Contestándole a un ateo

Autor: Claudio De Castro

 

 

Nunca pensé que los ateos existieran en verdad. Siempre creí que eran una fantasía, de esas que inventan las personas para darte miedo. ¿Alguien que no cree en Dios? No puede ser posible. ¿Cómo puede una persona vivir sin Dios? ¿Vivir sin la esperanza, sin pensar en la eternidad? Es tan evidente la presencia de Dios en nuestras vidas y en el universo que no tiene sentido dudar.
Ateo se define por el diccionario como una persona que niega a Dios.
Definitivamente, los ateos no existen.

He sabido de personas que se decían así mismos y al mundo que eran grandes ateos. Derramaban veneno en grandes dosis, tratando de llenar al mundo de odio. Atacaban al Papa y la Iglesia,. Hablaban de superstición, fábulas, conductas primitivas, falacias de la Iglesia, etc.
De cuando en cuando en el mundo surgen personas así que no comprenden, ni han tenido la experiencia de vivir en la presencia de Dios. No pueden comprender que el Amor está por encima del odio. La esperanza por encima de la desesperanza. Y Dios por encima de todo.
Dios existe. Pero, ¿quién soy yo para decirlo?

Dios existe, aunque ellos no quieran admitirlo.
Nadie ha podido callar su voz magnífica.
Dime, ¿nunca te has preguntado cómo es nuestro Dios? Nuestro Dios es un Dios diferente a todo cuanto podamos pensar o imaginar. Es amable y bueno, misericordioso, paciente, «El Señor es ternura y compasión, lento a la cólera y lleno de amor»... «Él perdona todas tus ofensas y te cura de todas tus dolencias».

Un ateo muy famoso, André Frossard, era muy conocido en los círculos literarios de París. Fue secretario del partido comunista y enemigo declarado de la Iglesia. Él mismo escribió:
«Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. El ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema».
.Dios le salió al paso, como a san Pablo, inesperadamente.
Un día entró a una capilla en busca de un amigo. De repente, experimentó la dulce presencia de Dios. La ternura del Padre. Su amor inmenso. Fue como un abrazo en el que Dios le revelaba su existencia y su amor. Frossard salió de aquella capilla, convertido, renovado y feliz.
«Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar —hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas—, volví a salir, algunos minutos más tarde, católico, apostólico, romano, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable».

No es el único. Hay cientos de casos. Ateos convertidos por la gracia de Dios. Que se han salvado a tiempo de perder una hermosa eternidad. Recuerdo haber leído un encuentro del padre Pío con un hombre que dudaba. «Padre Pío, no creo en el infierno». El padre Pío lo miró con esos ojos que atravesaban el alma y le respondió: «Ya creerás cuando llegues allá».