III Domingo de Pascua, Ciclo C
San Juan 21,1-19: Señor, tú sabes que te quiero

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 5, 27-32.40-41; Sal 29,2-13; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19 

Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús, el que les dice: «Muchachos, ¿tenéis algo que comer?» «No» Él les dijo:«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»  La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor» Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua.

…Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan… Jesús les dice: «Vamos, almorzad» …Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Dicho esto, añadió: «Sígueme». 

La primera lectura del libro de los Hechos (5,27-32.40-41) encuadra hoy el testimonio apostólico, que forma parte del credo que confesamos cada domingo en la Iglesia, dentro de la predicación apostólica más primitiva y en un contexto jurídico. Los apóstoles comparecen a juicio ante el Consejo del pueblo.

El Sumo Sacerdote formula su acusación ante la reincidencia de los apóstoles (cfr. 4,16-18,21). En la prevención del sumo sacerdote se muestra sobre todo la preocupación de que el pueblo, por la predicación de los apóstoles, se levante contra los dirigentes culpables de la muerte de Jesús y el temor de que se cumpla la invocación expresada en Mt 27,25 de que la sangre del justo caiga sobre aquéllos.

Pedro toma la palabra en nombre de todos los apóstoles y reafirma la posición de la iglesia que reivindica la libertad de predicación; vuelve a tomar la idea de la primera declaración (4,19s), indicando de nuevo las verdades fundamentales sobre Jesús, expresas en una fórmula abreviada; en ella se presenta la resurrección y exaltación como presupuesto decisivo de salvación humana: Jesús, por decisión de Dios, ha sido nombrado salvador de todos y colocado el primero (a la cabeza) de todos los salvados (cf. Rom 8,29; Col 1,15-20).

En la introducción a su discurso, Pedro se muestra muy distinto, ya no es el hombre timorato, débil que se esconde en la negación, ahora se expresa con contundencia y entera firmeza; la palabra audaz de Pedro es en la obra de San Lucas una piedra de toque, un jalón más de la actitud cristiana universalista que se va abriendo paso hasta llegar a la plena libertad de predicación a todos los hombres sin distinción de razas (cfr. 10,34; 13,46; 28,28); derecho a la libertad de predicación que brota de la muerte de Jesucristo. Pedro la presenta ante el Consejo sin miedo, con un rasgo vigoroso de acusación ("vosotros lo matasteis..."), contrapuesto antitéticamente a la acción de Dios ("el Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús"); con ese acto de matar a Jesús han cumplido la escritura del Deut. 21,22 ("colgándole de un palo"), invocando así la maldición de Dios sobre el reo (cfr. Deut 21,23; Gal 3,13).

Pero Dios le ha exaltado con la potencia de su diestra erigiendo así al condenado a muerte a la categoría de príncipe de la vida y salvador del hombre. Esta presentación antitética de la muerte de Cristo declara a los jueces traidores a su pueblo y al Dios de sus padres y convierte a los acusadores en acusados y reos de muerte. La predicación apostólica viene a ser así un juicio de Dios que hace presente la muerte de Cristo ante sus acusadores; pero este juicio no implica una sentencia inapelable de condenación, sino una nueva oportunidad de misericordia y de perdón por la conversión a Jesús, en quien se han realizado las promesas de salvación hechas por Dios a su pueblo. Ante este juicio capital, de acuerdo con las ordenanzas legales (cfr. Dt 17,7), comparecen dos testigos: Pedro con los apóstoles y el Espíritu Santo, un testigo de excepción, invisible en su realidad más íntima, pero visible y palpable en la firmeza y libertad de expresión de Pedro. Ambos dan un testimonio válido para todos los tiempos de la economía salvífica de Dios, abierta a todos los hombres y de la fidelidad de Dios a sus viejas promesas.

La flagelación, que según el derecho judío podía ser ordenada como medida disciplinar por el presidente de una sinagoga, significa en este caso un juicio de compromiso, para reforzar la dura amenaza que se hace a los Apóstoles. La humana oposición pone más de relieve la realidad divina del mensaje, su fuerza irresistible y el dinamismo de la comunidad portadora de él. 

El SALMO RESPONSORIAL (28,2-6.11-13):

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
          Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
 

La segunda lectura del libro del Apocalipsis (5,11-14) «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la gloria y la alabanza». Testigos de ello somos nosotros y el Espíritu Santo.

Históricamente la Iglesia comenzó a existir como una pequeña comunidad de testigos de Cristo, dispuestos a obedecer a Dios antes que a los hombres. Cristo, Cordero degollado en la Pasión, ha quedado constituido, tras la Resurrección, en Señor de la historia. La Iglesia es el signo y el testigo de su obra entre los hombres. La Iglesia según los designios de Dios, tiene la finalidad de destruir a las dos fieras y a Satán e implantar en la tierra el reinado de Dios; la gran lucha entablada entre Dios y Satán a lo largo de toda la historia de la Iglesia, historia erizada de dificultades, de guerras, persecuciones y catástrofes cósmicas, que vemos a lo largo de todo el libro del Apocalipsis y que son fruto del poder humano y su maldad, contrasta con la armonía que reina en el cielo, que este es el fin de la historia humana representada en los veinticuatro ancianos (5,8) que evocan, quizá, las doce tribus de Israel y los doce apóstoles. Es el nuevo pueblo de Dios triunfante que contrasta con el actual pueblo de Dios que sufre. Y esta armonía existente en la esfera celeste se implantará en la tierra, no a través de cualquier hombre (5,4), sino sólo a través de un nuevo personaje que aparece en la visión: el "Cordero'. Juan ve a Jesucristo junto a Dios en la figura de un cordero, recuerdo, a la vez, del cordero pascual y del siervo de Dios, que toma sobre sí los pecados del mundo. Parece degollado, muerte, pero está de pie, resurrección, vivo y eternamente vivo.

Jesucristo, el Cordero inmolado, es el único en el cielo y en la tierra que merece recibir de Dios todo poder. Los coros de los ángeles entonan un cántico de alabanza y a ellos se unen todas las criaturas del mundo visible. Toda la creación tributa un mismo canto a Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero. Creador y Salvador son alabados por igual en este himno cósmico. Por eso, el vidente presenta plásticamente las verdades recogidas en los dos primeros artículos del símbolo apostólico; la fe en Dios creador y en su Hijo salvador.

La última palabra en esta alabanza cósmica la pronuncian los cuatro vivientes, con su "Amén" se cierra esta maravillosa liturgia, inmediata cercanía de Dios, allí donde había comenzado; pero después de haber sido asociadas a la misma fiesta todas las criaturas.

El lenguaje humano y el bíblico, no siempre tienen función informativa, de transmisión de mensajes conceptuales, en algunas ocasiones, el lenguaje simplemente expresa actitudes internas, pasando. Es lo que ocurre con este texto, casi puramente doxológico o de alabanza, y no narrativo ni doctrinal que indica actitudes imitables. Ni siquiera es, explícitamente, acción de gracias. Es una característica de la auténtica actitud religiosa, del hombre confrontando y percibiendo la realidad de Dios en su vida.  Presenta la alabanza a Dios como tal, reconocimiento y proclamación de él mismo. Es una actitud de adoración sin más, sin pretensiones utilitaristas.

 En los personajes se quiere representar humanidad, el cosmos en su conjunto. Todo lo existente asume la actitud de reconocimiento y entrega y alabanza sin más, alabanza no tanto porque Dios la necesite, sino por gratitud humana coherente con su ser de creaturas. El cristiano que además es hijo, debe dar a Dios la gratitud y la gratuidad, no siempre se va a pedirle algo.  

El SANTO EVANGELIO según San Juan (21,1-19) cuenta hoy la tercera aparición del Resucitado; describe una escena admirable en varios cuadros: los discípulos en el mar y Jesús en la playa; después, todos en la playa, con los peces y, en fin, confesión y ratificación del primado de Pedro, es ungido el primer responsable del Amor y de la Iglesia Viva de Cristo entre los hombres. Sobre esta piedra la ha edificado el Señor.

Pedro y Juan miran. Pedro mira sólo con los ojos, Juan rotundo, contundente descubre en la ribera al desconocido: "¡Es el Señor!"; mira con el corazón. Apoyado en el discernimiento de Juan, Pedro corre, se lanza al agua, para llegar cuanto antes al Señor. Los dos se necesitan, se complementan. El evangelista no da nunca su nombre; el discípulo amado no tiene identidad personal, porque su función es sintonizar con Jesús, ahondar en él, conocerlo; discípulo preferido de Jesús es todo creyente en él; este discípulo amado capta y entiende rápido; es prototipo y paradigma del discípulo de Jesús; muestra la visión de la profundidad, el sentido de "los que se dejan llevar por el Espíritu". Aceptar el Espíritu es entrar en la dinámica del cristianismo que exige lanzarse en renuncia seria de todo lo vano, descubrir a Jesucristo y tomar el compromiso vital y radical; es apostar por el mensaje evangélico sin dilaciones, sin dudas ni esperas; es, en la dedicación a Cristo y al prójimo, y no en la prudencia y ponderación, donde el verdadero discípulo se inmola y donde la Iglesia realiza su sacramento de salvación. La Comunidad Cristiana, desechando los bagajes, poderes y concesiones de este mundo, ha de caminar y atenerse sólo a su entrega de fidelidad a Cristo y a su palabra fija en el Evangelio.

Esta iglesia que se acerca al hombre de la increencia y llama a los jóvenes del trabajo y de los estudios, alejados y distantes, porque no comulgan con parte de la historia y ciertas formas de la Iglesia de hoy, ha de presentarles el rostro de Cristo, el reto de su mensaje de amor, de perdón y de misericordia, darles las razones de vivir el ideal de esperanza de los grandes cristianos de nuestro siglo: Juan XXIII, Juan Pablo II, Martin Luther King, Oscar Romero, Madre Teresa de Calcuta, Raúl Follereau, Helder Cámara... Todos ellos se movieron en las aguas evangélicas; testigos que buscaron e hicieron la "voluntad de Dios", expresada en el Sermón de la montaña, norma suprema de vida. Dios quiere siempre el máximo: "No le basta, dice Hans Küng, media voluntad, pide la voluntad entera. No sólo espera sanos frutos, exige el árbol sano. No sólo el obrar, también el ser. No algo de mí, sino mi propio yo, y éste entero". La resurrección de Jesús es el máximo testimonio en favor de la vida, pues es testimonio contra la muerte y contra todos los que se arrogan el derecho a matar salvajemente, empezado por el “nasciturus”.

Las estructuras indican dónde se encuentra el Señor; y Él señala dónde y cómo hay que pescar; obedecer y reconocerlo es carisma concedido por el Espíritu como él quiere. Por eso, a todos se dirige la pregunta fundamental: “¿Me amas?” La respuesta es esencial. Pedro aprende hoy la enseñanza del amor: ser discípulo de Jesús es amar a riesgo de la propia vida. Sígueme. El amor como condición previa para seguirlo. El seguimiento es múltiple en sus formas, el amor es único. Pedro había negado tres veces a su Maestro (Jn 18,17-27) y por tres veces le pide Jesús una profesión de amor.

El sentido de la reunión es la comensalidad del Resucitado en que flota la "reinstitución" de la Eucaristía en el encuentro. Los discípulos reconocen ahora a Jesús con una expresión de fe pascual: "Es el Señor". "Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado". "Era la tercera vez que Jesús se aparecía a los discípulos".