Amor y familia

Autor: Camilo Valverde Mudarra



En el hogar se ha de vivir en el amor: "Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran" (Rm 12, 14-15). El amor al prójimo es prioritario: "A nadie debáis nada, sino el amor mutuo; el que ama al prójimo, cumplió la Ley.

La familia que no cultiva el amor está avocada a la ruina. La felicidad personal y el bienestar social van estrechamente enlazados a la prosperidad conyugal y familiar. En el ambiente que respiramos, se han introducido diversos modismos y deformaciones que avocan a la ruina del matrimonio; la unión matrimonial sufre frecuentemente la agresión del egoísmo, el hedonismo y la ambición. Las actuales tendencias económicas, socio-psicológicas y civiles originan fuertes perturbaciones para la familia. Nuestra respuesta será la de S. J. Crisóstomo: “No me cites leyes que han sido dictadas por los de fuera… Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas, sino por las leyes que Él mismo ha dado”.

La familia es la célula viva del cuerpo social, si se ataca y destruye, se desmorona la sociedad y quedará expuesta a la barbarie. La familia es el núcleo primario de ayuda mutua y de educación de los hijos en virtud del sacramento del matrimonio. Ya lo expresaba el Vaticano II: “los cónyuges se ayudan mutuamente a erigir su amor fecundo y a fortalecer la educación de los hijos en la unidad, consorcio del cual procede la familia (LG 11).

La verdadera familia se fundamenta en oír la palabra de Dios y cumplirla en la práctica del día a día. La familia ha de fundamentar la unión, huir de estorbos y desvíos, prever los peligros y rupturas; y poner amor, donde no haya amor, en la entrega diaria, en la paciencia, en la responsabilidad, en estar en el otro, olvidando el "yo" y dejándose diluir en el tú.

El matrimonio tiene sus raíces en la creación. “Desde el principio, el Creador los hizo macho y hembra y dijo: ‘Por esto, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne’. De forma que ya no son dos sino uno solo” (Mt 19,4). 

Pero, "Moisés permitió el repudio y el libelo de divorcio", le dijeron, a Jesús y Él contestó: Ello se debe a la “dureza del corazón humano”. La rudeza que lleva a la violencia. La impiedad, la obstinación en el egoísmo y el hedonismo personal y social crean situaciones irreversibles y tan difíciles para la convivencia, que hacen precisa la separación y el divorcio; que siempre será mejor que mantener el insulto, la vejación, la rabia enquistada y, al final, el triste desenlace de la sangre y el asesinato. 

Por ello, se ha de estudiar muy detenidamente la elección y no dejarse cegar por los halagos y entusiasmos enamoradizos del principio. Aquel que, olvidó sus palabras de amor o engañó, a la mujer, con falsos requiebros y quemó su amor en el odio y en el desprecio, es mejor separarlo y detenerlo. Hay hábitos y tendencias del carácter que, con la observación, se detectan y muestran los posibles problemas que seguro vendrán. Y, en ese primer momento, que es más fácil y menos doloroso, se debe cortar y marchar cada uno hacia otros horizontes y caminos. 

Lamentable es siempre esta situación. Pero siempre se debe a una deficiente educación asentada en el capricho y la concesión de las veleidades por la ausencia de los padres o una irresponsable dejación de la autoridad que entendió mal la formación y atendió más a sus propios intereses y diversiones. La educación de los hijos es un derecho fundamental paterno y a la vez un deber inexcusable que han de ejercer con todo esmero y dedicación. La escuela no puede suplir, y hoy menos aún, la imprescindible labor educadora que concierne a la familia, en constante aviso y delicado cuido. Y ello, en un ambiente de respeto, responsabilidad y amor abarcador y exigente. No hay página más encumbrada en la literatura mundial ni consejo más exquisitamente trabado que el de San Pablo en la epístola a los Corintios. Proponiendo el Himno a la caridad (caridad con mayúscula, el Amor), San Pablo exhorta: “Aspirad a dones más altos. Yo os voy a mostrar un camino muy superior”: 

“Aunque yo hablara las lenguas de los hom­bres y de los ángeles, si no tuviera caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviese el don de profecía y conociese todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviese tanta fe que trasladase las mon­tañas, si no tuviera caridad, nada soy. Y aunque distribuyese todos mis bie­nes entre los pobres Y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera cari­dad, de nada me sirve. La ca­ridad es paciente, es servicial, no es en­vidiosa, no se pavonea, no se engríe; la caridad no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; la caridad no se alegra de la injusticia, pero se alegra de la verdad; todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás... Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, pero la más ex­celente de ellas es la caridad” (1 Cor cap 13).

Todos los dones, todos los prodigios, todas las grandes obras de los hombres, nada son, nada valen, de nada sirven sin la caridad que es la reina de todas las virtudes. La caridad es superior a todos los demás dones y virtudes porque todos desaparecerán con la muerte, mientras la cari­dad es eterna.

Todo precepto se reduce a este pensamiento: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. El amor no hace mal; la plenitud es el amor. Dejemos las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Vestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13,8-14). El camino es amar, amar siempre, porque "la caridad es eterna".