Sentido de la muerte y resurreccion

Autor: Camilo Valverde Mudarra 

 

 

 

       LA PASCUA DE JESÚS, CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN.

 

La salvación, presente en la actividad de Jesús, se realiza en plenitud, en el misterio de su Pascua. El misterio de la Pascua de Jesús comprende, en unidad indisoluble, su pasión y muerte, así como su re­surrección y exaltación y el envío del Espíritu Santo (cf. Fil 2, 6-11; Lc 24, 44-52; Hech 2, 22-36; 4, 8-12).  Mandamiento del amor: Jn 15; 1 Jn 3-4; 1 Cor 13.

San Pablo exclama: "Para mí la vida es Cristo y la muerte, ganancia" (Fil 1,21)

 

a) Carácter pascual de la muerte de Jesús.

 

Siervo de Yahvé (cf Is 42, 5-9; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13 - 53, 12).

A Jesús no lo matan, Él se entrega voluntariamente. Lo sabía. Decía palabras y realizaba acciones que eran castigadas con la pena de muerte (cf. Mt 2, 7. 23; Mt 12, 24; Lc 13, 10-17. 33; 14, 1-6; 23, 35; Jn 2, 17; 5, 1-18; 9, 1-41). De hecho, tuvo certeza de que moriría de muerte vio­lenta (cf. Mt 8, 31; 9, 12. 31; 10, 33; Lc 17, 25; 24, 7), muerte violenta que asume con plena libertad. El asume y acepta la misión de Siervo de Yahvé, una muerte expiatoria y sustitutiva (cf. Is 53, 4. 8-10) (cf. Mt 3, 16-17; 12, 18-21)

Aun siendo inocente, la soporta con paciencia, como expiación por el pe­cado de la humanidad. En San Juan, Jesús dice: «El Padre me ama porque doy mi vida..., nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; ésta es la orden que he recibido de mi padre» (Jn 10, 17-18).

       La muerte de Jesús tiene carácter pascual. Se trata de su «pascua» personal, de su paso de este mundo al Padre (cf. Jn, 13, 1-3), de su sacrificio, de su inmolación expiatoria, como "levadura antigua, para ser masa nueva" "nuestro cordero pascual, Cristo": 1 Cor 5, 7; (Núm 9, 12; Ex 24, 8; Jn 1, 29. 36; Jn 19, 36; Jer 31, 31-34). En este momento supremo, Jesús cumple en plenitud la misión que se le había encomendado. La cumple en el amor a los hombres y al Padre. En este momento supremo, en ésta, que es «su hora» (cf. Jn 13, 1; 7, 30; 8, 20), Jesús lo ha «cumplido todo» (Jn 19, 30). En ella realiza ple­namente la salvación de los hombres.

 

b)          Carácter liberador de la Pascua.

 

A primera vista, la pasión y muerte de Jesús pa­rece el fracaso total, la derrota absoluta de aquel hombre que había puesto su confianza en sólo Dios. El pecado, el odio, la intriga parecen haber prevalecido sobre el inocente. El enemigo ha puesto en juego todos sus recursos, ha utilizado todas sus armas: el odio de los dirigentes del pueblo; la traición de uno de sus discípulos; la ausencia de todos ellos; el rechazo del pueblo. Hasta Dios mismo parece haberlo abandonado dejándolo a su propia suerte (Mt 27, 42-43). El mismo grito de Jesús en la cruz parece indicarlo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban­donado?» (Mt 27, 46).

Pero bien pronto, al tercer día, algunas mujeres y discípulos encuentran la losa corrida, el sepulcro abierto y vacío (cf Mt 28,1-10; Lc 24, 3; Jn 20, 3-10). Bien pronto, lo ven, lo sienten como alguien real, vivo, actuante, pre­sente. El que había muerto vive (cf. 1 Cor 15, 1-8; Lc 24, 36-43; Mt 28, 16-17; Jn 20, 24-29). Es la misma per­sona que antes, con sus rasgos o gestos característicos que lo dan a conocer. Es el mismo Jesús de Nazaret, pero en una situación nueva. Es un ser transformado, renovado; los discípulos, nada preparados para ello, ad­quieren la convicción de que ciertamente Jesús ha resucitado. Esto quiere decir que la muerte no ha sido el final de la aventura de Jesús. La resurrección aparece así como el sello puesto por Dios a la obra de Jesús, la respuesta divina a la confianza y entrega del siervo. Se consuma la salvación del hombre por obra de Dios.

El misterio pascual significa la victoria definitiva sobre la muerte. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muer­te ya no tiene dominio sobre él» (cf. Rom 6, 9). «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5­6). «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dón­de está, muerte, tu victoria?... Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesu­cristo... » (1 Cor 15, 54-57).

Por ha­berse humillado hasta ese extremo, por haber bajado hasta tal abismo, por haber obedecido hasta la muer­te y muerte de cruz, por haber amado al Padre hasta ese extremo y a los hombres hasta el punto de dar su vida por ellos, el Padre ha intervenido, le ha levanta­do del abismo, le ha exaltado sobre todos los seres. Así ha sido derrotada la muerte. Mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cris­to murió por nosotros" (Rom 5,8; cf Gál 2,20; Ef 5,25). Cristo transformó la muerte, viviéndola como acto de amor. Él "vivió" su muerte no como un rito cultual, sino como sacrificio personal existencial (Rom 3,23-25).

La muerte de Jesús nos ha liberado (Rom 6,18.20.22; 8,2.21; 2Cor 3,17; Gál 2,4; 5,1.13), rescatado, nos ha sustraído del mundo malvado (Gál l,4), comprándonos a un precio muy caro (1 Cor 7,23), nos ha rehabi­litado y justificado, nos ha reconciliado con Dios, nos ha dado la vida de hijos en Cristo (Rom 6,16-23). Su muerte es nuestra pascua (1Cor 5,7), nuestra salvación, que ejerce sus efectos en nosotros mediante el bautismo y la eucaristía.

Así pues, la muerte de Jesús es el cumplimiento supremo de una vida de fidelidad en el amor a Dios y a los hombres. Jesús le dio al morir un sentido nuevo.

 

c) La Pascua de Jesús, la salvación plena. Victoria de Jesús sobre la muerte.

 

Jesús ha sido liberado de la condición de esclavo que había asumido. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe (1Cor 15,14). La eficacia del sacrificio de Cristo es infinita y necesaria su muerte: que reciban la herencia eterna; por una oblación única, ha hecho perfectos para siempre a aquellos que santifica (Heb 9 y 10)

 Jesús, que había muerto, re­sucitó. La muerte fue vencida, derro­tada; perdió su dominio (Rom 6,9). Jesús es "la resurrección y la vida"(Jn 11,25). Él tiene "las llaves de la muerte y del abismo (Hades)" (cf Ap 1,18) y se ha convertido en el "primo­génito de todos los muertos" (Col 1,18). Con la resurrección de Jesús, ha sido aniquilado el poder de la muerte (1 Cor 15,26) y "lo mortal se ha vestido de inmortalidad" (1Cor 15,54). El morir con Cristo y como Cristo ha quedado abierto a la resurrección (1 Cor 15). Por este motivo Pablo grita: "¿Dónde está, muerte tu victoria?¿ Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?" (1Cor15,55). El morir con Cristo y como Cristo arranca del peligro de la muerte relacionada con el pecado: "Si morimos con Cristo, también viviremos con Él" (Rom 6,8). Como Él ha resucitado, también nosotros resucitaremos (1Cor 15).

 

Cristo, la nueva criatura.- La resurrección, rea­lizada por el poder de Dios, constituye en realidad una nueva creación. El Espíritu de Dios, que había actuado la creación primera (cf. Gén 1, 2), realiza también esta segunda creación.

Su existencia ya no se halla sometida a la debilidad, a la esclavitud, a la muerte, sino que es fuerza, po­der, vida. Ha sido hecho «Espíritu» (cf. 2 Cor 3, 7). Con Jesús comienza, pues, una humanidad nueva. Co­mo hombre nuevo, Él renueva a los hombres. Como hombre espiritualizado, Él difunde el Espíritu y espi­ritualiza a los hombres (cf. El 2, 15; 4, 24; 2 Cor 5, 17; Col 1, 15-20; Gál 6, 15; Rom 6, 1-11; 8, 1-27; Jn 7, 39; 19, 30; 20, 22).

 

Cristo exaltado y constituido Señor.- Jesús, al tomar la forma de hombre, ha descendido de su situación original celeste (cf. Jn 3, 13), de junto a Dios (cf. Jn 1, 1-2). Se ha humillado hasta el extremo, hasta descender a los infiernos, al límite extremo de la condición humana, que es la muerte, el «sheol» (cf. Ef 4, 9; Fil 2, 8). A esta humillación de Jesús res­ponde Dios con la resurrección. Dios le hace recorrer el camino a la inversa, retorna a su situación original, llevándose cautiva la cautividad (cf. Ef 4, 8). Dios lo corona de gloria y dignidad (cf. Heb 2, 9), lo exalta, lo encumbra sobre todos los cielos, le da el poder y el señorío sobre todos sus enemigos (cf. Ef 1, 20-23; Col 1, 13-20), lo constituye Mesías y Señor (cf. Hech 2, 29. 31-36; 5, 30-31; 7, 55-56; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Heb 1, 1-14; 8, 1; 10, 12; 12, 2; Col 3, 1; Fil 2, 6-11), lo somete todo bajo sus pies (cf. 1 Cor 15, 25; Fil 3, 21; Heb 2, 5-9). La exaltación se describe también como una glorificación (cf. Jn 13, 31-32), y como una entronización como rey del universo. De esta manera, y, por la línea de la igualdad, con Dios en el poder, se afirma la divinidad de Jesús, que es uno con el Padre, igual a Él (Jn 5, 19-47; 20, 28; Rom 8, 34; 10, 9; 1 Cor 12, 3).

 

Cristo, constituido Hijo de Dios con poder (Rom 1, 4). Jesús es el Hijo de Dios. Lo es desde siempre y lo ha sido durante toda su vida terrena (cf. Jn 1, 1. 14. 18; 3, 13; Col 1, 13-17; Rom 8, 3; Gál 4, 4; Heb 1, 2; 5, 8). Este carácter y conciencia aparece claramente, co­mo ya vimos, en la oración característica de Jesús: 'Abba'. Pero la filiación divina de Jesús no se manifies­ta, no puede manifestarse. En su condición terrena, carnal, lo que aparece y se manifiesta es su condición de hijo del hombre en la debilidad de la carne (cf. Rom 1, 3; 8, 3; Heb 2, 5-18; 5, 15). Por la resurrección es transformado constituido Hijo de Dios con poder (cf. Rom 1, 4). Su misma naturaleza humana, su misma condi­ción existencial, se hace espiritual, con capacidad y aptitud para ser inundada por el esplendor de la glo­ria de Hijo. La resurrección proclama, pues, a Jesús como el Hijo de Dios, una proclamación que importa una verdadera adquisición de la condición divina has­ta en su misma condición y naturaleza humana (cf. Hech 13, 32-34; 1, 5-6; 5, 5; 3, 13; Heb 1, 5-14). Como herencia le han sido dados Israel, las nacio­nes, y el cosmos.

 

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La Pascua de Jesús es, pues, la realización plena de la salvación. Cristo ha sido salvado y El nos lleva consigo. Ha resucitado como primicia de los que duermen (1 Cor 15, 20-23). Con la muerte y Resurrección de Cristo, el cristiano crucificado con Jesús y viviendo con Él (Gál 2,19), muere como el "justo"; ya la muerte no es un mero suceso biológico ni una maldición, sino un hecho de Cristo, que muriendo, no abolió la muerte, pero cambió radicalmente su rostro, por lo que San Pablo exclama: "Para mí la vida es Cristo y la muerte, ganancia" (Fil 1,21). Dios concede una dilación, un tiempo de espera, de paciencia (1 Pe 3, 20; 2 Pe 3, 9). Esta dilación la ocupa ahora el tiempo de la Iglesia, que va a hacer presente a los hombres la salvación adquirida por Cristo. Así, todos los hombres, en todo los tiempos, tienen posibilidad de acceso a la salvación. Hasta que llegue el momento, escondido en el misterio de Dios.

El morir cristiano comienza ya con el bautismo; con la "muerte" al peca­do (Rom 6,1 1), al hombre viejo (Rom 6,6), a la carne o el egoísmo (1Pe 3,18), a todos los elementos del mun­do, a las diversas ideologías (Col 2,20). Y, al final, un morir a la muerte para pasar de la muerte a la vida (Jn 5,24). El sacrificio de Cristo nos lleva a la vida con Cristo, que libera del peca­do y de las fuerzas de muerte que nos aprisionan, de todos los poderes que limitan y obscurecen nuestra libertad. El Espíritu de Cristo nos libera del pecado precisamente, porque nos hace vivir como Cristo, para hacernos resurgir con Cristo.

Y la muerte del cristiano abre hacia una dicha sin fin: "Dichosos desde ahora los muer­tos que mueren en el Señor" (Ap 14,13). En el morir con Jesús, tiene lugar nuestro encuentro definitivo con Dios. Nacerá entonces para nos­otros "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1) y "no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena" (21,4). Con Jesús viviremos para siempre en Dios, transfigurados, por la Resurrección, transformados (1Cor 15,35-58). El amor al prójimo, expresión del amor de Cristo, el auténtico amor efectivo por los hermanos desembocará en la realidad del reino: "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo" (Mt 25,34).