¿Ser católicos o no ser?

Autor: Carlos Vargas Vidal

 

 

Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos por decir: ¡Creo! Y el hombre empieza a creer cuando esa fe es la respuesta del hombre a un Dios que se nos ha revelado, ya sea a través de la luz natural de la razón humana o por medio de las Sagradas Escrituras y la Tradición Apostólica. Si no creemos, en virtud de nuestro libre albedrío, igual Dios nos seguirá amando; porque fuimos creados por El y para El. Pero, ahora seremos ovejas de otro redil. ¡Y ya no seremos parte de su rebaño!

Cuando en verdad creemos, es decir, cuando estamos verdaderamente iluminados por la Revelación de Dios, veremos lo que está más allá de nuestro entendimiento y conoceremos esas verdades religiosas y morales que nos son inaccesibles a la razón. Pero igual, como san José de Cupertino, aún “llenos de confusión mental”, podremos ver, para creer, siempre y cuando tengamos un corazón manso y humilde. ¡Basta el don de la ciencia infusa, que es un regalo de Dios y el signo de su predilección divina por esa santidad interior!

Mucha gente se pregunta: “¿por qué Dios no me contesta?”

¿Cómo podemos decir ésto? Lo que quiere Dios de nosotros -su designio divino- se nos ha ido revelando progresivamente con toda plenitud. Primero, través de sus profetas; y, finalmente, por medio de su Verbo encarnado, en la persona de su amadísimo Hijo, Jesucristo. ¿Qué más puede ahora decirnos ese buen Dios?, ¡si no los ha dicho todo!

Al revelarse, de tal forma, La Providencia Divina ha querido salvarnos de nuestras iniquidades y ha querido hacer de nosotros, en su Hijo único, hijos adoptivos. ¿Y qué es lo que queremos y hemos querido nosotros, para nosotros mismos? ¡Hacer nuestra voluntad a nuestro estilo, a nuestro gusto y a nuestra conformidad! ¡Hemos creído que somos unos “sabelotodo” y, por ello, podemos hasta cambiar los designios de Dios!

¿Y qué hemos hecho para estar en consonancia con este capricho? Hemos querido reinventar y re-crear a nuestro antojo el verdadero mensaje de la Palabra de Dios, para utilizarlo a nuestra conveniencia. Y así, como “herejes”, en palabras del Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, hemos estado diciendo que: “estamos en posesión del sentido auténtico de la fe transmitida”. Y para justificar esa posesión a la cual no tenemos derecho, y en razón de que no nos atrevemos a cuestionar a Dios, diremos que la Iglesia Católica vive de una “arcaica teología romana”. Es decir, dejamos de creer en la Iglesia lo que, al fin y al cabo, ¡es como si dejáramos de creer en Dios! Porque como bien lo dijera el Divino Maestro: “Quién a vosotros rechaza, a Mi me rechaza”, Lc 10,16

Digamos, como ejemplo, que cuando Dios creó a la mujer, la hizo después de Adán, y formó su cuerpo de una de sus costillas. ¿Por qué Dios, en su infinita grandeza, no creó a Adán y a Eva juntos, es decir, en el mismo instante? O, ¿por qué Dios no creó a la mujer primero? San Agustín, Padre de la Iglesia, y parte importantísima de la Tradición de esta misma iglesia nuestra, nos dice que fue para darnos a entender que no era superior al hombre, ni tampoco su esclava, sino su compañera. Si las enseñanzas de las Sagradas Escrituras son tan claras, ¿por qué ese afán del mundo en querer ver y poner las cosas de otro modo? ¿Por qué la Iglesia habría de querer para la mujer otro trato distinto? “A diario”, dice el Cardenal Ratzinger, “admiro la habilidad de los teólogos que logran sostener exactamente todo lo contrario de lo que con toda claridad está escrito en claros documentos del Magisterio” (de la iglesia).

Cristo, Jesús, instituyó su Iglesia sobre los Apóstoles, con Pedro como su Cabeza (“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, Mt 16,18). La hizo Universal (“Id y enseñad a todas las naciones”, Mt 28,19), y la hizo Santa para santificar a los hombres (“Jesucristo amó a su Iglesia y se entregó para santificarla, a fin de hacerla comparecer santa e inmaculada”, Ef 5, 27). Y es Una en su fe, porque admitimos un mismo Credo y una misma doctrina; y basta con negar una sola verdad de esa fe para dejar de ser católico, y ser hereje.

Nuestra iglesia, según La Tradición Patrística, a la que algunos le dan poca o nada importancia, es el “lugar donde florece el Espíritu” (San Hipólito). Por ello, creer que la Iglesia es Santa y Católica, y es Una y Apostólica es creer en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Desafortunadamente, por su origen Divino, ¡solo la fe puede reconocer estas hermosas propiedades de la iglesia! Con razón, San Clemente de Alejandría, decía: “¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia”. Si no lo recuerdan, María, esa clemente, piadosa y dulce criatura, madre de Dios, estuvo junto a los Apóstoles, el día de Pentecostés, en el que todos fueron llenos del Espíritu Santo.

El depósito sagrado de la fe (“depositum fidei”), tal cual como está contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura, está confiado totalmente a la madre Iglesia Católica. Por lo tanto, la Iglesia debe cuidarlo y protegerlo de quienes quieren cambiar su tradición, su doctrina, sus dogmas y costumbres como si se tratara -simplemente- de revestirnos de un nuevo cristianismo alejado, por cierto, de la Verdad, la Luz y el Camino que lo hubo de trazar.

El mayor pecado del mundo, aquel que no tiene perdón, es aquel que opone una resistencia formal a las luces e impulsos del Espíritu Santo. Ese pecado, que tiene una malicia especial, es aquel que, entre otras cosas, nos quiere apartar de la Iglesia y, por tanto, de Dios. Por ejemplo, ¿cómo es posible que, a estas alturas del conocimiento humano, se nos quiera decir que la sagrada tradición cristiana poco o nada tiene que ver con la fe? Hay innumerables libros y documentos de esos muchos santos varones de la iglesia que, como grandes maestros, transmitieron, explicaron y defendieron la fe de la Iglesia y que, a partir del siglo IV, se les conoce como “Padres de la Iglesia” o “Santos Padres”. Y a esto hay que agregar las declaraciones dogmáticas de los Papas y los Concilios que, también, son parte de esa tradición.

Y cuando leo tanto irrespeto hacia la Iglesia y, en especial, tanta injuria sobre el clero católico, no puedo menos que pensar en aquella excepcional y maravillosa Hija y Doctora de la Iglesia, Santa Catalina de Siena, que consideraba a estas persecuciones contra los sacerdotes como obra de “los ministros del demonio”. “Aún cuando el Papa fuese un demonio encarnado”, decía la santa, “no debería yo levantar la cabeza contra él, sino inclinarme ante su autoridad y pedirle esa Sangre (la sangre de Cristo), de la que no puedo participar de otro modo”. Uno de sus biógrafos nos ha dicho que semejante manera de pensar y hablar no habría estado en la mente y en la boca de Lutero, Calviño y los demás herejes. Así solo habla “una santidad, dulce y humilde de corazón, obediente hasta la muerte”.

Bien ha dicho también el Cardenal Ratzinger que debemos estar conscientes de las potencias del Mal y, por lo tanto, “la esencia del combate cristiano contra el demonio consiste en vivir cada día en la claridad de la luz de la fe”.

Somos católicos, ¡no porque lo decimos! Lo somos porque respetamos y amamos a la Iglesia Católica y la defendemos contra todo, y todos, hasta el final de nuestros días. Todo católico que así hace es porque, en verdad, cree en su Iglesia. Y creer en ella también significa: ¡creer cuanto ella propone para nuestra creencia!

¡Laus Deo Virginique Matri!