Corregir al prójimo es también caridad

Autor: Carlos Vargas Vidal   

 

        

PANAMA.  Muchas veces he tenido que callar, y entonces sonreír hacia mis adentros por no tener qué contestar en el momento a quienes hablan de la caridad tan precipitadamente. Y es que, particularmente en su empleo religioso y cristiano, el sentido de la palabra es uno de los más confusos o menos preciso del idioma.

 

Para hablar de caridad tendríamos que hablar de amor y algo más. Y aún esta palabra se la confunde tanto.

 

Los antiguos filósofos paganos decían que había dos formas de amar. Una era el Amor Concupiscente y la otra el Amor Benevolente. La primera busca el provecho propio a través del prójimo y la otra desea el bien propio del ser amado. Para ellos, la amistad verdadera tenía más de amor benevolente. Y también incluía reciprocidad y comunión de bienes.

 

Luego, griegos y latinos dieron al vocabulario nuevas definiciones sobre el amor.

 

La lengua griega nos habla de Eros, Philia y Agape. Eros es el deseo hacia un bien, aunque sea absolutamente espiritual. Philia es amistad en cuanto amor a las personas, sin algo de interés. Y agape indica la estima o la preferencia entre personas, sin apego pasional.

 

Los latinos, a su vez, nos hablan de Amicitia, que es reciprocidad y comunión, aún pasional. Dilectio, que es ante todo complacerse en un ser. Y Caritas, que es todo amor generoso.

 

Su empleo religioso los encontramos como agape en la traducción griega del Nuevo Testamento y conocida como los Setenta. Luego, en la Vulgata, obra latina, como caritas. Ambos términos ser refieren a lo mismo: el Amor de Dios con respecto a EL y por El con respecto a nuestro prójimo o hermano o hermana. Lo cual no excluye para nada lo más importante de todo: el Amor de Dios hacia nosotros, sus hijos e hijas.

 

Explicar esto último no lo vamos a encontrar como una reflexión filosófica debidamente elaborada. Solo la Teología ha profundizado bastante sobre el tema. Y que no hace falta emplear aquí para explicarlo. Si se pudiera. A final de cuentas todo está resumido en los dos mandamientos de Amor que Jesús nos enseñó a través de los evangelios sinópticos. Y que podemos comprender mejor en lo que parece oculto del sermón de la Montaña (Mt 5 ss).

 

Hay algo, sin embargo, que la gran mayoría no comprende inicialmente. La caridad vista desde el punto de la revelación es el amor que Dios quiere suscitar en nosotros mismos. Pero es una caridad que sin Su ayuda no es posible, porque nada extraordinario podremos hacer sin Él. De ahí que tenemos que verla como una virtud. Y sobrenatural por añadidura. De hecho, es la más excelente de todas las virtudes.

 

Corregir a un hermano o hermana, a nuestro prójimo, es un acto de caridad. Consentir el mal es no amarlo. Ni siquiera es respetarnos. Y la humildad está en aceptar la corrección. Solo los soberbios no lo admiten. Eso sí, no tenemos por qué lastimarlo ni humillarlo. Si hay algo contrario a la caridad es el odio. Del odio nacen muchas veces la calumnia, la murmuración y el chisme. Y es también desear mal al prójimo, a nuestro hermano o hermana.

 

Y no olvidemos que la fe y la esperanza terminan con la muerte, pero la caridad es eterna (Veritas Prima).