que ha seguido la resurrección, sino sólo el hecho de las apariciones. Las narraciones de la resurrección no son relaciones de lo que aconteció; son predicación y profundización teológica. La resurrección no es directamente objeto de la ciencia histórica, es una realidad trascendente. Los discípulos llegan a la fe por las apariciones, no por el sepulcro vacío. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de vivir de Jesús en favor de los oprimidos y contra los opresores; es la proclamación de la liberación. Es una esperanza y un juicio sobre la situación del mundo; es condena de toda opresión y un grito de esperanza liberadora para todos los que sufren injusticia.

          La muerte y la resurrección nos constituyen, si se aceptan, en una relación de salvación con Dios. Es la vida total de Dios en el hombre.  

SALMO RESPONSORIAL: 

            Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
            Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.

            La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. 

Lectura de la carta del  San Pablo a los Colosenses:

            Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra; porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.


          Esta perícopa de la carta a los Colosenses se halla entre la polémica con las falsas doctrinas y la exhortación a llevar realmente una vida cristiana; se inserta en el contexto de la nueva vida en Cristo. Abre la parte parenética de la carta, que es el fundamento de la ética o comportamiento cristiano. Contrapone las cosas de arriba a las de abajo. La diferencia sustancial entre el anuncio de la filosofía y el del Evangelio radica en la relación histórica que determina el fundamento de la ética cristiana. Insiste una vez más en la raíz y fuente de que  brota y en las consecuencias que supone. Subraya la dimensión salvadora de la Resurrección, porque esa es función de Cristo Resucitado, dar vida y savia a los sarmientos unidos a la Cepa.

          La comunidad de Colosas, tras su inicial desarrollo, ha entrado en crisis. La causa se centra en el fuerte influjo ambiental de la filosofía. El Apóstol expone la peligrosidad de los elementos mundanos, como poderes angélicos, que intentan determinar el orden cósmico y el destino del hombre; buscan separarlo de Cristo. Es preciso desecharlos y huir de ellos. Tales prácticas se caracterizan por sus ejercicios ascéticos de procedencia judaica.

          A la idea dualista del mundo, no contrapone una metafísica cristiana, sino una realidad histórica: Cristo crucificado, resucitado y glorificado. Presenta una identidad total entre el Cristo Glorificado y el Cristo Crucificado. Por eso, el pasar de lo de "abajo" a lo de "arriba" no se realiza por prácticas ascéticas, gnosis o misterios, sino por la confesión de fe en Cristo Jesús. Esta tesis del plano de arriba y el de abajo ha influido grandemente en la teología y en la piedad cristiana y ha soslayado con frecuencia la realidad de la vida. Buscar las cosas de arriba no significa despreciar los bienes de la tierra, para imbuirse en amor celestial. La responsabilidad del progreso material no se puede separar de la moral cristiana. La piedad, con exceso, ha sublimado algunas prácticas de mortificación corporal, para liberar el alma.

          La resurrección ha de suceder en nosotros por Cristo y en Cristo y entrar en la nueva vida; por eso, es necesario dar frutos de vida eterna. Hay, por lo tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir. Hay que elegir en una decisión, que mire a "los bienes de arriba"; que no significa que el cristiano se desentienda de esta vida, sino afincarse en total implicación al amor al prójimo, pues la auténtica vida está con Cristo en Dios. La creación entera está en dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8,19-22). Buscar las cosas de arriba es también llevar a plenitud las cosas de abajo. Es siempre el indicativo evangélico: "Habéis resucitado con Cristo", y sobre este hecho se funda después el imperativo de la Nueva Ley: "Buscad las cosas de arriba". Hay que alzar la vista y mirar alto, porque Cristo está arriba. Es una vida nueva. En la noche bautismal de Pascua todo era nuevo: el fuego, la luz, el agua, los vestidos, la levadura. Empezamos un camino nuevo, vida nueva en Jesucristo. 

            El EVANGELIO según San Juan cuenta hoy la Resurrección de Jesucristo.

          Ya les anunció claramente que "había de resucitar de entre los muertos". Sin embargo, ninguno de los discípulos muestra la certeza y esperanza en la resurrección de Jesús. Puede notarse el simbolismo de la escena del sepulcro vacío: Jesús se ha "desatado" de los lazos de la muerte; en cambio, Lázaro tiene que ser "desatado", para poder caminar, para seguir a Jesús. Esto es lo que "ve", desde la fe, el Discípulo Amado y con él, la comunidad, que el evangelio de Juan presenta, como modelo del verdadero creyente. Es importante destacar a propósito del discípulo a quien Jesús quiere, que nunca tiene nombre propio. El no darle nombre no parece obedecer a un acto de modestia del autor, para evitar referirse a sí mismo, sino a la intención concreta de englobar a todos y cada uno de los creyentes en Jesús, incluidos los que no lo han conocido, según la carne, como dirá San Pablo. Por eso, no tiene un nombre propio. Su nombre es el de los creyentes, que este día de Pascua creen en Jesús resucitado y sienten en su corazón el amor de Jesús Resucitado.

El Evangelio de hoy habla de la Magdalena. María Magdalena (“La Mirófora” del gr. “mirón”, perfume y “fero”, llevar), Magdalena, parece que no deriva de la raíz hebrea gadal, grande, con lo que, según Orígenes, se habría querido ensalzar la magnitud moral de su alma entregada a Cristo, sino que es un gentilicio, de su pueblo llamado Magdala en Galilea, hoy el-Medjdel, la torre, a orillas del Lago Tiberíades.

Para la tradición neotestamentaria y para los Apóstoles, Jesús y su obra no termina en la cruz, sino que inicia un nuevo camino en la Resurrección, el hecho más trascendente de nuestro cristianismo. El Mesías a quien vosotros crucificasteis (Act 2,23) ha resucitado. “La fe en la resurrección nunca puede ser una pura fe de autoridad; supone una experiencia creyente de total renovación de vida en la que se produce la afirmación personal” (J. Blank). El reencuentro con Jesús es lo que únicamente posibilita el fundamento de gracia y de fe.

          Los cuatro evangelistas indican la existencia y la asistencia de María Magdalena y ninguno dice que fuese una pecadora, sino que la ponen como mujer virtuosa, un modelo de perfección. Su fama de pecadora, a nuestro parecer, se ha debido a identificarla erróneamente, con la pecadora de Lucas 7,36-50. Jesús la había curado librándola de siete demonios, que, en expresión metafórica propia del estilo literario, significa, no que fuera una pecadora, sino que su enfermedad era muy grave, expresada en el número siete que es símbolo de plenitud, de lo que está completo, abarrotado, ya que las dolencias, en especial, las psíquicas y epilépticas, eran atribuidas al diablo. Cuando se vio curada y restablecida, lo dejó todo, se hizo seguidora y discípula del Maestro y, entregando sus bienes a la misión evangélica, se dedicó a su servicio. Parece haber tenido una función destacada entre los discípulos, según distintos textos, canónicos y apócrifos, su significación y ejemplaridad se hacen  notables. Es la única que citan los cuatro evangelistas en primer lugar; es a ella a la que primero se aparece Cristo Resucitado y la que lleva la noticia.

La visita de la Magdalena al sepulcro se relata en los cuatro evangelios, pero, con matices y circunstancias diferentes (Mt 28,1-8; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12). El evangelista Juan (20,1-18) reelaboró la tradición de la Magdalena en el sentido de su “teología de la exaltación”. Al rayar el alba, María va a la sepultura; el primer día de la semana, en la terminología judía, significa nuestro domingo, es decir, el día primero es el que sigue al sábado.

Según los sinópticos la Magdalena va acompañada de otras mujeres (Lc 24,10). Antes de llegar, ya desde lejos, vieron que la piedra no estaba en su lugar. La Magdalena, sin esperar y mirar a ver qué ha ocurrido, concibiendo, a la ligera, la idea del robo del cuerpo, dejó a las otras que llevaban aromas para terminar el apresurado embalsamamiento del día anterior y salió corriendo a avisar a los Apóstoles. San Juan la presenta obsesionada por la desaparición del cadáver. Así lo repite en tres momentos sucesivos (Jn 20,2.13.15). En esta inquietud de María, late una polémica contra la maliciosa leyenda de que el hortelano, encargado de la finca, hubiera ocultado el cadáver de Jesús. Está preocupada por ver el cuerpo yacente. Únicamente la fe llevará a encontrar al Resucitado.

Varios hechos prueban la fe en la resurrección: Las apariciones a María, a los discípulos, a Tomás, a los de Emaús, el sellado de la piedra y los centinelas de vigilancia ante el sepulcro (Mt 27,62-66) que son, curiosamente, sobornados por los pontífices, soborno significativamente silenciado por muchos autores y por la historia (Mt 28,11-15). Y, en fin, el sepulcro vacío con las vendas tiradas y el sudario ordenado. Llama la atención el hecho de que estas mujeres que habían oído a Cristo decir que al tercer día resucitaría, no se les ocurriese ni, por un instante, pensar en ello: lo matarán y al tercer día resucitará (Mt 16,21; 17,23); debía resucitar de entre los muertos (Jn 20,9). Tal vez, no habían comprendido este anuncio profético del Maestro.

          Los discípulos, tras cerciorarse y comprobar los hechos, volvieron a casa. María Magdalena quedó fuera, junto al sepulcro, llorando…“Mujer, ¿por qué lloras?”, “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,11-13). Estaba en total soledad al pie del sepulcro, no lograba marcharse, era atraída como por una fuerza ignota y misteriosa. Se han llevado a “mi Señor”, que es como decir, “al dueño de mi vida”. La Magdalena está convencida del robo; se siente despojada, se tiene por expropiada; y, a la vez, se declara absoluta pertenencia de Jesús. El empleo del posesivo “mi”, en su expresión, indica que se considera propiedad y propietaria, sujeto y objeto de posesión. Mi amado es mío y yo soy suya (Cant. 2,16). Amado con amada, amada en el amado transformada, dice S. Juan de la Cruz. 

Está completamente sola. Primero llora, después se asoma al monumento, y, al poco, volviéndose, allí de pie, muy cerca, tiene al mismo Jesús, que confunde con el hortelano, sin que Él portara tal apariencia y del modo más natural e ingenuo, llevada por su obsesión, le dice que, si él se lo ha llevado, le diga adónde lo ha puesto, para ella ir a recogerlo. Es entonces cuando oye pronunciar: ¡María! La emisión de su nombre evoca tono y timbre conocidos. Identifica recuerdos. Reconoce a su amigo. Hubo, en esas sílabas, resonancias dulces e íntimas, había sentimientos y añoranzas en aquella voz conocida y familiar. Ella, extasiada en la realidad triunfante, exhala su ¡Rabbuní!  Es su expresión de emoción, de reconocimiento y de gozo.

El Señor sólo pronuncia su nombre: ¡María! y ella, sólo, responde también con una palabra en arameo: ¡Rabbuní!, que significa ¡Mi maestro amado!, ¡Mi querido Rabí! Lo normal era usar rabbí, pero más respetuoso es rabbuní. Las dos palabras pronunciadas ¡María!, ¡Rabbuní! del encuentro, según J. Blank, sirven a San Juan para describir la voz del “amado que llama a la amada y ella le responde”. Ciertamente, evocan el lirismo simbólico del “Cantar de los Cantares”: 

Lo busqué pero no lo encontré.

Me encontraron los centinelas,

‘¿Habéis visto al amado de mi corazón?’

Apenas los había pasado

cuando encontré al amado de mi corazón.

Lo abracé y no lo he de soltar (Cant 3,2-4). 

Y los bellísimos versos del “Cántico Espiritual”  de San Juan de la Cruz:  

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dexaste con gemido?

 ………………

Salí tras ti clamando y eras ido. 

La Magdalena, pronuncia esta palabra, y, en su sorpresa y emoción, abraza al Señor. Abrazo en el que es muy posible ver el entronque del matrimonio espiritual, la fusión mística del alma en el enlace con el amado que es el último peldaño en el camino de perfección hacia la unión con Dios. Lo encontré, lo abracé y no lo he de soltar, la Magdalena encontró a Jesús y se abrazó a él y ya ni quería ni podía soltarlo:  

Entrado se ha la esposa

en el ameno huerto deseado,

y a su sabor reposa,

el cuello reclinado

sobre los dulces pechos del amado.  

El mismo San Juan de la Cruz, en la glosa que hace a sus inspirados versos, añade: "El abrazo de la Magdalena con Jesús simboliza el estado espiritual más alto de que, en esta vida, se puede gozar; porque es una transformación total en el Amado en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra con cierta consumación de amor" (C 22,3).

El ameno huerto deseado, simbolizado en el huerto, en que dieron sepultura a Jesús, es Dios mismo, “cuyo amor es tan inmenso que, como dice el libro de la Sabiduría, toca desde un fin hasta otro fin, y el alma que de Él es informada y movida, en alguna manera, lleva esa misma abundancia e ímpetu en sí”, de modo que el matrimonio espiritual con el Amado llega a sus cimas más altas. En la escena, se hallan solos. Los ángeles del sepulcro, cumplida su misión, han desaparecido, para que ninguna persona ni cosa ocasione perturbación al goce de la entrega mutua, "porque esta es la propiedad de esta unión del alma con Dios" (Ib 35,6).

El ímpetu del amor y la alegría de encontrar vivo al que creía muerto, la impele a abrazarlo y a quedar fusionada en el abrazo. Es el instante en que Jesús expresa la famosa exclamación del ¡Noli me tangere! (“No me toques”), que es una mala traducción del griego, Me aptou: “No me retengas más”, “no me entretengas más”. Y, como explicación, le brinda la causa: porque aún no he subido al Padre, esto es, seguiré aquí, tendremos ocasión de volvernos a ver. Cuando haya subido y esté con el Padre, le enviará su Espíritu y ese será el momento de disfrutar de su enlace espiritual, puesto que el Espíritu Santo actuará de “llama viva, de cauterio suave, de toque delicado que a eterna vida sabe”, dice el Santo de Ávila. Realmente, al resucitado no se le puede retener en este mundo, su contacto se realiza en otro plano, en la fe, por la palabra, en espíritu. Así pues, Jesús ha encumbrado a la Magdalena a la cima más alta de la perfección.

María Magdalena es nombrada Apóstol de los Apóstoles. La envía en función apostólica: anda y di a mis hermanos. Y obediente a la vocación recibida, dejándolo todo (Lc 5,11), fue a decir a los discípulos (Jn 20,18), a anunciarles el mensaje que Jesús le ha dado. El mensaje que ha de comunicar a los discípulos es la fundación de una comunidad escatológica de Dios por la vuelta de Jesús al Padre. El Señor la elige para que sea su mensajera y la divulgadora de la noticia, es la Elegida; y, en su persona, todas las mujeres creyentes, escogidas para altas misiones. Los cuatro evangelios coinciden en que ellas son las destinatarias de las primeras apariciones y los primeros testigos y mensajeras del hecho más trascendente y definitivo de la fe. La mujer ha recibido del Creador hermosas facultades y potencialidades imprescindibles. El Maestro la sitúa, en su Evangelio, en un lugar de preeminencia. La mujer es elegida -el evangelio de Marcos afirma: se apareció primero resucitado a María Magdalena (Mc 16,9)- en ocasión crucial para el cristianismo y para la historia.