La "Santificación" del creyente

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

Lo santo designa a Dios mismo (Is 6, 3; Lev 11, 44; 19, 2; 20, 26). Es el atributo que caracteriza el ser de Dios como rasgo de otra naturaleza o categoría de ser distinto de las realidades de este mundo nuestro. No se contrapone, por tanto, a "pecador" sino a "profano". La santidad es la cualidad característica de ese mundo divino.

El cristiano es el hombre que ha pasado a pertenecer a ese mundo de Dios. Por eso los creyentes son designados como «santos» (3, 1; 6, 10; 13, 24), al estilo de San Pablo (Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2 Cor 1, 1; Ef 1,1 etc.). Han sido trasladados de una existencia profana, ajena y alejada de Dios a una condición que participa de la santidad de Dios (9, 13-14; l0, l0.14), del Espíritu Santo (6, 4). Y esto se ha debido a esa acción santificadora fe Jesús (2, 11; 13, 12) que se dejó invadir por Dios en toda su existencia, pasando así a ese mundo divino y convirtiéndose para nosotros en conmino hacia el Santo (10, 19; 9, 8; 12, 24).

Con el sacrificio personal de Cristo, se ha abierto el muro que cerraba el acceso a Dios, la condición carnal-terrena, se ha suprimido el obstáculo, la condición pecadora del hombre, que impedía entrar en comunión con Dios. Con una sola ofrenda, ha conseguido la perfección sempiterna para los santificados (10, 1-18). El suyo ha sido un sacrificio eficaz, que obtiene y lleva a la salvación eterna (9, 28), para todos nosotros «los santificados». El sacrifico personal de Cristo, hasta la misma muerte (9, 9.l0), su propia sangre (9, 13; 10, 29; 13, 12) ha hecho al hombre agradable a Dios, le ha adherido plenamente a Él; ha transformado al hombre desde dentro, en su intimidad, en su conciencia. Porque fue ofrecida en y desde el amor a los hombres, por sus pecados (l0,l0). En esa oblación voluntaria, nuestra condición humana, es pasada a la esfera de lo divino, transformada de rebelde en obediente y cercana, de ignorante en conocedora de Dios (l0, 16), de profana y pecadora en santa (l0, 10.14).

Esta condición o posición de los cristianos exige tomar el camino hacia Dios, exige por lo mismo un empeño moral de santificación (12, 14). Este empeño de santificación consiste en la transformación de la propia existencia, como Cristo, mediante la acción del Espíritu Santo de Dios (6, 4) y, desde dentro, adherirse constantemente a la voluntad del Padre, a ofrecer nuestras vidas a El con Cristo en favor de nuestros hermanos.

El propósito de santidad ha de seguir estos supuestos:


a) La santificación supone la acogida de la «gracia de Dios» (12, 15) que es ese don de la salvación obtenida por el sacrificio de Cristo (2, 9-10; 5, 9), por la fe y por la eucaristía y la huida-ruptura con todo tipo de idolatría, de culto a los ídolos, de lo profano (Dt 29, 17-18).

b) Ese camino se realiza, abandonando los valores inmediatos de este mundo cuya adhesión impide la búsqueda de lo santo, de la herencia de Dios (12,15-17). No proceder como Esaú que prefirió lo inmediato, el plato de lentejas. Y como concreción se señala también la huida de la impureza y de la riqueza (13,5; 10,34).

c) Supone caminar en la esperanza y en la paciencia-constancia (hypomoné) (10, 36; 12, 1.2.3.7). Santificarse es tender al Santo, como la herencia más preciada (l0, 25; 3, 6; 11.]8; 7,]9; 11,1). La esperanza comporta la adhesión a la voluntad de Dios (10, 36) que supone aceptar la vida con todos sus padecimientos, como Él lo hizo (2, lo-11) y, así, en el amor a Dios, en la adhesión a su voluntad, nuestra existencia se va transformando de pecadora, en santa. Por este camino, el sufrimiento se convierte en «pedagogía», en sacrificio que lleva a Dios, a su santidad (12,1-4. l0). Es el camino de «educación» en el que el hombre, por el amor del Padre, manifiesta la obediencia de hijo (12, 5-11).

d) La entrada en el Santo, el camino de la santificación, no se realiza en el aislamiento, en una pura relación aislada e individual con Cristo, sino la dimensión comunitaria de salvación.


Los creyentes son «hermanos», no sólo de Cristo (2, 11.12.17), sino que, en El y por El, han sido hechos «hermanos» entre ellos (3, 1.12; l0, 19; 13, 22). La ofrenda de Cristo fue por nosotros (9, 25-29), que formamos una casa, un templo, una familia (3, 5-6), una asamblea-eklesía (2, 12-13), un pueblo, el pueblo de Dios (4, 9; 9, 7). Como tal son responsables unos de otros y unos a otros deben estimularse y animarse a mantenerse fieles (3, 12-14) en la fe, en la esperanza y en el amor (10, 19-25). La santificación, el paso a la esfera de Dios, supone el amor a los hermanos (6, 9, lo, 24-25), que se manifiesta en la ayuda en sus necesidades (6, l0-11), especialmente en la solidaridad con los que sufren o son perseguidos a ejemplo de Cristo (10, 33; 13, 3). Esa caridad se concreta también en la hospitalidad (13,1.2). La santificación supone también mantener-perseguir la paz con todos (12, 14). Todo este camino y proceso de santificación constituye el culto-liturgia auténtico de los cristianos, culto que procede de la fe y que se identifica con la caridad verdadera.