V Domingo de Pascua, Ciclo C
San Juan 13,31-35: Os doy un mandamiento nuevo

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 14,21-27; Sal 144,13-18; Ap 21,1-5; Jn 13,31-35

«Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios en Él. Si Dios es glorificado en Él, Dios lo glorificará a Él, en sí mismo y lo glorificará muy pronto.

Hijitos míos, aún me queda un poco que estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros»  

            La primera lectura del libro de los Hechos (14,20-26) refiere el final del primer viaje misional. Pablo y Bernabé desandan el camino recorrido en su primer gran viaje misionero en el que llegaron, desde Antioquía de Siria, hasta Derbe, en el extremo suroriental de Licaonia, en Asia Menor y por fin a Antioquía de Siria, desde donde fueron enviados a predicar. Hay que señalar que Lucas, probablemente, retrotrae aquí, a tiempos de Pablo, algunas instituciones posteriores, como la de los presbíteros, dirigentes de comunidades, que quizá sea más tardía. San Lucas, aquí y en el Evangelio, pinta las situaciones con trazos generales con visión optimista, aunque no deja de hacer alusión a las dificultades; en la perspectiva lucana las comunidades son muy positivas. Lo más importante, en cambio, es señalar la expansión del Evangelio en otros ambientes.

En todas esas jóvenes iglesias tenían algo muy importante que decir. Lucas sintetiza el mensaje importante comunicado en esas iglesias en una frase lapidaria: "Por muchas tribulaciones..." (v. 21). Esta idea se registra en todos los estratos del N.T. como una condición necesaria para entrar en el nuevo tiempo de la salvación escatológica (Mt 5,20; 7,21; 18,3; Jn 3,5; Mc 9,47; Lc 18,17) y forma parte constitutiva de la vocación apostólica de Pablo (Hch 9,16). En el contexto de Hechos significa que cada paso de expansión cristiana ha de hacerse necesariamente a través de persecuciones, misterio divino que se esclarece únicamente a la luz de la muerte de Cristo como origen y meta de la misión cristiana; los gentiles que se habían convertido al Evangelio habían sido objeto de las primeras persecuciones, sobre todo por parte de judíos y judaizantes. Como había dicho Jesús, la puerta de acceso al Reino de Dios es muy estrecha y los que abrazan el Evangelio pasan por muchas dificultades.

Llegados a Antioquía convocan la asamblea eclesial para dar cuenta de cuanto han hecho en su primer viaje misionero; el relato era parte integrante de las correrías apostólicas desde los tiempos de Jesús (cfr. Lc 9,10; 10,17); su contenido consistía en exponer la obra de Dios. Lucas la resume en estas palabras: "El ha abierto a los gentiles el camino de la fe". Indica que los grandes comienzos de la predicación a los gentiles descritos en Hechos son un paso decisivo no por obra de Pedro ni de Pablo, sino de Dios mismo. Así, esta breve frase recalca la importancia idéntica en el orden histórico-salvífico de Antioquía y de Jerusalén. La imagen de la puerta encierra significados muy variados en el N.T.

En este contexto pone de relieve que el único acceso posible a la salvación de Dios no es la circuncisión, sino la fe (cfr. Hch10,43; 13,39; 14,9; 16,31; 26,18; Rom 5,2; Eph 2,18) y que ésta es un regalo gratuito de Dios (cfr. Hch 15,7; 2,47; 3,16; 5,14). 

El SALMO RESPONSORIAL (144,13-18) proclama: «El Señor es clemente y misericordioso, lento en cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas».  

 La segunda lectura del libro del Apocalipsis (21,1-5) dice: «Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado; … y Dios estará con los hombres y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque «Todo lo hago nuevo».

Buscamos siempre la ciudad ideal, que es la ciudad del ser: la sociedad perfecta, que es la civilización del amor. Un mundo en que no nos hagamos sufrir unos a otros, sino que tratemos de ayudarnos unos a otros. El mundo nuevo no supone la destrucción apocalíptica de éste, sino su transformación progresiva. El Reino de Dios ya está dentro de nosotros.

El Apocalipsis, en esta última sección (21,1-22,5) se da la mano con el Génesis. Si la primera palabra de Dios en el Génesis era el fiat, un "hágase" que surtía su efecto (Gn 1,3), también aquí la primera palabra emitida por el que está sentado en el trono es: "Todo lo hago nuevo". El primer cielo y la primera tierra desaparecen, dejando paso a una nueva creación, a una nueva sociedad. Esta nueva creación nos hace olvidar la presente (cfr. Is. 65,17; 66,22) que se ve liberada "de la esclavitud a la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios" (Rom 8,19 s.). Este mandamiento nuevo, esta situación enteramente nueva que es la del cristiano, crean un mundo nuevo, una Ciudad nueva; tal es la visión de Juan. Todo es renovado. El mar, símbolo del caos, de las fuerzas adversas (Gn. 1) ya no existe. Dios, por medio de Cristo, ha destruido las dos tierras y a Satán definitivamente (20,1-10; cfr. Is 27,1; 51,9; Salm 74, 13 ss.; Job 26,12). Abatidos los enemigos, se instaura el nuevo reinado de Dios, la nueva humanidad en la que no hay pecado, ni se tropieza con dificultad alguna. Esta nueva Jerusalén es la morada (sekinah) del Señor. En el A.T., la nube, símbolo de la presencia divina, baja sobre la morada. Aquí el simbolismo se hace realidad: la morada es el nuevo pueblo y Dios en persona está presente en medio de él para protegerlo. La morada de Dios y la morada del hombre serán la misma morada, el cielo y la tierra se reconciliarán. Dios habitará definitivamente entre todos los hombres y todos los pueblos serán un mismo pueblo en la presencia de Dios, porque ya no habrá llanto, ni muerte, ni dolor alguno. Dios mismo es el que empeña su palabra para confirmar al Vidente en su esperanza y ordenarle que escriba lo que le dice.

Aquí el libro llega a su climax: en la lucha entre Dios y Satán, el primero vencerá a pesar de las dificultades presentes por las que atraviesa la comunidad. El Dios creador es también la meta última de todo ser creado. Las fuentes humanas de felicidad no sacian la sed; sólo la consumación, todavía oculta, podrá satisfacer el ansia humana. "Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti" (San Agustín).

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (13,31-35), trae el mandamiento nuevo, el testamento de Jesús, su verdadera herencia: "Que os améis unos a otros como yo os he amado". Jesús lo destacó entre todos los mandamientos como la plenitud y perfección de la Ley; ha de ser nuestro distintivo, la señal en la que debemos ser reconocidos como discípulos suyos.

Cuando Judas sale resuelto del cenáculo para consumar la traición, ha sonado la "hora" de Jesús, la de su exaltación en la cruz, la de su gloria y la de la gloria del Padre, es la hora del amor supremo, la hora del Hijo del Hombre, la de ser traicionado; es la hora de revelar que Jesús es el Señor y que Dios es amor. El Padre, glorificado por la obediencia, glorificará a su Hijo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha.

Jesucristo centra toda su doctrina en el amor. Exige el amor más grande, “como yo” significa captar y asimilar el amor de Jesucristo, amar en el grado sumo, el de entregar la propia vida en sacrificio oferente, pues, nadie tiene un amor más grande que el que ofrece su vida por el otro (Jn 15,13). Exhorta a los discípulos a una vida de amor semejante al suyo; en el discurso de la úl­tima les inculca, con su vibrante exhortación, el amor; por eso, les da un "Man­damiento Nuevo": que os améis unos a otros. Es nuevo porque nunca se había exigido nada semejante antes de la venida de Cristo. Exige a sus discípulos el amor más grande, que se amen hasta el signo supremo de hacer donación de su propia vida, como lo hizo él (Jn 13,1 ss); es “nuevo” en la formulación de Jesucristo, que lo carga de unas nuevas y contundentes connotaciones, que no tenía en el A.T.: "Sabéis que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo'" (Mt 5,43); no es el amor al simple y exclusivo prójimo judío, como era en Israel (Lev 19,18), sino un amor universal fundado en Dios: amor a los hombres “como Yo amé”, al ser tan arraigado el egoísmo del hombre, la caridad al prójimo indica que procede del cielo, es un don de Cristo; por la reducción de obligaciones reglamentadas en el judaísmo que se quedan en uno sólo, nuevo y único: amor a Dios y al prójimo; y porque ahora el amor tiene un referente asequible y práctico que es el propio Jesucristo: "amaos como yo os he amado"; y tal amor ha de ser el distintivo característico de sus discípulos: "Os reconocerán en que os amáis". El Maestro de Nazaret sólo exige cumplir el mandamiento del amor, aferrándose a la fe: "a todos los que creen en su nombre, les da el ser hijos de Dios" (Jn 1,12). Sólo son importantes dos cosas: la fe y el amor. La fe se activa por el amor (Gal 5,11).

La novedad estriba en que Dios manifestó su amor al mundo (Jn 3,16), y en que Jesucristo es la causa eficiente, amó a los suyos hasta la muerte (Jn 13,1); el amor es signo del alma de Cristo. Sólo quien es amado y se siente amado, es capaz de amar. Es un amor de comunicación y de sacrificio. El amor mutuo debe ser manifestativo del amor que Dios tiene al hombre. El Mandamiento Nuevo es la mayor herencia y la última recomendación de Jesús a los discípulos a punto ya de pasar consciente y voluntariamente de este mundo al Padre. El amor a los demás, un amor corporativo, total y vivo que impele hasta dar la vida por los hombres hermanos será el distintivo, el emblema de los cristianos. Pero, desgraciadamente, a muchos se nos ha caído en el vaivén de estos últimos veinte siglos o nos lo ha arrebatado el bienestar institucional y el hombre del siglo veintiuno nos mira de reojo y con desdén, porque no se nos ve, no nos distingue nuestro mejor signo y señal: “El que conoce mis mandatos y los guarda, ese me ama y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él  (Jn 14,21).

La norma, pues, es el amor. La única Ley es amar a los demás, amar al prójimo intensamente en toda ocasión, sin límites, porque Dios nos ama. Eso es lo que Jesús hace, escucha al Padre, aprende y actúa de la misma forma. El mandamiento del amor es el carnet de identidad de los verdaderos discípulos, el contrato de amor de la nueva alianza firmado en el nuevo Sinaí; su medida está marcada por el amor de Jesucristo, no por aquel con que amamos nosotros, que hemos de llevarlo sobre nuestros cuerpos, escrito en nuestros corazones, en nuestras vidas, hogares y ciudades (Dt 6,4-9). Que los hombres, siglo a siglo, hayamos complicado la orientación con fórmulas, alharacas y liturgias, cargado de afecciones y organizaciones humanas y plegado a directrices civiles, no impide que volvamos nuestro espíritu y lo sumerjamos única y exclusivamente en el Evangelio, en la doctrina y enseñanza escuetas de la palabra concreta de Jesucristo. Ser discípulo de Cristo es estar revestido del amor, expandir amor en toda acción, situación y palabra. “Mirad cómo se aman entre sí y cómo están dispuestos a morir unos por otros”, decían los paganos de los primeros cristianos jerosolimitanos, refiere Tertuliano, que “tenían un solo corazón y una sola alma” (He 4,32). Y Minucio Félix reflejando el estupor de los gentiles, añade: “Se aman aun antes de conocerse”. El cristiano ha de ser el mismo amor; ha de ser imagen auténtica de Jesucristo, que perdona siempre, que cura siempre, que acoge y ama siempre: ¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco. Quiero, sé limpio, ve y no peques más. En esto reconocerán…

San Juan, en su primera carta, se hace eco de esta enseñanza de Cristo: "Éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos los unos a los otros" (1Jn 3,11; cf 2 Jn 5s), hasta dar el don de la vida, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios (1Jn 3,16). Los cristianos deben amarse los unos a los otros, concretamente, según el mandamiento del Padre (1 Jn 3,23). San Juan llega a afirmar que el amor a Dios y al hermano corren parejos, tienen la misma raíz. El amor auténtico al prójimo está ligado al amor a Dios. La relación religiosa con Dios está ínti­mamente vinculada al comportamien­to con el prójimo desde los textos más antiguos de la Sagrada Escritura. El amor al prójimo en la Biblia se fun­damenta en la conducta de Dios: hay que portarse con amor, porque el Se­ñor ha amado a esas personas (Dt 10,18s; Mt 5,44s.48; Lc 6,35s; 1Jn 4,10s). Por consiguiente, no es cuestión de mera solidaridad humana o de filantropía, pues la causalidad del amor al prójimo es de carácter histórico, salvífico o sobrenatural. Así, con la parábola en acción del lavatorio de los pies, los alecciona en la caridad; el hecho ejemplar del lavatorio forma un dístico con la unción de Betania;  historia que, según los evangelistas, sería contada “en memoria de la mujer”. Todos los Apóstoles asimilaron su enseñanza, como vemos en sus cartas. San Pedro insta con pasión: "Amaos unos a otros entrañablemente, amad a los hermanos. Temed a Dios (1 Pe 1,22; 2,17).

El amor es la gran realidad y el más hermoso regalo de la Pascua. Vivir en el amor es apostar por la Pascua. El amor hecho realidad en el día a día es energía transformadora de resurrección. El distintivo del cristiano, la identidad del cristianismo es el amor, amar a Dios y al prójimo. Esta es la felicidad.