La espiritualidad cristiana

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

La perfección es la vocación a la que está llamado el discípulo de Cristo. El mismo Maestro tras explicarles la actitud que han de adoptar en cuanto al amor, termina exhortándolos: “Vosotros, pues, sed perfectos, como Vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt 5,48). La autenticidad de ser cristiano se halla en la conexión e interrelación de la confesión de la fe y del amor mutuo; fe y amor son dos aspectos inseparables de un criterio único, que debe servir de referencia para descubrir la identidad y valorar su realización en la vida cotidiana.

       En las páginas del N. T. el amor cristiano se esboza como el ideal y el signo distintivo de los discípulos de Jesús. El amor es la base que sustenta la esencia cristiana: el que ama a sus hermanos y vive entregado en su servicio es un verdadero cristiano; muestra que ha entendido el seguimiento auténtico del Maestro de Nazaret que amó a los suyos hasta el fin, que por amor a la humanidad vino al mundo, se hizo voluntariamente Siervo de los siervos, hasta el acto supremo de dar su vida como cordero sacrificial y víctima propiciatoria. El que no ama vive muerto; quien no tiene amor permanece en la muerte y no puede tenerse por cristiano, de ningún modo entra en el discipulado de Jesucristo.

 

1.- El Cristocentrismo

 

La espiritualidad del cristiano se va llenando progresivamente de exigencias morales que discurren concéntricamente en torno a Jesucristo. Estos círculos concéntricos impelen cada vez más al hombre hacia Jesucristo, hasta identificarse, por entero, con Él. Cristo es el centro vital de toda la creación, lo domina todo en el espacio y en el tiempo, tiene sobre vivos y muertos el más absoluto señorío (Ap 1,18). La sobreabundancia de gracias -"gracia sobre gracia" (Jn l,l6)-, que comienza por la filiación divina (Jn 1,12) y va perfeccionando al hombre, se deben todas al Verbo Encarnado que, por ser Hijo de Dios posee la plenitud de la divinidad, plenitud que se manifiesta en los atributos de misericordia y de fidelidad y que se desborda en los que creen en Él (Jn 1,16).

Jesucristo es el buen pastor que conoce personalmente a sus ovejas. Las ovejas tienen también que conocerlo a Él, amarlo y obedecerlo (Jn 10,14); es también la puerta del redil por la que hay que pasar para entrar en el reino. El es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), es decir, el camino verdadero que conduce a la vida. Sólo a través de Él se puede llegar al Padre.

El cristiano está radicado en Cristo, como el sarmiento a la cepa. Con esta metáfora Cristo afirma nuestra absoluta dependencia de Él, tanto en e1 ser como en el obrar. Sin Él, separados de Él, sólo servirnos para ser echados fuera, como el sarmiento seco que se arroja al fuego y se destruye (Jn, 15,1-6). Pero unidos a Jesús entramos en comunión de su misma vida y su mismo poder, nos hacemos, en cierto, modo omnipotentes: "Si permanecéis en mi y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo tendréis" (Jn 15,7}

No solamente Cristo, sino también el Padre harán en el hombre morada permanente (Jn 4,23). El hombre está en ellos y ellos en el hombre (1 Jn 1,4). Es la fórmula de la mutua inmanencia, tan repetida en el evangelio. Sabemos que guardamos esta comunión con el Padre y con el Hijo, porque nos ha dado su Espíritu (1 Jn 4,13} y porque estamos en comunión unos con otros (1 Jn 1,3-4; Jn 17,20-23). Para estar en el Padre y en el Hijo, tenemos que estar con los hombres, en unidad y en comunión. Jesucristo debía morir "para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52). Sin unión con el prójimo, no hay unión con Cristo. Eso de "a solas con solo Dios" no parece una fórmula muy evangélica. Únicamente lo es, si estar a solas con El, significa estar después más con ellos, volcado en los hermanos.

 

2.- La vida eterna

El cristiano tiene que estar imbuido del amor a Cristo que ofrece el “agua viva que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14) y, con ella, da su vida, se entrega en la cruz, como víctima, cordero pascual de la Nueva Alianza. Del mismo modo, el cristiano debe estar dispuesto a perder la vida temporal, con tal de poseer la vida eterna. Conseguir la “vida eterna” es el ideal que señala San Juan, así como los evangelios sinópticos lo ponen en “el Reino de Dios”; el ideal es entrar en el “Reino de Dios”. San Juan ha concebido el ideal de la perfección cristiana como el cumplimiento del mandato del Padre, que constituye la base y la cumbre de la religiosidad: "Este es su mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo" (1 Jn 3,23).       

El Padre, que es la vida y la fuente de la vida, tiene el poder de dar la vida y ha conferido a su Hijo ese mismo poder (Jn 5,26). Jesucristo es el dador de toda vida, tanto en el orden material como en el orden espiritual: 'Todo lo que ha sido hecho tiene vida en Él" (Jn l,4)."Yo he venido para que tengan vida y una vida abundante." (Jn 10,10). "Sin mí, nada podéis hacer" (Jn 15,6). "El que tiene al Hijo tiene la vida" (1 Jn 5,12). Para tener vida hay que ir a Jesucristo (Jn 5,40), porque Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), el pan de vida (Jn 6,48), la resurrección y la vida (Jn 11,25).

Jesucristo nos da la vida a través de su palabra, la cual tiene una virtud fecundante es portadora y dadora de. Vida. Sus palabras son "espíritu de vida" (Jn 6,63}. "Sólo Él tiene palabras de vida eterna" (Jn 6,68). "El que guarde mi palabra nunca verá la muerte" (Jn 8,51). Por tanto, para alcanzar la vida, hay que escuchar y obedecer sus enseñanzas.

Esta vida espiritual radica ya en el tiempo y tiene una proyección eterna, se mueve en una doble dimensión: temporal y eterna. La vida que poseeremos eternamente, la poseemos ya ahora: "El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado tiene (en presente) la vida eterna" (Jn 5,24). Por eso, la preocupación escatológica, que tienen los sinópticos, incluso San Pablo, en Juan no existe, pues para él la vida futura ha comenzado ya en este mundo, la escatología ya está realizada. Sólo hay que esperar la escatología final o el final de la escatología que, para cada uno, es el día de la muerte corporal. La conjunción de estas dos dimensiones de la misma vida la expresó Jesucristo con estas palabras: "El agua, que yo le daré, será en él un manantial que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14).

 

3.- La fe

 

La fe se centra en Cristo: "Obrar según Dios es creer en el que El ha enviado" (Jn 6,29). El hombre tiene que vencer las fuerzas del mundo de abajo con la fe: "La victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe" (1 Jn 5,4). Sin fe, no hay vida. Si no se cree en Jesucristo, no se guarda la palabra del Padre (Jn 5,38), pues la voluntad del Padre es que crean en su Hijo (Jn 6,40). El primer estadio de la fe es Jesucristo, el segundo es el Padre.

Toda la espiritualidad de San Juan parte de este concepto: "Hay que creer que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y, mediante esta fe, tener la vida" (Jn 20,31). Esta es la suprema finalidad del evangelio.

Esta aceptación explícita de la mesianidad y de la divinidad de Jesús es la señal para distinguir a los hombres en relación con Dios: "En esto conocéis el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios, todo espíritu, que no confiesa a Jesús, no es de Dios" (1 Jn 4,2-3). "Si no creéis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados" (Jn 8,24). El hombre se autojuzga a sí mismo con referencia a la fe: "El que no cree, ya está juzgado, mientras que el que cree no es juzgado" (Jn 3,18).

La fe, pues, está en el origen de la vida. Son fórmulas positivas de esta realidad: "El que cree tiene vida eterna" (Jn 6,47). "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (.Jn 3,36). "El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado tiene vida eterna" (Jn 5,24); y fórmulas negativas: "El que cree en mí no morirá" (Jn 11,26). "El que cree no es juzgado"(Jn 3,18).

            Esta fe no es la fe del carbonero, sino una fe razonada, apoyada en múltiples testimonios. El testimonio de las Sagradas Escrituras, el del Bautista, el de los apóstoles (1 Jn 4,14) el de los milagros o “signos”, el de las profecías. La fe produce el conocimiento de Jesucristo. El que cree en Él, lo conoce. E! conocimiento de Cristo supone la posesión de la fe: "Nosotros hemos creído y hemos entendido que tu eres el santo de Dios" (Jn 6,69). "Nosotros hemos creído para conocer, porque si hubiéramos querido conocer entes de creer, no hubiéramos conocido ni creído", dice San Agustín. Y San Cirilo de Alejandría añade: "Después de la fe, el conocimiento y nunca antes el conocimiento que la fe, según está escrito: si no creéis, no comprenderéis".

La fe es un don, un puro regalo de Dios. El hombre, por sí solo, no puede tener fe. Lo único que tiene que hacer es aceptar ese regalo. Podríamos decir que "creer es querer creer". La fe no puede quedarse en el aspecto intelectual, en aceptar con la cabeza que Jesucristo es Dios. Eso es sólo el punto de partida. Tiene que desarrollarse en el área de la voluntad y del corazón. Desde esta perspectiva, tres son los elementos de la fe: obediencia, confianza y fidelidad. La obediencia supone la escucha para comprender, asumir y practicar lo que Jesucristo ha dicho. Esto es lo que se llama “obediencia de la fe”. Esta obediencia culmina en el abandono en brazos de Dios, en una entrega total a Él, en fiarse de Él de manera absoluta, en dejar en sus manos toda nuestra existencia humana y religiosa. Es lo que decía el salmista: "Confía toda tu vida al Señor y fíate de Él-, que él sabrá lo que hace" {Sal 37,5}. Lo mismo que aconseja San Pablo: "Sé de quién me fío" y San Juan: "Nosotros nos hemos fiado del amor que es Dios" (1 Jn 4,16). El cristiano tiene que relacionarse con Dios desde la confianza filial, consciente de que habla con su Padre. Dios es la fidelidad misma, cumple siempre, no falla jamás. El cristiano tiene que corresponder a esa fidelidad "siendo fiel hasta la muerte" (Ap 2, 10).

La fe tiene que ser operante, acompañada de buenas obras. Una fe, sin obras, está muerta. El creyente se ha comprometido a guardar los mandamientos, la palabra de Cristo (Jn 14,15.21). La fe, si está viva, produce necesariamente obras de amor operativo. En la vida espiritual, la fe es el "espíritu" y las obras la "letra"; y, si no hay letra, no puede haber el espíritu de la letra. "Cree de verdad aquel que practica con la vida la verdad que cree " dice S. Gregorio Magno. La fe actúa por la caridad {l Tes 1,3}. El sustantivo "fe" aparece 24 veces en los evangelios sinópticos y ninguna en Juan, pero el verbo "creer" (pisteuein) aparece 30 veces en las Sinópticos y 88 en Juan, al que se puede llamar, con toda razón "el evangelio de la fe".

La fe vivida así es todopoderosa:

 

"Os aseguro que el que cree en mí hará las obras que yo hago y las hará aún mayores que estas, porque me voy al Padre, y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré" ( Jn 14,12-14).

 

La fe, por tanto, se realiza en la obediencia, se vive y se mantiene en la confianza y en la fidelidad y se manifiesta en el amor operativo. El cristiano ha de vivir, pues, su fe y ese amor fehaciente.

 

4.- La divinización del cristiano

 

En el momento en que entramos en posesión de la vida quedamos transformados, se opera en nosotros una doble mutación: ontológica y jurídica. Un cambio en la entidad, en lo profundo del ser: "Nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre" (Ap l,6). Este estado nuevo conlleva una nueva ordenación de nuestra vida: "Somos de Dios y para Dios" (1 Jn 4,6). El cristiano es un expropiado, pertenece por entero a Dios y, por lo mismo, se debe también a los hombres.

Esta expropiación o divinización consiste en pasar de un estadio a otro, del mundo de abajo al mundo de arriba. El cristiano no es de este mundo, igual que Jesucristo (Jn l7,16). Este antagonismo entre el mundo de abajo y el mundo de arriba define la postura espiritual del hombre frente a Jesucristo. La palabra "mundo" aquí tiene la significación de una realidad de orden moral. El cristiano tiene que seguir en este mundo, en la esfera terrestre, hasta que le llegue su hora, pero no ser de lo mundano, de lo que pertenece al pecado (Jn 17,5), tiene que nacer de nuevo, de arriba, ser del otro mundo, ser una nueva criatura. En San Juan, es corriente el empleo de palabras con doble, o incluso triple significado, como en este caso la palabra "mundo".

La transformación ontológica del cristiano está, pues, en el nacimiento nuevo (Jn 3,31 en virtud del Espíritu y a través del agua (Jn 3,5), al ser bautizado. Se trata de poseer una naturaleza divina, de ser hijos de Dios, no simplemente de adopción: "Somos llamados hijos, y, en efecto, lo somos" (1 Jn 3,1). Como hijos que somos, participamos de la naturaleza del Padre (2 Pe 1,4).

Como decimos el nacimiento nuevo se efectúa también por la Palabra de Dios. En la parábola del sembrador se advierte la fuerza vital de esa Palabra (Mt 4,lss) sembrada en el corazón del hombre (Lc 8, 12; Mt 13,19). La Palabra, como la Eucaristía, es "pan de vida". Las dos son el alimento de nuestra vida espiritual. Por eso, la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, como el mismo Cuerpo del Señor" (DV 21). San Agustín decía: "Venit Christus et in Verbo et in Carne". La comparación entre la Palabra y la Eucaristía no afirma una semejanza unívoca, sino análoga, pretende subrayar el "realismo" de la presencia de Jesucristo en la Escritura Sagra­da, como también lo es en la Eucaristía. Ambas se complementan. Esto dice un autor moderno: "Sin la Eucaristía, tenemos en la Biblia las palabras de un ausente y sin la Biblia, tenemos en la Eucaristía una presencia muda" (Auzou).

 

5.- La luz y las tinieblas

 

El mundo está dividido en dos regiones, la región de la luz y la región de las tinieblas. El poder de las tinieblas está sometido al Maligno. El de la luz a Dios y al Logos. De esta manera simbólica se dramatiza la lucha del cristiano para conseguir la vida. Pasar de las tinieblas a la luz es nacer de nuevo.

"Dios es luz" (l Jn 1,5). Es una definición poética, moral y funcional de Dios. Dios es luz porque ilumina a los hombres, los cuales tienen la obligación de dejarse iluminar por Él. El Dios del A.T. es e1 Dios de la luz, "llama ardiente" (Is 4,5). La luz viene a ser como una expresión de la presencialidad de Dios. Dios es luz, porque no tiene doblez en sus relaciones con el hombre, porque procede siempre con absoluta fidelidad. "Dios no se muda", es la lealtad misma.

Jesucristo es también luz, pero no la luz en sí misma, como es el Padre, sino la luz recibida del Padre pana iluminar a los hombres. Ha venido para ser la luz de la vida (-Jn 8,12): "Yo he venido como luz al inundo" (Jn 12,46). Creer en Jesucristo es creer en la luz, ser hijos de la luz, es ser de Dios (Jn 12,36). Como la vida se torna imposible sin la luz, podemos decir que la luz es la vida, que engendra la vida. Sin luz, no hay vida, ni en el orden físico, ni en el orden espiritual.

Las tinieblas son, en sentido figurado, el reino de Satanás que lucha por extender la muerte y el pecado un el mundo; una especie de personificación del pecado. Dios sitúa al hombre en una encrucijada: elegir entre el dualismo luz y tinieblas (Jn 3,19-21). Andar en las tinieblas es haber rechazado la luz. El pecado contra la luz es el peor de todos, porque es un pecado radical, pues aparta del camino de la rectitud: El que camina en las tinieblas, no sabe adonde va (Jn 12,35-36), está perdido; cerrar los ojos a la luz es no querer ver, autoexcluirse de la vida, perderse en la noche de la muerte. "Si estamos en la luz, estamos en comunión unos con otros" (1 Jn 1,7). Si rompernos la comunión con los hermanos, hemos roto la comunión con el Dios de la luz. "El que dice que está en la luz y odia a su hermano, está en las tinieblas" (1 Jn 2,9), está en el pecado, pues el pecado consiste en odiar y en no amar al hermano. La falta de amor será la causa de la condenación, mientras que el amor operativo lo será de la salvación (Mt 25,31-46).

Sin la luz, no tiene sentido el caminar. "Si uno anda de noche tropieza, porque le falta la luz" (Jn 11,l). El pecador camina en las tinieblas y no quiere acercarse a la luz, para que no se manifieste la maldad de sus obras, todo lo contrario del que obra el bien (Jn 20-21).

 

En la primera sección de los Hechos se describe, con entusiasmo, la idílica comunión en que vivían aquellos hermanos en Cristo: Todos los cristianos tenían un solo corazón y una sola alma y ninguna llamaba propia cosa alguna de cuantas poseían, sino que todo estaba a disposición del bien común (He 4,32).

Así pues, habían orientado su vida en el perfecto ejercicio del amor, como predicó esencialmente Jesucristo con su conducta y su palabra: “Mirad cómo se aman los cristianos” decían las gentes que observaban su edificante entrega; supieron hacer vida su amor, hicieron realidad el Reino Celestial aquí en la tierra, fundaron la comunión plena, vivían su unión en el amor, todo lo distribuían y todo era común y para todos (He 2,44).