Sed perfectos

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

El amor a Dios y a Jesucristo

El objeto primero del amor es Dios, de quien procede todo bien. Este es el mandamiento principal: "Armarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6,5; Mt 12,28-30.33). Hay que amarlo con el corazón, no sólo con los labios, como hacían los fariseos: "Muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: `Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón esta lejos de mí" (Mc 7,6), "Ya sé bien que no amáis a Dios" (Jn 5,42). "Pagáis el diezmo... y olvidáis el amor" (Lc 11,42). No tienen a Dios por Padre, por eso no lo aman (Jn 8,42).

El amor a Dios es una consecuencia del amor que Él nos tiene. "Lo amamos, porque Él nos amó primero" (1 Jn 4,19). San Juan de la Cruz dice: "Dios nos arna para que lo amemos mediante el amor que nos tiene" (Cta.32). "Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo igualándola consigo y así ama el alma en sí consigo, con el mismo amor con que él se ama (CB 32,6). El amor a Dios es, por tanto, un don que Él nos regala y que Jesucristo le pide para sus discípulos: "Les he manifestado tu nombre para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo en ellos" (In 17,26). Mediante el amor el hombre entra en comunión con Dios y se hace uno con él, como añade San Juan de la Cruz: "La cosa amada se hace una cosa con el amante y así hace Dios con quien lo ama" (Cta. l l).

El amor que exige Jesucristo está por encima de la propia familia: "El que ama a su padre, o a su madre, a sus hijos o a sus hijas, más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37; Lc 14,26). Quiere que lo amemos incluso por encima de nuestra propia vida: "El que ama su vida, la perderá y el que desprecia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 2,25). El se nos da por entero, pero exige, en reciprocidad, la misma radical entrega. Hay que dejarlo todo por Él, no sólo los bienes de este mundo, el dinero, el Dios Mammón, incompatible con el Dios de la Biblia, sino la misma familia (Mc 10,7), hay que negarse a si mismo y cargar con la cruz por amor a Él, que cargó con todas las cruces del mundo (Lc 9, 23).

La Magdalena, la discípula amada, es modelo de amor a Jesucristo: lo siguió en entrega absoluta durante su vida pública (Lc 8,2), que lo lloró en la cruz (Jn 19,25), que fue la más madrugadora para ir al sepulcro (Jn 20,1) y la primera a la que Cristo se aparece y constituye en el primer testigo de la resurrección y en apóstol de los mismos apóstoles (Jn 20,11-18). Modelo de amor es el discípulo amado (In 13,23) que lo siguió hasta el calvario (Jn 18,15) y fue el primero, antes que Pedro, en llegar al sepulcro tras el anuncio de la Magdalena (Jn 20,4). Es también un ejemplo de amor la pecadora arrepentida (Lc 7,36-50) que lo amó mucho más, más que nadie, porque le había perdonado mucho, pues a más pecado, más perdón y a más perdón, más amor: "A quien se le perdona mucho, ama mucho y al que se le perdona poco, ama poco" (Lc 7,47). Seguramente, el modelo más grande es Pedro que ama a Jesús más que los demás discípulos y así lo profesa por tres veces (Jn 21,15-17). El sobrenombre de "roca" que te impone Jesucristo (Mt 16,18), es el símbolo de su amor firme, total e inconmovible hacía Él.

El amor a Jesucristo se demuestra cumpliendo sus mandamientos: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14,15.21), haciendo de sus enseñanzas norma de vida (Jn 14,23), para permanecer en su amor, igual que Él cumple los mandatos de su Padre y permanece en su amor (Jn 15,9-10). El que ama a Jesucristo es amado por Dios y se convierte en santuario de la Trinidad Augusta (Jn 14,23).



El amor fraterno


El amor fraterno ha de ser practicado por el hombre, como una obligación impuesta por la misma naturaleza del amor participativo de Dios; el amarse es una consecuencia de su origen y del conocimiento de Dios: "El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4,7-8). 

Sin amor a los hombres, no hay amor a Dios; y ese amor fraterno, se realiza desde el amor a Dios; así, dice San Juan de la Cruz: "quien a su prójimo no ama, a Dios aborrece" (A 176). El fundamento de nuestro amor es, al mismo tiempo, el amor que Dios nos tiene: "Si Dios nos ha amado también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1 Jn 4,11), y el amor que nosotros debemos tenerle:- "Hemos recibido de este mandato: el que ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4,2 l).



El amor-comunión



Este es el mandamiento de Jesús: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12-17). Es su mandamiento nuevo. Y es nuevo, porque nadie, hasta Jesús, había llegado tan lejos en la formulaci6n del amor, por su motivación y por sus exigencias. Nos amamos porque Él nos ha amado y debernos amarnos como Él nos ha amado. El mandamiento nuevo es la síntesis de todo el evangelio. El amor es un don del Padre que nos trae el Hijo para que se lo devolvamos al Padre a través de sus hijos, nuestros hermanos. La vida cristiana exige pensar en los demás y en Dios hasta olvidarse de uno mismo.

San Juan nos da una metafísica del amor que avanza de la siguiente manera: Dios es amor. Por tanto, todo lo que lleva el sello del amor presencializa al mismo Dios (1 Jn 4,8). Dios ama al Hijo (In 335; 10,17). El Hijo nos ama a nosotros con ese mismo amor (Jn 13,1; 15,9). El Padre nos ama también porque nosotros amamos al Hijo (Jn 16,27). Y como una consecuencia de estos amores, surge el amor fraterno (Jn 15,12). La comunión con Cristo, mediante el amor, es el fundamento de la comunión con los hermanos, también en el amor. El que ama a Dios tiene que amar a los hijos de Dios (1 Jn 5,1).

Según esto, la novedad del mandamiento nuevo radica en la nueva vida conseguida por el amor. Por eso, San Juan insiste en el amor-comunión. El amar nos unifica a unos y a otros, como unifica al Padre y al Hijo (Jn 17,23-26). El amor cristiano se presenta como una derivación de la fe. Vivir según la fe (caminar en la verdad) es vivir en el amor fraterno (caminar en el amor).

San Juan lo ve todo en el plano de la unión con Cristo, en el ámbito de la vida nueva. Para entender el mandamiento nuevo, hay, que tener en cuenta la dicotomía de los dos mundos que él distingue: el inundo de arriba y el mundo de abajo. El mandamiento nuevo se centra y tiene sus exigencias en el mundo de arriba, en el nacimiento nuevo. Este amor-comunión no se extiende al mundo de abajo, no es un amor universal, sino un amor puramente cristiano referido a los hermanos en la fe, a los que tienen también el nacimiento nuevo mediante su unión con Cristo.

Pero, en este mundo de arriba, el amor tiene unos postulados absolutos y las mismas dimensiones que tiene el amor de Cristo. Tenemos que amarnos como él nos amó, hasta morir unos por otros. Esa es la situación límite del cristiano con referencia a los demás cristianos. "Hemos conocido el amor por el ha dado su vida por nosotros y nosotros debemos dar también la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3,16).

Esta disponibilidad a dar la vida por los hermanos es una fuerza que el cristiano posee por estar unido a Jesucristo y vivir en su amor. La apertura del amor queda así limitada al mundo de arriba. De una manera negativa, San Juan advierte a los cristianos que no amen al mundo de abajo, ni las cosas que hay en él. Porque "si alguno ama el mundo, el amor del Padre no está en él" (1 Jn 2, 15).

De todo ello se deduce que el amor fraterno cristiano difiere esencialmente del amor fraterno mundano, porque el cristiano parte de un principio sobrenatural: pertenece a una familia de creyentes, en la que está integrado en plenitud, hasta dar su vida por los demás miembros.

Estas motivaciones del amor conducen al círculo de los cristianos, de los que viven en el mundo nuevo y así podemos hablar del exclusivismo que San Juan pone en el amor. Es verdad que San habla también del amor universal, pues el "mundo", con su complejidad de significado, al que también hay que amar, significa, a veces, el campo enemigo. Pero este amor desinteresado, que se impone sin motivación alguna, es tan reducido que prácticamente queda eclipsado por el amor-comunión.

En todo caso, cuando San Juan habla del amor-comunión, está hablando de la fuerza vital que sostiene e impulsa la marcha religiosa del cristianismo, de la vida interior de la Iglesia. La Iglesia se mantiene viva por el amor y en el amor. Los cristianos han de ser todo amor. El amor a los hermanos es su razón de ser, su carné de identidad: "En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros" (Jn l3,35).

San Juan habla de una manera positiva y no restrictiva; no excluye nunca el otro amor, el amor a los que no tienen comunión con los cristianos. Por otra parte, este amor, motivado desde la fe, se abre a la universalidad, pues el mandamiento nuevo se promulga en una perspectiva escatológica. Jesucristo lo proclama, como su testamento, en un discurso que se refiere íntegramente al mundo futuro, en el que hay cabida para todos los hombres, al que todos están llamados y en el que todos deben realmente entrar. La universalidad del amor está implícita en que Cristo murió "por los pecados, del mundo entero" (1 Jn 2,2).

Hay que decir, por fin, que para San Juan la señal inequívoca de la posesión inmediata de la vida eterna está en el ejercicio del amor: "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos; el que no ama permanece en la muerte" (l Jn 3,14; Jn 13,35). Esta misma idea la repite bajo el símbolo de 1a luz y de las tinieblas. Unas veces en lenguaje positivo: El que ama a sus hermanos permanece en la luz" (1 Jn 2,10) y otras de manera negativa: "El que odia a su hermano está en las tinieblas" (1 Jn 2,11). El que no ama no es discípulo de Cristo, pues un cristiano que no ama es un contrasentido imposible.



La verdad y la mentira


La verdad está en Dios, es el mismo Dios, es la Palabra de Dios (Jn 17,17), es Jesucristo (Jn 14,6), es un don divino que Dios ha hecho al hombre en Jesucristo (Jn 1,14.17). Para estar en la verdad, hay que vivir- en comunión. El testimonio unánime, en unidad de fe, de los cristianos, es el "testimonio de la verdad". Sólo desde la unión fraterna se practica la religiosidad "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23), es decir, en Jesucristo, templo verdadero de Dios, en el que se celebra el culto cuyo maestro de ceremonias es el Espíritu Santo. El culto puramente externo es un acto falso.

La mentira es la negación de esta realidad y comienza por quitar a Dios del medio, pues lo hace mentiroso, al negar el testimonio de Dios que nos manifiesta que Jesús es su Hijo (1 Jn 5,10) "El mentiroso es el que niega que Jesús es el Cristo" (1 In 2,2?). La mentira es una vileza, nace del Diablo que es "el padre de la mentira" (Jn 8,44).

Con el dualismo verdad-mentira San Juan expresa las dos posturas espirituales del hombre. Vivir en la verdad es estar en comunión con Dios y con los hombres, ser de Dios (Jn 7,17), pertenecer al mundo de arriba (Jn 3,3-7),ser del Espíritu Santo (Jn 3,6). Vivir en la mentira es ponerse de espaldas a Dios y a los hombres, poseer una vida terrena (Jn 3,31), vivir en el mundo de abajo (Jn 8,23), ser del Diablo (Jn 8,44).

La verdad genera en el cristiano un espíritu no de esclavitud, sino de libertad. Los que siguen a Cristo no son esclavos, sino hijos, y, por tanto, tienen la libertad de los hijos; son amigos de Jesucristo (Jn 15,15) y los amigos se mueven siempre en un clima de absoluta libertad y confianza. "La verdad nos hace libres" (Jn 8,32). El derecho a la libertad es el primer requisito moral del hombre en la sociedad civil y lo es también en la Iglesia, en la que los cristianos pueden moverse a sus anchas, sin sentirse coartados, como se sienten los hijos en la casa del padre, en el hogar familiar.



La confianza y el juicio 


El cristiano vive sin miedo alguno: "No estéis angustiados ni tengáis miedo" (Jn 14,27). Cuando el amor ha llegado a la perfección, se ha eliminado todo temor: "El temor supone castigo y el que teme no es perfecto en el amor" (1 Jn 4,18). La confianza en Dios hay que tenerla hasta el final, hasta el día del juicio: "La perfección del amor en nosotros está en que tengamos confianza en el día del juicio" (1 Jn 4,17). A Dios, no hay que temerlo, hay que amarlo.

El juicio es un encuentro con el amor, es un juicio de amor y sobre el amor, el amor misericordioso del Padre.

La vida del cristiano se escribe en un clima de paz, Jesucristo nos dejó la paz (Jn 14,27; 20,19.20.27), el don mesiánico por excelencia (Is 9,6), el conjunto de todos los bienes deseables. La paz es el mensaje constante de Cristo (Ap 1,4; 2 Jn 3). El cristiano, que ha llegado a la perfección, se siente en posesión de la paz en Cristo Jesús (Jn 16,33). La paz es un don dinámico, en cuyo desarrollo los cristianos están comprometidos. Los que poseen la paz son un testimonio de la paz, obradores de paz, llamados eternamente "hijos de Dios" (Mt 5,9).

La pacífica comunión con Cristo engendra en el hombre una alegría perenne: "Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa" (Jn 15,11). "No estéis tristes" (Jn 16,6). Podrá haber momentos de tristeza (Jn 16,20), pero si esa tristeza se hace habitual se convierte en un pecado contra la fe, excepto si es la consecuencia de una grave y crónica enfermedad física y psíquica. Jesucristo triunfante goza ya de la plenitud de la alegría (Jn 17,13). Nuestra alegría es una posesión anticipada de esa misma felicidad de Cristo (Jn 15,11). Una alegría que nada ni nadie nos podrá arrebatar (Jn 16, 22).