El escritor sabihondo

Autor: Carlos Vargas Vidal

 

 

Hace muchos años atrás, cuando no existía la computadora ni la máquina de escribir eléctrica, era fascinante ver, en aquellos pequeños cuartos de redacción, encorvados y abstraídos, a los comentaristas y columnistas de aquel entonces. Para ellos no había más que cuatro cosas: una teclas de escribir, papel en abundancia, un buen diccionario y el intelecto.

Pero, eso sí, detrás de ese consumado entendimiento había toda una gran educación literaria y un vasto conocimiento general de la vida, el mundo y su contorno. Había claridad, concisión, sencillez y naturalidad en los estilos; pero también había mucho de sobriedad, sinceridad, respeto, exactitud y altivez en los escritos. Había, pues, belleza y magia en las palabras. Había luz y buen discernimiento.

El mundo, como leí por ahí hace poco, no se componía de tan sólo tres valores primordiales: la honradez, la honestidad y el respeto. El escritor de antes exaltaba a la patria, a la familia y a la religión. Creía en la libertad, pero no para asesinar a un niño no nacido. Creía en el placer de las artes, pero no en la promiscuidad y el desenfreno sexual. Y le sobraban razones para defender lo santo, lo bueno, lo cierto y lo bello.

Ante la crisis actual de valores, ¡cómo hacen falta los escritores de antaño!

Hoy en día hay mucha ambigüedad en las palabras. Ya casi todos los escritos han dejado de ser ilustrativos, convincentes e inductivos. Los textos están vacíos de alma. Y ya no fecundan las ideas apropiadas. Ahora se quiere hacer ver que se sabe cuando, en realidad, el conocimiento está plagado de falsedad y desprovisto de credibilidad. Bien lo es que las creencias falsas no se cuentan como conocimiento.

El buen comentarista y columnista convence con razonamientos, con hechos ciertos y comprobables, y con juicios lógicos. Rehuye de las objeciones, el antagonismo y la diatriba. Hace de su pluma un instrumento de la verdad y el acierto. No es jactancioso, altanero y engreído. No escribe para decir lo que no puede sostener ni comprobar porque nadie ha demostrado nunca que cada uno de los conocimientos humanos se base en verdades evidentes por sí mismas. Ni nadie ha demostrado nunca que el conocimiento humano siempre se base en la experiencia sensible.

Como es posible pues que, teniendo una mente finita, estos escritores de hoy, que creen saberlo todo, pretendan que Dios deje de ser Dios para que ellos puedan entenderlo. Hay que ser muy soberbio para despojar a la vida de aquellas cosas cuya existencia no podemos negar. Y hay que ser muy necio para querer reducir a la razón humana al sólo campo de los fenómenos naturales o a la sola inmanencia de las ciencias experimentales. De cierto es que el buen escritor, ese que es razonable, no se cree infalible, pero tampoco se cree un ignorante.

Hay, pues, que saber distinguir entre lo que es pasajero y lo que es trascendente. Entre lo que es moral y lo que es inmoral. Entre lo que es veraz y lo que es verídico. Hay que dejar a un lado la retórica, la demagogia y el relativismo. Nunca se es más grande y más apreciado que, cuando esgrimiendo la pluma de la verdad y el bien, enseñamos con la mejor buena voluntad.


A los pocos escritores de ayer que hoy quedan, como Hermes Sucre y José Quintero, mis respetos y saludos.